Una sentencia sin principio
Tendría motivos para celebrar, junto con los colombianos que se consideran liberales, el reciente hundimiento en el Senado del proyecto del Partido Conservador que buscaba abolir las excepciones a la penalización del aborto en el país.
Celebraría porque los proponentes conservadores se sustentaban en razones religiosas que no pueden ser impuestas a la totalidad de la población nacional, y porque la sentencia de la Corte Constitucional a la que se oponen parecería solucionar parcialmente un problema de salud pública (aunque en la práctica no sea el caso). Sin embargo, no me animo a celebrar. Los casos de excepción a la penalización del aborto, así como el principio mismo de “casos de excepción”, me parecen inconducentes a un reconocimiento de los derechos reproductivos y sexuales de las mujeres, y la sentencia, que tantos califican de “equilibrada”, me parece de una tibieza que no puede ser justificada ni por quienes defienden el “derecho a nacer” ni por quienes defienden el derecho de la mujer a decidir si continúa o no con un embarazo no deseado.
La sentencia despenaliza el aborto en tres casos: cuando la continuación del embarazo constituye peligro para la vida o la salud física o mental de la mujer, cuando el feto sufre de una malformación que hace inviable su vida, y cuando el embarazo es resultado de una violación o incesto. En el primer caso, el texto de la Corte es explícito en cuanto al requisito de un certificado médico. La mujer sigue sin tener el derecho de elegir, y la potestad pasa de manos del legislador a las del médico. En el tercer caso, la sentencia aclara que la conducta de la que resultó el embarazo debe haber sido “debidamente denunciada”. La autoridad sobre el cuerpo y el porvenir de la mujer recae, entonces, en el policía. En este punto hay problemas adicionales: si la excepción del embarazo por violación e incesto tendiera a proteger la salud mental de la mujer, no habría que establecerla como excepción adicional y estaría incluida en la primera. Ya que no lo está, la descripción de esa excepción adquiere un tono eugenésico: el hijo de una violación tiene “menos” derecho a vivir que el hijo de un acto consentido; en otras palabras, el Estado no está obligado a proteger al nasciturus de un criminal. Es evidente que ningún creyente en la igualdad ante la ley puede aceptar esa excepción, al menos como excepción independiente. Por otra parte, la inclusión del incesto en este punto implica que éste es siempre no consentido, lo cual contradice la evidencia y no tiene en cuenta la autonomía de la mujer, que puede efectivamente decidir, en muchos casos, si tiene o no una relación carnal incestuosa.
En las opiniones de las mentes liberales que con la sentencia dan por concluido el debate sobre el aborto, se recurre insistentemente a escenarios en los que la mujer es una víctima: ha sido violada, o está en peligro de muerte, o se está volviendo loca. Hablan de la triste vida de una madre soltera y pobre, y de la vida indigna de un niño que no irá a la escuela, etc., sin darse cuenta de lo discriminatorio de sus argumentos en pro del aborto. En cambio, faltan los que se atrevan a decir que una mujer puede haber cometido un error o sufrir las consecuencias de un accidente, y no querer ser madre, y tener el poder de no serlo.
Esta opinión no apoya ni la posición “pro vida” ni la “pro elección”. Sólo llama la atención sobre una sentencia que no contempla el derecho de la mujer sana a decidir sobre su vida, pero tampoco protege la vida del no nato; que es, por así decirlo, una sentencia sin principio. Y me parece que no es mucho más que otra equívoca concesión caballerosa de nuestros jueces.
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