Violencia y animales
Hace unas semanas nos estremecimos con las imágenes de un caballo cuyo dueño lo quemó con gasolina para obligarlo a que se parara.
Esa conducta extrema tiene el potencial de estigmatizar a aquellos recicladores que dependen de sus zorras y para quienes la defensa de sus animales es indispensable. No obstante, sí hay quienes subarriendan los animales de tiro, los cuales terminan sometidos a jornadas de 24 horas de trabajo continuo, hambrientos y deshidratados. Bien pueden colapsar mientras tratan de frenar una carreta repleta de escombros, como algún día vi cuando el semáforo de la calle 76 con 19 se puso en rojo y el zorrero usó toda su fuerza para parar. Los conductores proseguimos nuestra marcha, luego de haberle echado una mirada al animal tirado al suelo, para quizás olvidar la escena a las pocas cuadras, o —lo peor— asumirla como un evento natural de la vida contemporánea en Bogotá. El que esa naturalización de la mirada también involucre a las autoridades encargadas de hacer cumplir la normas para el buen trato de los animales contribuye a perpetuar ignominias comparables.
El 2 de noviembre, viajando de Medellín a Bogotá, pasamos una hora detenidos por la congestión que genera la rehechura del tramo entre La Dorada y Honda. Frente a nosotros había un camión de estacas de aquellos que siempre se han usado para transportar ganado y hablan de una inhumanidad reiterada. Por el calor y la estrechez, una de las vacas transportadas se desplomó, sin que desde su embarque hubiera existido la más mínima barrera de madera o metal para separarla de sus vecinas y evitar que la hirieran por los movimientos bruscos e inevitables ocasionados por curvas y huecos. Como lo he visto desde que era niño con otros animales, a éste lo pisoteaban los demás, mientras se revolcaba en la sangre derramada y los excrementos acumulados. El chofer apareció vara negra en mano con unos cables que conectó a la batería del vehículo. Electrocutó a la vaca derribada, cuyo brinco incontrolado tumbó a otras dos que fueron sometidas al mismo trato, hasta que todas quedaron de pie. Imaginé cómo, por igual, vendedores y transportadores violaban la reglamentación para el buen transporte del ganado, con la complicidad de las autoridades, porque de semejante despliegue de horror eran testigos unos policías armados hasta los dientes, detenidos como nosotros y transportados en el platón de una camioneta de doble cabina, blanca con líneas verdes. Además de ellos, estaban los uniformados que en cada puente, a la hora del regreso, sus comandantes apostan cada 50 metros a lado y lado del camino. Miraron la escena como si nada estuviera pasando, más bien afanados por pitar, mover sus manos con energía y hacer caras agresivas de que los conductores y no el estado de la vía eran responsables de la congestión.
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Rectifico mi columna pasada en el sentido de que la flauta de hueso a la cual me referí fue hallada por la arqueóloga Ana María Groot, que su antigüedad es de 7.000 años antes del presente y que estaba asociada con la caza del venado y no del mastodonte.
*Grupo de Estudios Afrocolombianos.Universidad Nacional.
Jaime Arocha