Urdir mentiras para hacer la guerra
En los años 60 —década de rebeldía y utopía—, Santiago García montó el Marat Sade, de Peter Weiss, en el Teatro La Candelaria. Se me quedó grabada una frase que se repetía a lo largo de toda la obra: “Revolución Copulación”.
La revolución política que buscábamos a tientas no era posible sin una revolución sexual. Y hubo asomos de prácticas y de relaciones libres que se defendieron como derecho contra la intimidación que la Iglesia y el Partido Conservador ejercían. Todavía El Catolicismo, periódico de la curia, tenía una sección donde publicaban las películas prohibidas para todo católico, incluida “Y Dios creó a la mujer”, el filme de Roger Vadim con el que Brigitte Bardot nos estrenó a muchos. A su vez, el Partido Conservador, que desde el siglo XIX se había erigido como heredero del Tribunal del Santo Oficio y curador de las sanas costumbres, no dejaba de sancionar a los desviados, incluidos en esa categoría quienes habíamos abolido la corbata y rechazábamos a los peluqueros. Y mucho hay entre una cosa y otra. Las costumbres tradicionales son el cerrojo de las libertades sexuales y de las búsquedas eróticas, castigadas brutalmente con el pecado mortal y el infierno. Pero además, defender el dogma de la Iglesia de la época era una mina de votos porque el púlpito era una sucursal de la tribuna electoral. Desde una y otro se denunciaban los hijos naturales, los homosexuales, los onanistas, la prostitución, el protestantismo y el comunismo. Todo iba en el mismo paquete.
Cuando murió el generalísimo Franco en España, después de una sangrienta dictadura de 40 años, y se ganó la democracia, junto con ella, en las manifestaciones, las mujeres tiraban el brasier por el aire. Se llamó el “destape”. El pueblo comenzó a mostrar en público lo que hacía en privado. Una salida de todos los clósets. No era sólo la libertad de opinar y votar, sino de acostarse con quien se quisiera y de la manera como se quisiera.
No es gratuito que hoy, cuando estamos cerca de un destape político sin precedentes —la creación de un movimiento de oposición al establecimiento—, los conservadores y una parte considerable de la Iglesia y de las Iglesias salgan a defender las buenas costumbres sexuales. Es decir: hombre con hombre, mujer con mujer y viceversa.
Uribe y el procurador han logrado sembrar con la mentira de la cartilla y de la impunidad la imagen de que los acuerdos de La Habana serían una maniobra para volver a todos los niños maricas, a todas las niñas lesbianas, etc.; y convertir a los criminales en senadores y representantes, etc. En cierta medida tienen razón, no porque semejantes falacias se hayan firmado, sino porque la democracia plena pondrá contra la pared las represiones sexual y política. Las libertades de cualquier naturaleza harán más auténtico el poder y más profunda la espiritualidad.
Con el fin del conflicto armado saldrán a flote ideas, intereses, sueños que ahora son sancionados como heréticos y subversivos. La confusión malintencionada del uribismo —y de lo que en él se condensa—, que muestra las cartillas pornográficas belgas como un documento oficial, tiene la misma perversidad que la identidad que proclaman entre territorios de paz y repúblicas independientes.
Bien vistas las cosas, el uribismo asume que si gana el No, las guerrillas se van a echar para atrás y, asustadas, aceptarán salir del monte a la cárcel. No saben con quién tratan. El No carece de solución política distinta a la guerra y por eso está echando mano de todo tipo de armas para sumar a las que ya tiene: los reclamos de los camioneros, de los taxistas, de los curas párrocos, de los sargentos, de los ganaderos, de los extorsionistas.
Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/urdir-mentiras-hacer-guerra