Razones para no renunciar a la paz

Desechar la opción de paz que existe es hacerla depender de que seamos capaces de derrotar a la guerrilla y al narcotráfico, lo que puede ser menos probable que negociar con las Farc.


Tuve la oportunidad de escuchar a Daniel Grossman durante el pasado Hay Festival. Es un patriota y un defensor del judaísmo que tiene claro que la guerra no le brinda a Israel, su país, un futuro, y que la paz, que implica devolver los territorios invadidos después de 1967, sí le puede ofrecer esa oportunidad.

Leí posteriormente uno de sus libros (Escribir en la oscuridad, Debolsillo, Barcelona, 2011) y me llamó nuevamente la atención lo mucho que es posible aprender de la experiencia de Israel como él la describe. A pesar de ser conflictos de distinta naturaleza los que hemos padecido en los dos países, hay muchos aspectos comunes que ayudan a entender nuestra realidad.

Grossman sostiene que “el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto”. Se comienza con un lenguaje creado por los gobiernos (y en el caso colombiano por la guerrilla), y gradualmente los dos lados, asistidos por los medios de comunicación, le presentan al público “una historia más fácil de digerir”. Al final quedan solamente “los clichés con los que describimos al enemigo y a nosotros mismos, es decir un repertorio de prejuicios, de miedos mitológicos… de burdas generalizaciones…” y de mentiras que hacen cada vez más estrecho y privado de libertad de acción el espacio en el que nos movemos.

No hace falta mucha reflexión para reconocer en esta descripción lo que nos está sucediendo. Quienes se oponen agresivamente a las negociaciones de paz las están pintando como una entrega a un enemigo que estaba a punto de capitular, después de 15 años de no haber logrado que lo hiciera, y le están cerrando puertas de salida al Gobierno para que al final termine como el ratón de la fábula de Kafka, que trae a cuento el mismo Grossman, al que se le va estrechando el campo de movimiento y no le quedan sino dos opciones: caer en la trampa que lo espera en una esquina o que se lo trague el gato que lo persigue, cuando en realidad tiene muchas más alternativas.

Nadie obliga al Gobierno a cerrar un trato con la guerrilla que no le convenga al país ni a renunciar a la paz cuando todavía hay una probabilidad suficientemente alta de que se puede llegar a acuerdos. Sin embargo, el lenguaje que prevalece trata de colocarlo innecesariamente en una situación en la que se casa con la paz a cualquier precio o escala la agresión y aumenta la presión militar contra la guerrilla.

Una guerra se gana, se pierde o termina con un acuerdo, porque si desemboca en una situación de hostilidades permanentes, y si la paz no figura entre las alternativas realistas al desgastador conflicto, la sociedad se empantana. Queda desprovista de futuro. Grossman dice que lo esencial es tener futuro.

En el caso de Israel, se trata de seguir existiendo; en el nuestro -el de Colombia-, de que los ciudadanos puedan vivir libremente, progresar y envejecer con tranquilidad, y ver crecer a sus hijas y a sus hijos sin peligro de que se los arrebate algún bando para sacrificarlos con cualquier pretexto.

Desechar la opción de paz que existe es renunciar como mínimo a esta aspiración, o hacerla depender de que seamos capaces de derrotar a la guerrilla y al narcotráfico, lo que puede ser menos probable que negociar con las Farc. Grossman se pregunta: “¿cómo sería vivir sin el enemigo?”. Creo que la mayoría de nosotros no lo sabe. Siempre hemos tenido que convivir con él. Pero si les preguntaran a los colombianos por el futuro, muy pocos responderían que es renunciar a la esperanza de que algún día eso va a cesar.

Por eso es que la oportunidad de un acuerdo a corto plazo ha suscitado furias a muy alto nivel, inducidas por las ambiciones y las vanidades de los halcones y las palomas de mayor rango.

Rudolf Hommes

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