¿Quién sigue ahora?
¿Quién sigue ahora? Primero los estudiantes universitarios de Medellín; ahora, los taxistas de Cali. Como si no bastaran los más de 400.000 efectivos de las Fuerzas Militares ni el fabuloso incremento del gasto en ese rubro, ahora el Sr. Uribe quiere que todos hagamos de informantes. No de ciudadanos responsables. Quiere que hagamos de informantes.
Pero, ¿qué pasaría si alguien denuncia un ‘falso positivo’? ¿Qué pasaría si el estudiante o el taxista denuncian un “arreglo” entre miembros de la Fuerza Pública y los “bandidos”? ¿Quién los escucharía si denuncian lo que ha venido ocurriendo durante años y ha vuelto difíciles y recelosas las relaciones de los ciudadanos con quienes velan por su seguridad?
En la lógica simplista del Presidente, aquel que no informa, oculta; se denuncia a los bandidos o se está con los bandidos. Puro reduccionismo. Para el Presidente, la complejidad no existe. Todo es simple y expeditivo: como hierro candente chamuscando la piel del ganado.
Los colombianos que pagan impuestos para que el Estado y sus Fuerzas Militares y de seguridad les garanticen la tranquilidad deben darles una ayudita a las fuerzas del Estado, volviéndose soplones. Es decir, objetivo de los criminales. Es decir, sospechosos en un clima de sospechas e incertidumbre. Si son estudiantes, ahí tienen los 100.000 pesitos; si son taxistas, ahí tienen los avanteles y las frecuencias de radio. Pero como entre los taxistas ya hay infiltrados del crimen, mejor no imaginar lo que va a pasar en adelante.
¿Quiénes vienen ahora? ¿Los vigilantes de edificios? ¿Los vendedores callejeros? ¿Las prostitutas estacionarias? Los argumentos que han servido para justificar la conversión de los estudiantes en sapos son los mismos que sirven para convertir en informantes a los taxistas. De estos últimos se habían servido los narcos en el macabro esplendor del narcoterrorismo. No había capo que no tuviera su flota, toda orejas y oídos.
Un lector de esta columna quiso convencerme la semana pasada de que estaba completamente en desacuerdo conmigo. Me dijo con severidad inoportuna que la columna escrita el jueves pasado para denunciar la propuesta presidencial de crear brigadas remuneradas de estudiantes favorecía a “los bandidos”.
Aunque creí en la buena fe de mi interlocutor, lamenté no haber podido convencerlo de lo contrario: que yo y millones de colombianos no hemos hecho nada distinto a protegernos de “los bandidos”. ¿Y cómo nos hemos protegido? Impidiendo que sus sistemas de valores, de fanatismo y muerte, con sus métodos criminales, hagan parte de nuestras vidas y de las vidas de nuestros hijos. Hemos combatido a los bandidos tratando de construir un país distinto, sin dejarnos corromper, pero nada les ha impedido a los bandidos copar grandes parcelas del Estado.
Cuando al Presidente se le ocurre meter en el conflicto y de manera activa a miembros de una comunidad que durante décadas lo ha vivido en su interior, a los amigos del susodicho sólo se les ocurre decir que preservar la integridad de la vida y la moralidad civil de nuestra conducta equivale a defender a “los bandidos”.
La “ética mercenaria” va y viene en el discurso presidencial. Los esfuerzos hechos en el sector educativo para darles sentido a unas reformas de estirpe liberal, acordes con el pluralismo y la tolerancia, no sirven de nada cuando desde la cúpula del Gobierno todo se vuelve recompensa monetaria. Los educadores hablan de valores, el Presidente habla de precios.
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