Reconocer violaciones, una oportunidad para cambiar (III)
El acuerdo para la terminación del conflicto ofrece un conjunto importante de oportunidades para que el Estado asuma de manera plena sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. Una de esas oportunidades consiste en que el Estado ejerza de manera robusta el poder público con el fin de proteger y garantizar los derechos humanos en todo el territorio , especialmente en las comunidades “más afectadas por el conflicto armado y el abandono”. La poca inversión y la falta de acciones creativas hasta ahora registradas arrojan dudas sobre el aprovechamiento de esta coyuntura para producir los cambios deseados. He enfatizado, en otros momentos, en la necesidad de no perder esa oportunidad.
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El Acuerdo de Paz ofrece una oportunidad para que el Estado confronte el legado de las violaciones manifiestas a los derechos humanos que tiñen el poder público en Colombia. Los mecanismos previstos en el Sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición (Sivjrnr)brindan una plataforma para llevar a cabo un proceso de rendición de cuentas serio y significativo, orientado a romper con el pasado de atrocidad y combatir la impunidad que ampara las violaciones de derechos humanos.
Este proceso demanda un compromiso ético y político con los derechos humanos, puesto que implica confrontar no sólo hechos aislados y malhechores individuales, sino dinámicas colectivas que comprometen la responsabilidad estatal.
Una historia teñida por violaciones
La historia colombiana está teñida por la perpetración de violaciones a los derechos humanos. Durante décadas se han documentado millares de eventos que son atribuibles al Estado. Estas infracciones al derecho internacional están conformadas por el hecho atroz y por otra serie de acciones y omisiones que hacen que ese hecho tenga relevancia como un ilícito internacional. Las acciones y omisiones que resultan relevantes pueden incluir el uso de recursos estatales para dirigir o ejecutar las violaciones, la obstaculización o la desviación de la investigación, el uso de la justicia penal militar para evadir la justicia, la manipulación o destrucción de pruebas o la concesión de inmunidades a los responsables.
La violencia ejercida bajo el manto de la ley demanda mayor censura que cualquier otra, puesto que esta violencia se ampara en el poder público e involucra recursos estatales para su planeación, perpetración y posterior ocultamiento. En casos de perpetración reiterada, este tipo de violencia implica políticas o prácticas, sean legales o ilegales, que se encuentran enquistadas en distintas organizaciones del Estado. Las violaciones atribuibles al Estado dañan no sólo a las víctimas, sino que representan una afrenta a la sociedad, a la que supuestamente protege, y a la comunidad internacional.
Durante décadas, los distintos órganos del sistema universal e interamericano de protección de derechos humanos han informado sobre estas violaciones manifiestas, incluyendo ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual, desplazamiento forzado y detenciones arbitrarias. Miles de casos han sido documentados por la ONU Derechos Humanos.
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La dinámica de estas violaciones ha cambiado, como también ha cambiado la negación de estas. En una fase inicial, la negación era absoluta y se sumaba a un ejercicio agresivo contra los denunciantes. Por ejemplo, en las últimas dos décadas del siglo pasado, las autoridades negaban abiertamente la existencia de actividades y grupos paramilitares y manifestaban que las violaciones que se denunciaban eran una invención de organizaciones al servicio de la subversión. Con el paso del tiempo y la acumulación de información irrefutable, las actividades paramilitares no podían ser negadas; entonces, se refutaba la responsabilidad de las autoridades y se continuó, en muchos casos, negando a las víctimas, acusándoles de ser de grupos armados. La implicación estatal en las actividades paramilitares sigue siendo objeto negación , variando en contenido e intensidad, según el caso. Después del proceso de Justicia y Paz, quedan muchos elementos por esclarecer, especialmente los que apuntan a la responsabilidad estatal.
De manera paralela a la negación, se han adelantado en Colombia extraordinarias iniciativas de documentación de las violaciones. Se destacan los esfuerzos de organizaciones de derechos humanos, periodistas y funcionarios judiciales. Sin sus aportes y entereza, las atrocidades negadas y encubiertas hubieran transitado al olvido. La información compilada permite establecer la existencia de patrones (según modalidad y frecuencia, por distribución temporal y espacial), que evidencian dimensiones colectivas de la violencia que compromete al Estado.
El acumulado es un tesoro que permite ejercicios de contrastación y análisis que serán de mucha utilidad al Sivjrnr.
Un ejemplo atroz
Un patrón que ilustra la dinámica de negación de las atrocidades y, a su vez, demuestra los retos del reconocimiento de responsabilidades por parte del Estado en el marco del Sivjrnr son los denominados “falsos positivos”.
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Abordado como un escándalo puntual y ya superado, estos hechos han sido descartados como incidentes aislados que fueron perpetrados por manzanas podridas en una organización deslumbrante. La respuesta oficial se concentra en la responsabilidad individual de los ejecutores de bajo rango en cientos de casos, evitando cualquier examen de las dinámicas colectivas. A su vez, políticos y militares activos y en retiro atacan la aplicación del derecho disciplinario y penal como un ejercicio arbitrario y propio de una “guerra jurídica”. Para un importante y poderoso sector, estas atrocidades son una fabricación infame; la negación es activa y agresiva.
