Tragedia económica por Coronavirus: El drama de todos
Por María Jimena Duzán
Colombianos de todas las clases sociales temen que el coronavirus no solo les quite su salud, sino también lo poco o mucho que tienen. Reportaje sobre las caras de esta tragedia social.
Hay quienes creen que el mundo cambiará con el coronavirus, y que la humanidad transformará el odio por la empatía, y la avaricia por la generosidad y el desprendimiento.
Más que pensar con el deseo, quizá deje algunas lecciones la mirada quirúrgica y reflexiva que hizo Tucídides sobre los efectos que tuvo la peste en su ciudad, Atenas. No solo describió los estragos de esta enfermedad en el cuerpo humano, sino en la sociedad. La peste atacó por igual a ricos y pobres, y tuvo un profundo efecto en las instituciones porque las descompuso. Pero los ricos no dejaron de ser ricos ni los pobres subieron de linaje.
Con el coronavirus puede pasar lo mismo. El mundo no cambiará para volverse mejor ni Colombia, uno de los países más desiguales del mundo, se va a convertir en lo contrario.
Expresa muy bien esa angustia Elsa Martínez, propietaria, junto con sus hermanos, de La Florida, el emblemático café bogotano que funciona en una hermosa casa republicana, ubicada sobre la Séptima con 21. Después de 86 años abiertos, cerraron hace casi un mes y medio. No han querido despedir a ninguno de sus más de 90 trabajadores, pero se están viendo a gatas para pagar la nómina de abril. “Nos hundimos”, dice sobre el futuro de su café. “No vamos a sobrevivir al coronavirus”.
Elsa forma parte de esa clase media colombiana trabajadora, de estrato cuatro y cinco, que siente que el Gobierno la dejó por fuera de las ayudas. No son beneficiarios de los subsidios que el presidente Iván Duque les entregó a los más vulnerables, pero tampoco califican para recibir los beneficios que el Gobierno está dando a las empresas través de los bancos.
El coronavirus los cogió mal económicamente: la gente dejó de venir al centro por la obra de la Séptima, que ha tardado cerca de ocho años, y por la inseguridad que se tomó estas calles, lo que afectó considerablemente sus ventas. “Sin embargo”, dice con cierta añoranza, “pese a esos problemas, todavía algunos días había cola larga para entrar al café”.
El día en que el presidente Duque anunció alivios para los empresarios ella fue al banco a pedir un crédito. Esta es la hora en que no le han dicho si se lo otorgan, pero ya sabe que si corre con la suerte de que se lo aprueben, esa plata solo le alcanzará para pagar la nómina del mes pasado. “¿Y cómo vamos a sobrevivir hasta que podamos abrir?”, se pregunta, con una voz entrecortada. “Tengo trabajadores que le han dedicado su vida a este café. Con decirle que aquí la gente se pensiona y sigue trabajando. Tenemos panaderos que llevan más de 30 años, y esta semana una de las meseras tuvo un bebé prematuro. Para mí y para ellos La Florida es nuestra vida”.
Le aterra la incertidumbre por el futuro de La Florida. “Va a ser muy complicado volver a restablecer la confianza para entrar a un restaurante. Y no bastará que tengamos las mesas separadas”, asegura. “Es pensar en si la comida no está contaminada, en si la persona que me atiende está bien de salud. Estamos ante una amenaza invisible que va a alterar completamente el estar juntos. Es lamentable y aterrador”.
Elsa es consciente de que a sus 71 años tiene el compromiso de ver cómo salva un lugar con tanta historia, que ha sobrevivido a embates tan violentos como el del 9 de abril. Sin embargo, nunca se había sentido tan impotente y tan abandonada a su suerte. “Hablan de créditos a seis meses, pero me pregunto ¿cómo vamos a pagar dentro de seis meses si ni siquiera sabemos cuándo vamos a volver a abrir?”.
