¿Zonas de reserva o de desarrollo campesino?
Un concepto técnico-político que manejan los agraristas y que según se desprende de lo conocido sobre la negociación en curso con las FARC, será elemento importante en los acuerdos y luego en las tareas de reforma rural, que harán parte del postconflicto.
Las zonas de reserva campesina (ZRC) nacen al tiempo con las de desarrollo empresarial en el Título XII de la ley 160 del 94, con la cual César Gaviria y su ministro de Agricultura y Desarrollo Rural José Antonio Ocampo buscaron recentrar la política sectorial, luego de su descarrilamiento por la apertura económica salvaje adelantada en la primera parte de ese gobierno. El propósito, abrirle el camino a la equidad social y la eficiencia económica, que aún revolotea sobre las cabezas de los negociadores habaneros.
ZRC para fomentar “la pequeña propiedad rural” en comunidades y economías organizadas, con alma campesina – minifundistas y colonos – en territorios con características agroecológicas y socioeconómicas definidas con predominio de baldíos, estén o no en las fronteras agrícolas del país. Su propósito, no solo prevenir la descomposición de esas economías y comunidades campesinas sino buscar que en esas zonas nazca una clase media rural. Territorios no solo para resistir, para no perder el alma, sino para avanzar, para transformar “lo campesino”. Territorios como escenarios de un campesinado moderno.
El nombre de reserva campesina, asimilable al de resguardo indígena, resalta el propósito de preservar sobre el de transformar. Pero no se pueden entender éstas como museos vivientes de un mundo campesino asediado por la modernidad donde de expresa la visión de un campesinismo romántico y profundamente reaccionario, con tufillo feudal, por anticapitalista; ni convertirse en la bandera de un izquierdismo ingenuo y ahistórico (¡ qué diría Marx ¡), envuelto en un discurso gaseoso del ambientalismo y de la participación ciudadana, en donde se oyen más las voces de los burócratas – los oficiales y los de “la participación” – que la del campesino, sobre todo del joven que se retuerce de solo pensar que su futuro pueda estar amarrado al azadón, a semejanza de lo que fue el de sus padres y abuelos.
Las FARC han tomado distancia de esa visión. Retardataria. Defienden la vigencia y los derechos de los campesinos, sus familias y sus comunidades, sintonizados con eso que llaman “el sentimiento nacional, a ser ciudadanos plenos, con capacidad para decidir y comprometerse con una reforma rural que los reconozca junto con indígenas y negros, sin cerrarles las puertas a los empresarios agrícolas. Eso sí con una condición, que sean de verdad empresarios y no simples rentistas, generadores de empleos, de alianzas productivas con unos pequeños organizados y fortalecidos, y no cazadores de valorización, a semejanza de su contraparte urbana con los “lotes de engorde”. Ya no es el ataque sin atenuantes a la gran propiedad (“el latifundio”) sino a las tierras “inadecuadamente explotadas”, al “latifundio improductivo”. El asunto no es solo de nombres, es de fondo y trascendente.
Las zonas de reserva campesina, se asimilarían a los resguardos y a los títulos colectivos afro, combinando propiedad colectiva y vivienda y parcela familiar; escenarios para una vida comunitaria activa que sea motor de progreso y de democracia; en ellas la propiedad se mantendría indefinidamente en manos campesinas para abrirse de manera organizada a los mercados, a los encadenamientos productivos con el sector agroempresarial y agroindustrial. Territorios que concilien lo campesino con lo moderno, sin venderle el alma al diablo, a la par que permitan ordenar a la sociedad campesina, reubicar a los desplazados que retornan y enmarcar las futuras titulaciones colectivas campesinas. Pendiente de definir el tamaño adecuado para unos y otros, pues la tierra es finita y todos tienen derecho a acceder a ella: campesinos y empresarios, indígenas y afros, en el respeto a una naturaleza amenazada y acorralada.