Víctor Jara: el fusilado canta
Fue otra de las múltiples víctimas de la represión militar, tras el sangriento golpe de estado propinado por Augusto Pinochet contra el presidente Salvador Allende. Hoy, el cantautor chileno es símbolo de la que se denominó Nueva Canción de América Latina, que lo tuvo a él como uno de sus íconos y pioneros.
Víctor Jara (septiembre 1932-septiembre 1973), aquel heredero de Violeta Parra, “no cantaba por cantar ni por tener buena voz”, ni por figurar en las carátulas de discos o en anuncios publicitarios, ni por vanidad. No cantaba por farándula. Ni por vender grabaciones y pertenecer a las efímeras famas. Cantaba, dice uno, porque era un pájaro, libre y de canto ancho. Y hondo. Y porque siendo también guitarra, ésta (lo dijo él) tiene sentido y razón.
Cantaba por los sobrevivientes, por los desaparecidos, por los que nunca volvieron. Y tal vez por la incierta esperanza. Y por un mundo nuevo. Cantaba porque los estudiantes y los obreros y los campesinos querían que cantara. Y quizá porque ya sabía, a manera de premonición, que moriría “cantando las verdades verdaderas”.
Cantaba por el hombre del arado, por el del barrio pobre, y porque su destino de cigarra era ese: cantar. ¿Por qué canta un hombre? ¿Por qué llora un hombre? Son innumerables las razones. Lo que sí es una certidumbre es que a Jara, el de las peñas y los montajes teatrales, no le faltaron razones ni emociones ni causas para el canto (y quizá también para el llanto): “Mi canto es de los andamios / para alcanzar las estrellas…”.
Jara pertenece a un tiempo de resistencias y cuestionamientos a todo. Su trayectoria y talento están ligados a la politización de la música popular en América Latina, a la búsqueda de respuestas, mediante el arte, de las catástrofes sociales. Y de las epopeyas de los trabajadores. Eran calendas de discusión sobre las músicas nacionales, su necesidad, y acerca de nuevas formas y contenidos.
Jara, su voz, su guitarra, su arte, se convirtieron en símbolo y memoria de los treinta mil muertos por la dictadura de Pinochet. De origen campesino, era hijo de un trabajador agrario, Manuel, y de un ama de casa que cantaba y tocaba guitarra, Amanda (“Te recuerdo Amanda, la calle mojada, corriendo hacia la fábrica donde trabajaba Manuel”). El juglar también fue un apasionado del teatro. Además de dirigir varios montajes, como Antígona, fue asistente del célebre Atahualpa del Cioppo, en la obra El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht.
Chile en los sesenta (como el resto de América Latina) era un fogón, tanto artístico como político. Aparecían grupos musicales como Quilapayún, Inti Illimani y folcloristas de cartel como Violeta Parra y Patricio Manns. A todo el frenesí cultural se le sumaría el advenimiento de la Unidad Popular, que lograría triunfar con Salvador Allende en las elecciones de 1970. Y en la vivencia y creación de esos fenómenos estaba metido Víctor Jara.
El cantor, que en 1972 organizó el homenaje a Pablo Neruda (Nobel en 1971) en el estadio nacional, ya era un figura mundial en 1973. En aquellos días, la Unidad Nacional resistía los embates de sectores retrógrados que aspiraban a restablecer el viejo régimen. Sin embargo, pudieron más las intervenciones norteamericanas, la CIA, algunas transnacionales y una rancia élite chilena que condujo a los militares a derrocar a Allende.
El 11 de septiembre de 1973, fecha del golpe, Jara fue detenido mientras cantaba en una universidad y conducido al estadio nacional, donde fue torturado. El escenario deportivo se transmutó en una especie de campo de concentración, con miles de presos políticos.
Antes de ser acribillado a balazos, un soldado le destrozó de un culatazo de fusil la mandíbula al juglar. Quizá tenía la intención de apagar para siempre su canto. Pero pasan cosas. El canto de Víctor Jara fue más sonoro y voló más alto después de su muerte, ocurrida el 16 de septiembre de 1973, pocos días antes de cumplir cuarenta y un años. Y como otros trovadores lo siguen entonando: “No puede borrarse el canto / con sangre del buen cantor…”.