Vivir sin el rebusque
En el país, la cuarentena tiene en jaque a millones de familias de todos los estratos. El miedo a contraer la enfermedad a veces es igual o incluso menor al de perderlo todo. Eso le pasa a Luz Marina Gómez. La crisis de la covid-19 se está ensañando especialmente con mujeres como ella que son cabeza de familia. Ella no pertenece a la clase media que se siente abandonada en esta crisis, sino al sector informal, que vive del rebusque, del reciclaje, del día a día. Nunca fue al café La Florida, pero antes de la cuarentena hacía su rebusque por el centro de Bogotá. Ahora solo lo puede hacer por el barrio debido a que corre el riesgo de que la multen. El problema es que allí no hay mucha basura para reciclar y se está viendo a gatas para conseguir el sustento de sus cuatro hijos. Los dos mayores trabajan, pero desde la cuarentena están desempleados. En el colmo del desespero, la semana pasada salió a buscar una bombona de gas para cocinar. Pero solo encontró un guacal de una nevera.
Desde hace cinco años vive en un rancho con techo de hojalata que ella misma levantó poco a poco en el último tajo de un cerro, hacia los extramuros de Soacha, en un barrio de invasión llamado Casaloma. En ese sector la gente ha empezado a colgar trapos rojos en sus casas como señal de auxilio. Allí, morir de hambre produce más miedo que morir por el coronavirus.
A ella el coronavirus no le ha quitado nada porque en realidad nunca ha tenido nada. Llegó hace 26 años de Pereira y a sus 43 años su único empleo ha sido buscarse el día a día. Tuvo una cuenta bancaria, que está inactiva desde hace seis años, pero tiene Facebook y smartphone. Su única certeza es que está en los registros del Sisbén. Eso lo supo hace tres años, cuando dos hombres armados entraron a su casa gritando que tenía que irse porque el terreno era propiedad privada y le pegaron tres tiros, uno de ellos le perforó el intestino grueso. En el hospital le practicaron ocho cirugías y hoy todavía carga una bolsa de colostomía que cuelga de su estómago, la cual debe cambiar constantemente. Pero no ha podido hacerlo desde que comenzó la cuarentena.
Luz Marina no ha recibido el subsidio de 160.000 pesos ni el alivio de la devolución del IVA que les prometió el Gobierno. Solo le han dado un bono en el colegio de sus hijos por los refrigerios y un mercado que ya se le está acabando. El alcalde de Soacha repartió comida, aunque no llegó hasta su casa porque su barrio es de invasión. Ella cree que el día que se levante la cuarenta mejorarán sus días, pero no sabe que este es el momento de mayor contagio. Esa amenaza le importa poco. Porque todavía le teme más al hambre que al coronavirus.
A Pedro Antonio Pinilla, un vendedor ambulante que tuvo que cerrar la minitienda que tenía en un andén de la zona industrial de Bogotá, tampoco le han llegado las ayudas prometidas por el Gobierno y la Alcaldía. “No he recibido ningún auxilio de ninguna clase”, responde casi que airadamente. Tiene 69 años y lleva 18 resolviendo su vida con su tiendita montada sobre un carro de balineras. Siempre salía de su casa de Suba a las 4:30 de la madrugada y antes de que amaneciera ya empujaba el armatroste a la esquina de siempre. Cuando los empleados de la fábrica empezaban a llegar, él ya tenía su negocio abierto.
Trabajaba de las seis de la mañana a las seis de la tarde, de lunes a sábado. En un día de muy buena venta podía cerrar caja con 100.000 pesos, de los cuales obtenía una ganancia neta de 25.000. Pero desde hace más de un mes y medio su carrito de balineras está arrumado en una bodega del sector y no sabe cómo va a alimentar a su numerosa familia. Pedro vive con su esposa, una hija, un hijo, todos ellos sin trabajo, además de cinco nietos menores de cinco años.
