Prosperidad y miseria
¿De qué métodos se van a valer los ricos y los poderosos para expulsar de su vecindario a estos pobres de pobreza absoluta?
¿Sobrecogedor? ¿Penoso? ¿Deprimente? No, indignante. Bastaba ver el alto corredor de edificios supermodernos que se alinean al norte de un prestigioso hotel de Cartagena, levantado en lo que hace tres o cuatro décadas fuera el comienzo del poblado de La Boquilla. En una extensión no mayor de un kilómetro, empezando la Vía al Mar, que conduce a Barranquilla, la prosperidad tiene un incómodo vecindario: la miseria.
El martes pasado, después de una madrugada de lluvias incesantes y vientos huracanados, el paisaje del sector ofrecía un desolador espectáculo de gentes sin nada a lado y lado de la vía. Sus casuchas de madera podrida, plásticos y láminas metálicas oxidadas, construidas en rellenos hechos a la ciénaga de la Virgen, amanecieron inundadas.
Los habitantes de aquellos laberintos acuáticos están en la más baja de las líneas de pobreza. En la noche del martes parecían mucho más pobres y olvidados mientras las mujeres encendían los fogones improvisados y salía un olor a plátano asado muy cerca de suntuosos edificios por los que se pagan seis o más millones por metro cuadrado construido.
Entre uno y otro edificio quedan aún solares con casas improvisadas, levantadas sobre los escombros. Los rellenos de las orillas de la ciénaga están cubiertos por el follaje de los manglares. Allí están escondidas enramadas y casuchas ocupadas por colombianos indigentes. Por lo que se ve, estos parches de miseria son todavía un obstáculo para los proyectos inmobiliarios que avanzan hacia el norte de Cartagena, borrando todo vestigio de lo que fuera el barrio de pescadores enclavado entre el mar y la ciénaga.
Mientras los empresarios del turismo y la construcción consiguen eliminar estos residuos tuguriales y expulsar hacia quién sabe dónde a una población de desechos humanos, habrá que tomar esta foto de contrastes. El martes y el miércoles pasado, la pobreza más extrema de La Boquilla salió al Anillo Vial y se exhibió al lado de edificios emblemáticos del boom inmobiliario que se vive en la ciudad hace 5 o 6 años. Salían de los manglares de la ciénaga, donde el agua volvía a reclamar lo que le quitaron.
Hombres, mujeres, niños y ancianos se instalaron en la cuneta de la carretera con los harapos que llevaban puestos, las jóvenes embarazadas con dos y tres niños llorosos en brazos. Al anochecer, prendieron los fogones de piedra. A pocos metros de ellos, se alzaban los soberbios símbolos de la nueva prosperidad cartagenera: edificios de diez o doce pisos, de exquisitas líneas exteriores.
El problema de estas imágenes no está en las muestras evidentes de la prosperidad. Está bien que la riqueza genere riqueza. El verdadero problema es otro: ¿de qué métodos se van a valer los ricos y los poderosos para expulsar de su vecindario a estos pobres de pobreza absoluta? ¿Se eliminará primero el obstáculo “ambiental” de estos ricos negocios que la tragedia humanitaria de esta gente?
No sé si el caso de Cartagena es igual al de otras ciudades de Colombia. Sé que, tradicionalmente, allí donde había posibilidades de hacer grandes negocios con el suelo (centro histórico, Chambacú, La Boquilla) se impuso la lógica de los desplazamientos “legales” de población. Dentro de poco, los miserables del martes y miércoles pasados dejarán el terreno despejado.
En la menos siniestra de las soluciones, el Estado ayudará a los empresarios en su proyecto de expansión inmobiliaria y turística: les dará covachas “de interés social” a unas cuantas familias. El camino estará entonces despejado para continuar la obra de la prosperidad privada. En la peor, se los obligará a salir de sus viviendas de emergencia y se los indemnizará con unos billetes.
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