Sacar campesinos
La tierra está demoda ; ya hasta en La W se habla de ella, de su injusta distribución, del presupuesto del Ministerio de Agricultura, de la deuda que tiene el país con los “labriegos”. En fin, en cocteles y desayunos ejecutivos, en clubes y sacristías, el asunto ha salido del clóset. Un paso adelante.
Después de tanta oscuridad, cualquier bombillo es un amanecer. Pero aun así quieren apagarlo a como dé lugar: de un zapatazo, de un varillazo, y algunos, de un balazo. O de varios, de muchos. Como siempre. El frenazo a la Ley de Tierras de López Pumarejo significó la Violencia de los años 50; el Pacto de Chicoral de 1974, que enterró la Reforma Agraria de los 60, abonó la tierra donde echó raíces la guerra de las drogas de la que no salimos. Ahora, la nueva Ley de Tierras propuesta por Juan Camilo Restrepo ha iniciado su viacrucis. Tendrá muchas estaciones, y cuatro grandes retenes: el de los gremios, el del Congreso, el de los fusiles y el del mercado. Por ahora comienza a interponerse el colador de los gremios. Es el primero, el que da la línea entre venias y agua de colonia. Y es temible por eso mismo. Sacarán a relucir cifras, estadísticas, curvas para reducir la iniciativa a sus “justas proporciones”. O sea, para acomodarla a sus propios –y mezquinos– intereses. A la Ley 200 del 36, la función social de la propiedad, le atravesaron la Ley 100 del 44, que amplió el plazo para que las tierras no explotadas de los latifundios volvieran a Estado y ese plazo se amplió y amplió hasta disolverse . A la reforma Agraria de Lleras –llamémosla así– le colgaron todo tipo de precondiciones: construcción de distritos de riego, carreteras, hospitales, colegios; organización de cooperativas de mercadeo, creación de programas de crédito supervisado, etc., de tal suerte que la plata destinada a darle tierra al campesino se enredó hasta anular la distribución. No es que esos requisitos no fueran válidos, pero no podían sustituir –como lo hicieron– la entrega de tierras.
La propuesta del Gobierno de devolver a los campesinos dos millones de hectáreas –500.000 cada año– y 100.000 hectáreas ahora mismo, ha levantado tantas ampollas en los presuntos perjudicados como respaldo en la opinión pública y esperanza en los desterrados. Cien mil hectáreas fue lo que la reforma del 61 entregó en 15 años, descontando la titulación de baldíos. La Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) ha comenzado a disparar argumentos. El primero, contra las Zonas de Reserva Campesina, una figura útil para impedir que las tierras repartidas regresen a manos de los usurpadores –o de otros con las mismas mañas– pocos años después. El argumento es que los límites legales de las Unidades Agrícolas Familiares (UAF), o sea la extensión de los predios considerados de economía campesina, deben ser abolidos. Sería algo así como liquidar en las ciudades el criterio de estrato, que de alguna manera ha favorecido a los pobres. La UAF para la SAC se debe liquidar, lo que significa que las Zonas de Reserva Campesina también. Por esta razón, don Rafael Mejía, presidente de la SAC, propone que los campesinos, a quienes se les devolverían las tierras robadas, deberían antes probar ser emprendedores empresarios. Está lejos de entender que antes de ser un negocio, la economía campesina es una cultura, tal como lo es la indígena o la de las comunidades negras ancestrales. Para este gran empresario todo lo que no es ganancia es una pendejada. De esta premisa da un salto para afirmar que los desplazados no quieren regresar a sus tierras –inclusive da cifras, sabrá Dios sacadas de qué almohadón–. Olvida, por supuesto, la función cumplida por la motosierra. Yo no dudo que muchos desplazados teman volver a sus fincas porque de ahí los sacaron a sangre y fuego. Esa sangre está fresca y ese fuego no está apagado. En el fondo es una crítica a un Estado que no les da garantías de retorno. La solución –propongo– sería quitarles un poco de escoltas a los escoltados de siempre y trasladárselas a los campesinos.
Es más, agregaría don Rafael: los que quieren regresar no lo hacen por vocación campesina, sino por negocio: piensan vender la tierra que se les dará. Son, pues –concluiría– especuladores de la propiedad rústica. Tan pronto el Estado les titule, dan la vuelta y venden los predios .No faltará el calanchín que agregue: Y se gastarán la plata en aguardiente. ¿Para qué tanta vuelta legal, tanto recurso presupuestal, tanto abogado, tanta demagogia, para resultar vendiéndonos la tierra a nosotros, los grandes empresarios del campo, pensarán los Presidentes de los gremios, mientras miran a una familia pidiendo limosna en un semáforo? Y no les falta razón si el Estado hace lo de siempre, dejar que el mercado gobierne la tierra.
* Alfredo Molano Bravo