De joven trabajó en la empresa Croydon y en el fondo de Caminos Vecinales. Con las liquidaciones logró comprar un lote y levantó la casa donde hoy vive. Hace cuatro años solicitó un crédito de 12 millones a un banco para mejorar su vivienda con el propósito de alquilar la mitad. Hoy tiene dos inquilinas que deberían pagarle cada una 500.000 pesos, pero ellas también se quedaron sin trabajo y no tienen cómo hacerlo.
Hace unas semanas, el Gobierno expidió los primeros decretos para aliviar la situación de los más necesitados ante la crisis, y Pedro fue al banco para pedir que por favor le corrieran el cobro del crédito unos meses. Pero le dijeron que no podían porque el suyo era cartera de libre inversión, por lo que la entidad sigue deduciendo de su pensión la cuota. El único ingreso de Pedro son 450.000 pesos y con eso tiene que mantener a toda su familia. “Con esa plata solo alcanzo a pagar los servicios que me han aumentado desde la cuarentena”, dice con la tristeza de los condenados. “Ya no veo noticias en la televisión porque todos los días es lo mismo y quién sabe cuánto vamos a estar así. No podemos hacer nada, solo mirarnos los unos a los otros”.
Flores marchitas
En esa misma angustia vive Zamir Castellanos. El negocio familiar de venta de flores que construyó hace 20 años se desvanece. Sigue pagando arriendo, pero ya nadie va al local a comprar las rosas, las astromelias, las estrellas y los pompones. “Se hacen domicilios”, dice una hoja rayada con marcador, que este hombre pegó en la puerta de su negocio desde que empezó la cuarentena. Ya lleva un mes sin entradas porque las flores necesitan que el cliente las huela, las admire y se las lleve.
Más que pensar con el deseo, quizá deje algunas lecciones la mirada quirúrgica y reflexiva que hizo Tucídides sobre los efectos que tuvo la peste en su ciudad, Atenas. No solo describió los estragos de esta enfermedad en el cuerpo humano, sino en la sociedad. La peste atacó por igual a ricos y pobres, y tuvo un profundo efecto en las instituciones porque las descompuso. Pero los ricos no dejaron de ser ricos ni los pobres subieron de linaje.
Con el coronavirus puede pasar lo mismo. El mundo no cambiará para volverse mejor ni Colombia, uno de los países más desiguales del mundo, se va a convertir en lo contrario.
Una de las primeras víctimas de esta pandemia han sido las industrias culturales y la economía naranja que enarboló Duque. En esta crisis ese ha sido uno de los sectores más desprotegidos. El drama que hoy enfrentan actores, tramoyistas, escenógrafos, dramaturgos que trabajan en las salas de teatro que están cerradas es desolador. Ya la sala de cine Tonalá anunció su cierre definitivo, y compañías como la del Teatro Petra están al borde de hacer lo mismo si no les lanzan un salvavidas. “Fuimos los primeros en cerrar y vamos a ser los últimos en abrir”, dice, como si supiera de antemano su suerte, Marcela Valencia, actriz y fundadora, con Fabio Rubiano, del Teatro Petra. Lloró sus ojos cuando tuvo que cerrar el 14 de marzo las puertas de la sala. Para sobrevivir recurrieron a la misma y única receta que tienen: pidieron un nuevo préstamo, pese a que ya traían otro sobre sus espaldas. Ahora temen que no lo otorguen porque son un sector de riesgo. Si no lo aprueban, les va a tocar decirles a sus 12 trabajadores que no les pueden seguir pagando. “No ha habido ayudas ni para el sector de la cultura ni para la clase media, y las necesitamos”, dice Marcela. Todavía se niega a aceptar lo inevitable.
Marcela sabe que cuando abran de nuevo, si es que sobreviven, van a tener que reacondicionar la sala con los protocolos de seguridad, además de que habrá una merma en la compra de boletas porque la gente tendrá menos dinero.
