Pobreza y clientelismo
No hay duda: Colombia ha cambiado mucho en el último medio siglo. Al comenzar el Frente Nacional, por allá en 1958, era un país rural, alfabeto a medias, pobretón, con unas clases altas modestas e inseguras y una clase media de empleados y profesionales que sufría para pagar el colegio de sus hijos, la cuenta de los médicos y el arriendo. La violencia había destruido la tranquilidad del campo, pero parecía superable.
Hoy es un país urbano, con servicios básicos de salud y escuelas para que todos los los niños vayan al colegio, con clases medias mucho más grandes y gastadoras, y con mucha gente con plata, que está tratando de probar que ya dejamos de ser pobres y que la vida está en gastar, en pagar hoteles de lujo, restaurantes más caros que los de Europa, colegios y guarderías que valen más que cualquier universidad.
Las clases medias crecieron con familias en las que, en vez de trabajar una persona, trabajan al menos dos, y logran al fin entrar al paraíso del consumo, aprovechando la caída del precio de los bienes industriales (carros, equipos electrónicos, teléfonos, ropa barata que parece cara). Hacer una clasificación de cómo se han enriquecido los más prósperos derrota la capacidad de sociólogos y economistas: las oportunidades que trajo el dinero de la droga, los negocios de construcción, las finanzas, la valorización de la tierra urbana y nuevas formas de servicios suntuarios están allí, junto con unas cuantas historias de éxito industrial o comercial.
En el Estado se impuso la idea de que la única manera de tener buenos funcionarios es pagándoles muy bien, y por eso tenemos congresistas y magistrados que ganan 20 veces lo que gana un maestro. Quizás no es tan importante tener buenos maestros, y podemos creer que el sistema está dando resultados, que recibimos lo que estamos pagando y tenemos un Congreso respetado y una justicia en la que podemos confiar.
En los últimos años, esto se ha extendido a los funcionarios altos de los organismos de control, de las empresas del Estado, de los principales municipios del país. Buena parte del trabajo de los colombianos se convierte, cuando pagan impuestos, en financiación para políticos y funcionarios que están escapando de las grises clases medias para entrar en las páginas a color de las páginas sociales.
Aunque la proporción de población que sigue pobre ha bajado algo, y aunque las necesidades básicas de la mitad más pobre se satisfacen mejor -consiguen para malcomer, sus hijos van a las escuelas a no aprender, los atienden médicos exhaustos-, la pobreza es un escándalo: para la mayoría de los colombianos, la vida es un suplicio de Sísifo, una lucha diaria ganada a medias para no recaer en la miseria, para que hijos e hijas no terminen, como decían los novelistas, en el fango del delito o la degradación.
El enriquecimiento del país ha beneficiado sobre todo a ese mundo cuya ostentación, aunque no sus declaraciones de renta, muestra la magnitud de su triunfo. Los ganadores insisten en que vivimos en un país rico y lleno de oportunidades. Los desplazados, los pobres, las víctimas de una cosa u otra pueden entretenerse con formas nuevas de caridad: unas casas regaladas, subsidios diversos, comidas gratis.
Esta generosidad tiene sus ventajas: aunque la pagan todos los ciudadanos, es el alcalde, el ministro o el funcionario el que se luce, como si hubiera sacado de su bolsillo lo que está repartiendo. Y los que la reciben, hasta los que ponen la plata con sus impuestos, son agradecidos y le pagan al funcionario sus gigantescos esfuerzos con los votos que necesita para que todo siga funcionando más o menos igual. Y la tentación de repartir beneficios individuales va a crecer: antes el clientelismo era cosa de caciques locales; ahora, por la lógica de la reelección, es la tarea más urgente del Estado.