Una cáscara vacía por María Elvira Samper
La muerte persigue a quienes reclaman las tierras que les fueron arrebatadas por la fuerza.
Manuel Ruiz se llamaba la víctima más reciente, un líder de las comunidades negras de Curvaradó y Jiguamiandó (Chocó). Su muerte estaba anunciada, pues había recibido varias amenazas por reclamar territorios ocupados de mala fe por beneficiarios del paramilitarismo. Su hijo Samir, de solo 15 años, corrió la misma suerte. Fueron asesinados por las ‘Águilas Negras’. Sus llamados para pedir protección al Ministerio del Interior no fueron oídos. Como Ruiz, y por la misma causa, han sido asesinados otros seis líderes de esas comunidades, y 40 más en Córdoba, Sucre, Bolívar, Antioquia, Nariño, Cauca y otros departamentos. Y hay más de 400 amenazados de muerte.
Los anuncios y leyes del gobierno del presidente Santos, que prometió jugársela por las víctimas y la restitución de tierras, no guardan relación con estos hechos, que son apenas una cara de la realidad que enfrentan miles de víctimas que piden justicia, verdad y reparación. Los beneficiarios del despojo —armados y desarmados, legales e ilegales— están empeñados en torpedear la aplicación de la ley. Un abismo separa el país formal del país real. Se percibe no solo en este campo donde, además y para complicar las cosas, las instituciones aún son débiles y falta coordinación entre las agencias estatales llamadas a poner en práctica la ley. También es evidente, por ejemplo, en materia de derechos de los homosexuales. Según una investigación de la Universidad de los Andes*, poco ha servido que la Corte Constitucional haya reconocido que el miembro sobreviviente de una pareja homosexual tiene derecho a la pensión del muerto —lo mismo que el heterosexual—. Las trabas y requisitos que les ponen para evitar reconocerles el derecho, indican que la discriminación persiste.
Similar situación ocurre en materia racial. La encuesta Perla que la Universidad de Princeton (Estados Unidos) adelantó con las universidades Nacional y del Valle, revela que el color de la piel sigue siendo muy importante para los colombianos, que la población negra tiene menor acceso a la educación superior que la blanca y mestiza, y que sus trabajos figuran entre los de menor calificación y los peor pagados. Según los investigadores, a los rezagos históricos acumulados se suman instituciones que consagran la desigualdad.
En cuanto a las mujeres, pese a que varios artículos de la Constitución nos reconocen esta vida y la otra, lo cierto es que persiste la desigualdad en materia de oportunidades y de salarios, y que la población femenina es la víctima principal de la violencia en todas sus manifestaciones. Un caso reciente ilustra esta vulnerabilidad: sólo en Antioquia, en el primer trimestre del año fueron asesinadas 50 mujeres, la mayoría por su pareja. Pese a que Colombia adoptó también la Convención de Belem do Pará (1994) para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, y a que numerosas sentencias de la Corte Constitucional constituyen un avance en la defensa de los derechos de las mujeres, como el aborto en tres casos excepcionales, falta mucho para cerrar la brecha.
Nos preciamos de tener una Constitución que es garantista por excelencia, nos autoproclamamos una democracia, pero estamos más cerca de lo que Mandela llama una cáscara vacía, pues las leyes van por un lado y la realidad avanza por otro.
* Rodríguez Garavito, César et al. ¿Sentencias de papel? Efectos y obstáculos de los fallos sobre los derechos de las parejas del mismo sexo en Colombia (Universidad de los Andes, 2011).