La música calló
Juan David Campo, un saxofonista que ganaba buena plata tocando en las fiestas de los clubes privados y en los centros comerciales, se quedó sin trabajo desde marzo. Está tratando de reinventarse, pero no ha podido. Las clases particulares también se le cayeron e intentó hacerlas por Zoom. Pero se dio cuenta de que solo se puede enseñar a tocar un instrumento de manera presencial. Intentó explorar la posibilidad de dedicarse al negocio de las empanadas mientras las cosas vuelven a normalizarse. Pero cuando fue a pedir un préstamo, se lo negaron por formar parte de un sector de riesgo.
Ayudas para los pobres que no llegan, una clase media que se siente frágil y olvidada, un sector cultural que ya no es economía ni es naranja. Ese es el saldo en rojo que deja hasta ahora esta pandemia.
La crisis del coronavirus ha expuesto también la vulnerabilidad laboral de los médicos, un sector aparentemente más privilegiado. La mayoría de ellos no tienen contratos laborales, sino que los hospitales y las EPS les pagan por cirugías y por consulta. Como las operaciones bajaron considerablemente a causa del coronavirus y nadie va a consultas por la cuarentena o por miedo a contagiarse, a los galenos se les han reducido drásticamente sus ingresos por lado y lado. Un médico que trabaja en tres hospitales sin contrato laboral confesó que para el próximo mes sus ingresos se reducirán en un 90 por ciento, y que, de 15 cirugías que hacía al mes, en abril únicamente hizo tres. Solo hace un año y medio pudo afiliarse a una ARL, luego de haberlo intentado durante siete años. “Si esta pandemia me agarra antes, no tendría nada”, me dice.
Antes del coronavirus los hospitales ya estaban pasando aceite porque les pagaban cuatro meses vencidos. A este problema se suma que se ha demorado la inyección que Duque les prometió con la ley de ‘punto final’ desde el inicio de la cuarentena. Al día de hoy, a punto de reabrir ciertos sectores de la economía, esa plata sigue sin llegarles, y de acuerdo con lo que ha dicho el contralor Felipe Córdoba, la Adres ni siquiera les ha girado esos dineros a las EPS. La realidad es que esas platas podrían llegar en tres meses a los hospitales. Es decir que enfrentarán el peor momento de la curva con recursos exiguos.
El médico –que no quiso revelar su nombre por miedo a perder lo poco que le queda– teme sobre todo que con esta crisis la situación de los hospitales se deteriore aún más y termine en el limbo. Se considera un privilegiado, a pesar de todo, pero confiesa que en el estrato seis “hay mucha gente pasando por grandes dificultades”.
El teatro no se acabará, ni los músicos dejarán de tocar, ni los cafés dejarán de llenarse, ni los médicos dejarán de hacer consultas ni operaciones, ni los vendedores ambulantes dejarán de vender en el espacio público.
Pero sí puede suceder que el café La Florida cierre luego de 86 años de existencia, que grupos de teatro, como el del Teatro Petra, también lo hagan luego de 25 años de trabajo y que muchos músicos terminen vendiendo empanadas, como está a punto de hacerlo Juan David.
Para ellos todo puede ser peor sobre todo para Luz Marina, Pedro, Zamir y Aurora, una manicurista que hacía seis turnos al día y que desde la cuarentena ha entrado en depresión porque no sabe de dónde va a sacar el dinero para pagar la EPS si se enferma.
A ellos, la crisis les quitó cualquier oportunidad de mejorar su vida y lo único que puede sucederles es que pierdan lo que no tienen. Y una sociedad que los condena de esa manera no puede hablar de empatía ni de compasión.
Tucídides escribió que la peste golpea no solo al cuerpo, sino también la legitimidad de las instituciones porque la gente denuncia lo que antes no denunciaba. Ojalá la pandemia nos deje por lo menos las ganas de mantener viva esa llama, cuando podamos volver a los restaurantes, comprar una artesanía en la calle o disfrutar una pieza de teatro.
Imagen: Semana