Violencia antisindical
El presidente Uribe dice no saber hablar con lenguaje almibarado. Así lo expresó en estos días cuando (quizá buscando repuntar en las encuestas, en momentos en que su imagen está deteriorada) se opuso, otra vez, al acuerdo humanitario.
Y utilizando un lenguaje tropero advirtió que hay que acabar con todos los de la guerrilla. Nada de soluciones negociadas. Y también mostró estar molesto porque los Estados Unidos exigen mejor tratamiento a los sindicalistas.
El Presidente dio a entender que no admitía exigencias de los Estados Unidos en ese sentido, pero, claro, no mencionó que ha sido dócil a otras, como las del Plan Colombia, impuesto por los demócratas gringos en el gobierno de Pastrana y continuado por él, con perfeccionamientos y ajustes, durante el nefasto mandato de Bush, del cual Uribe fue uno de los más eficientes peones. Ni siquiera se sonrojó al apoyar la masacre contra el pueblo iraquí.
No sobra recordar que el Plan Colombia (camuflado como ayuda humanitaria) no es más que un gran negocio estadounidense, que sabe que la guerra no deja de ser una feria lucrativa. Montado por el Comando Sur del Ejército imperial como un truco comercial para vender helicópteros, aviones y armas, el plan ha sido un boyante bazar para transnacionales como la Sikorki Aircraft, la Bell Helicopter Textron, la Lockheed Martin y la Dupont (productora de glifosato), entre muchas otras.
Ahora, el Presidente pone cara de bravo cuando las denuncias de violencia antisindical en Colombia se abren paso en el Congreso de los Estados Unidos, pero ni siquiera se pellizcó, por ejemplo, con los atropellos que la Coca Cola realizó en el país contra sus trabajadores, ni ante los abusos de la Nestlé. Tampoco se conocen condenas del Estado contra la Chiquita Brands, que apoyó económicamente y con armas a grupos paramilitares, autores de crímenes contra sindicalistas.
Colombia es un país peligroso para el sindicalismo. Cuando los trabajadores hacen uso del derecho a la huelga, se les acusa de terrorismo. O para sofocar sus protestas se declaran conmociones interiores. El Tribunal Permanente de los Pueblos evidenció hace dos años los desafueros de Coca Cola y la Nestlé en Colombia, pero el Presidente ni se “mosquió”.
Resulta que el pasado 12 de febrero, en una audiencia realizada en el Congreso de los Estados Unidos, delegaciones sindicales colombianas denunciaron la situación de violencia contra organizaciones y líderes obreros. Claro que para algún comentarista oficioso, por lo demás acusado de delitos contra el patrimonio público, se trataba de simples apátridas. Sin embargo, la representación estaba conformada por especialistas e investigadores del movimiento sindical y la hija de un sindicalista asesinado. Asistieron la embajadora de Colombia, Carolina Barco, y el director de Human Right Watch, José Miguel Vivanco.
Según los delegados sindicales, en los últimos 23 años se registraron en Colombia 9.911 hechos de violencia contra sindicalistas y se asesinaron a 2.694. En los tiempos de la seguridad democrática se han asesinado a 482, la cual es, de por sí, una cifra aterradora. Y como si esto fuera poco, le otorga al país otro récord vergonzoso: el 60 por ciento de los asesinatos de sindicalistas en el mundo se cometen en Colombia. El año pasado hubo 49 asesinatos, diez más que en 2007.
Ni la violencia contra los sindicalistas ni el grado de impunidad han sido superados. Al contrario, han aumentado. Sin embargo, el Gobierno dice que esta es una democracia profunda. La realidad lo desmiente. Las libertades sindicales están restringidas. Se desestimula el sindicalismo o con el terror o con las cooperativas de trabajo asociado, con empleos precarios y mal remunerados, sin derechos laborales ni sindicales. Para los trabajadores nunca hay almíbar.
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