¿Sigue gobernando George Bush?
No ha bastado el incremento notable del poder de nuestras fuerzas armadas, ni la masiva inversión en seguridad, en detrimento de tantos otros factores de estabilidad social como podrían ser la creación de empleo, la educación, la salud o la dignificación de millones de personas.
El gobierno de Álvaro Uribe, que argumenta su afán de perpetuarse en el poder en el éxito de su política de seguridad, el acorralamiento de las guerrillas y el supuesto debilitamiento del narcotráfico, ahora ha decidido que para combatir a los terroristas y a los narcotraficantes es necesario ofrecer a las tropas de los Estados Unidos el acceso a siete bases militares en nuestro territorio.
Ni siquiera Bush había llevado tan lejos su política militarista, y no deja de ser sorprendente que sea precisamente el gobierno de Barack Obama el que ofrece o acepta esta presencia militar como la solución a nuestros problemas. El gobierno de Uribe, que, contra las recomendaciones de sus buenos amigos, sigue preparando su reelección, se ha apresurado a presentar este acuerdo como una necesidad imperiosa de la seguridad nacional en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. Y el amplio sector de la prensa y de la opinión que lo apoya irrestrictamente se ha apresurado a disimular el descontento que varios países de la región sienten, tanto por el acuerdo como por el misterio que lo ha rodeado.
George Bush llevó las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del sur a la mayor tensión y alejamiento de toda su historia. Una política crispada y militarista como la que caracterizó al gobierno de Bush y de la destemplada secretaria Condoleezza Rice, alejó de la órbita de Washington no sólo a Venezuela y a Ecuador, a Bolivia y Nicaragua, aliados entre sí por sus convicciones políticas, sino a la mayor parte de los países sudamericanos, ansiosos de autonomía y de agenda propia.
La llegada de Barack Obama parecía marcar el comienzo de un acercamiento nuevo entre nuestros países. Muchos llegamos a creer que el nuevo presidente de los Estados Unidos, quien con tanta claridad pretendió distanciarse de las políticas unilaterales de su antecesor e iniciar una época de distensión y de diálogo, propondría una mirada más compleja sobre la suerte de nuestro continente, alejada por igual de los sectarismos y de los intervencionismos. Ahora la sorpresa amenaza con hundirnos en el peor de los desengaños.
Alguien debería respondernos por qué una guerra cuya causa principal es el consumo masivo de drogas en Estados Unidos y Europa tiene que librarse siempre y exclusivamente en nuestro territorio y sólo exige sacrificios de nuestros pueblos, en vidas y en recursos incontables pero también en la humillación de ver profanada, y además en vano, nuestra soberanía. Es verdad que es una costumbre de los Estados Unidos que sus guerras se libren bien lejos de sus fronteras y sacrifiquen mucho más a sus aliados que a ellos mismos.
Parecía, digo, que con Obama eso iba a cambiar, que una lógica distinta, más generosa, pero sobre todo más lúcida, iba a abrirse camino. Lo que vemos es que, apenas siete meses después de posesionado, la primera decisión importante que toma hacia la América Latina no es un nuevo plan de cooperación social, ni una política de estímulo a la educación, ni un esfuerzo por sacar de la miseria creciente a millones de seres, sino un pacto militar idéntico a los incontables que se emprendieron en otros tiempos sin ningún fruto civilizado para nuestros países.
Obama tenía en sus manos la oportunidad de comenzar una nueva era en sus relaciones con América Latina. Pero su primera decisión ha sido agravar las tensiones y los recelos de todo un continente. ¿Cree de verdad que el uso de estas bases va a debilitar más a las guerrillas y va a vulnerar seriamente el narcotráfico? Al contrario, creo que es un estímulo a la retórica del resentimiento que ha alimentado a las guerrillas criminales, y que es una confirmación de la desconfianza que ha crecido en regímenes como el de Hugo Chávez y como el de Evo Morales. Es un gesto que podía esperarse más de George Bush que de Barack Obama, y más bien parece confirmarnos que debajo de esos rostros sigue oculto el mismo poder arrogante cuya torpeza ha sido fuente de muchos sufrimientos para nuestro continente.
Yo lo rechazo desde el fondo de mi corazón, como colombiano y como persona profundamente interesada en que la sensatez y la concordia imperen entre nosotros. No creo ni creeré nunca que los males de América Latina se resuelvan con las burdas intervenciones militares de un país que debería estar avergonzado de haber patrocinado en este lado del mundo las dictaduras, el derrocamiento de gobiernos legítimos, la tortura y la represión. La existencia de bases militares abiertas a las tropas extranjeras en territorio latinoamericano no ha significado nunca una mejoría de los problemas de nuestros países. Y esta torpeza hace sentir nostalgia de tiempos en que otros gobiernos norteamericanos creyeron un poco siquiera en la fuerza del diálogo y de la cooperación. Hasta la vieja Alianza para el Progreso del presidente Kennedy resulta mucho más respetable que estos torpes acuerdos, que en nada nos ayudan a nosotros y que en cambio agravan las tensiones entre nuestros países.
A pesar de lo que digan sus propagandistas, es evidente que este pacto entre el gobierno de Colombia y el de los Estados Unidos, que prácticamente autoriza el paso de tropas extranjeras por territorio colombiano, no va a producir en el continente un júbilo inmortal.
William Ospina