Examinada en conjunto la información disponible, los eventos no pueden ser tratados como hechos aislados. Pero sin duda ilustran un patrón de conducta, que configura una práctica extendida en el Ejército, evidenciada por la ejecución de miles de personas cuyos cuerpos fueron expuestos como trofeos de guerra y usados para engrosar los resultados operacionales. Esas muertes, provocadas de diversas maneras y respondiendo a variedad de móviles, fueron objeto de intrincados y repetidos actos fraudulentos orientados a revestir las violaciones de aparente legalidad. Además del asesinato o la ejecución, cada violación involucra una sucesión de acciones de planeación y encubrimiento por parte de variados agentes estatales, no solo de los ejecutores materiales de la muerte y de la desaparición forzada de muchas de las víctimas, que fueron enterradas como NN o cadáveres sin identificar.
Desde que comenzó en 1997 a desplegar su mandato en Colombia, la ONU Derechos Humanos observó con preocupación las ejecuciones cometidas por el Ejército (y otros miembros de la Fuerza Pública, incluyendo la Policía Nacional) y la impunidad que las cubre. En el Informe anual de 1998, reportó sobre la modalidad de ejecución extrajudicial como práctica generalizada: “En algunos casos las autoridades militares y policiales intentaron justificar la muerte de personas con el argumento de que se trataba de guerrilleros abatidos mientras hacían frente a las fuerzas del Estado o de criminales comunes que se resistieron de manera violenta a la captura. En otros casos, los homicidas fueron encubiertos con falsos informes sobre los hechos en los cuales habían perecido los ejecutados”. El registro de hace dos décadas evidencia la naturaleza arraigada de la práctica y su implantación en el comportamiento organizacional. La práctica se continuó documentando en los sucesivos informes.
A partir de 2003, la ONU registró un incremento en las denuncias de este tipo de ejecución, destacó la implicación de políticas gubernamentales de seguridad pública, y alertó sobre el deficiente control que desplegaban las autoridades judiciales en relación con estas violaciones manifiestas. En el informe relativo a 2004, recalcó un incremento aún mayor en las denuncias de las ejecuciones.
En 2005 reportó un nuevo aumento de la práctica ilegal atribuible al Ejército y alertó sobre algunas concentraciones regionales, según el patrón de denuncias. En ese informe, constató que: “la mayoría de estas ejecuciones ha sido presentada por las autoridades como muertes de guerrilleros en combate, con alteraciones de la escena del crimen. Muchas fueron investigadas indebidamente por la justicia penal militar”. Además advirtió que “la práctica de estas conductas, su negación por ciertas autoridades y la ausencia de sanciones a sus autores plantean la eventual responsabilidad de los superiores jerárquicos”. En ese informe, se dejó claro que las autoridades estaban alertadas de la necesidad de responder consecuentemente con una práctica que comprometía la responsabilidad organizacional y que implicaba un quebrantamiento de las obligaciones internacionales del Estado. La práctica siguió esparciéndose, contando con la connivencia organizacional.
Con el desarrollo de los acontecimientos, la negación absoluta se hizo inviable. Las denuncias aumentaron; revelaciones documentales y testimoniales confirmaban las violaciones. Además, el surgimiento de casos axiomáticos, como la desaparición y posterior ejecución de los jóvenes provenientes de Soacha de 2008, confluyeron en la aceptación oficial de algunas transgresiones, siempre como casos individuales, y en la destitución de una veintena de funcionarios.
La ONU dio a conocer, por canales privados y públicos, la gravedad de lo observado e insistió sobre la necesidad de realizar un diagnóstico profundo, tanto para frenar la práctica como para garantizar el esclarecimiento del fenómeno y la rendición de cuentas. En los informes posteriores indicó que la respuesta oficial sigue siendo deficiente, que la administración de justicia ha sido obstaculizada, y que las medidas adoptadas han sido insuficientes para cumplir con las obligaciones internacionales del Estado en derechos humanos.
Una nueva oportunidad para confrontar la atrocidad
Cuando su perpetración es extendida y continuada en el tiempo, las violaciones manifiestas no pueden ser abordas como hechos simples o aislados. Es necesario abordar las causas, no solo de los incidentes particulares de violencia extrema, sino de los patrones de conducta que configuran las violaciones, dan sustento a su negación, y buscan evadir la responsabilidad.
Si las raíces del problema no son atacadas, es probable que surjan nuevas violaciones. De no ser confrontados, estos hechos seguirán manchando la vida institucional y acarreando el incumplimiento de las obligaciones internacionales del Estado. Si la negación sigue siendo la respuesta oficial a la atrocidad, ningún sentido tendrán los mecanismos que se han instituido para promover la justicia como resultado del proceso de paz.
Fuente: https://colombia2020.elespectador.com/jep/la-oportunidad-del-estado-para-asumir-responsabilidades-en-el-conflicto
Autor: Todd Howland