Nuevos informantes

En los primeros años de la “Seguridad Democrática”, el Presidente de la República dispuso que la Fuerza Pública debía servirse de informantes civiles. Y se destinaron partidas de monto desconocido para pagarles por ventanilla. Cada cierto tiempo, veíamos a los enmascarados cobrando lo que les correspondía.

No se había aprobado todavía la ley de Justicia y Paz. Es decir, el paramilitarismo tenía aún vivo su proyecto de “refundar la patria” y un amplio sector de la clase política, elegida al Congreso con los mismos votos que eligieron al Sr. Uribe Vélez, firmaba en Ralito el compromiso que conduciría al “nuevo amanecer” que tantas veces vimos anunciado en la prosa chisporreante del ministro Londoño Hoyos.

No se conoce aún el número de falsos testimonios ni los señalamientos que hizo ante fiscales y organismos de seguridad esa nueva fuerza escondida. Se sabe que muchos señalados fueron liberados por falta de pruebas y que otros, marcados por la sapería que cobraba enmascarada las recompensas, fueron asesinados a la vuelta de algunos días.

Ahora, en la fase superior de la Seguridad Democrática, que parece ser el primer escalón del Estado de Opinión, al Presidente de la República se le ha ocurrido convertir a los estudiantes de Medellín y acaso a los estudiantes del resto del país en informantes, con la condición de que sigan estudiando. Y no ha apelado al sentido de la responsabilidad ciudadana sino a otra de las cartas de una baraja moral de tahúr : la recompensa de 100.000 pesos mensuales a aquellos que cumplan con el deber de informar a la Fuerza Pública sobre movimientos sospechosos de los criminales.

Una vez dado este paso, sólo falta que el Presidente introduzca por decreto una nueva reforma educativa, proponiendo una materia que hable de las relaciones íntimas y altamente patrióticas entre la recompensa económica y la ética ciudadana. La contrarreforma moral que se ha estado ensayando desde hace siete años se serviría eclécticamente de las técnicas de vigilancia de nazismo y comunismo.

La reforma contemplaría, eventualmente, la necesidad de ofrecer cursos de polígono a los jóvenes matriculados en estas células de sapería. Y, por último, un adiestramiento en técnicas de espionaje electrónico para que los estudiantes hagan estricto seguimiento a “la vida de los otros”, no sea que detrás de un compañero se esconda un peligroso criminal.

Los informantes que sirvieron para que los paramilitares asesinaran a sospechosos de pertenecer a las guerrillas se inscriben en la primera época de la Seguridad Democrática. Esos anónimos “patriotas” nunca tuvieron rostro. Llegaron incluso a clonar el texto de sus denuncias y no faltaron fiscales que se prestaran a injusticias que desembocaron a veces en crímenes.

Los informantes que van a servir en las universidades para seguirles la pista al narcotráfico y a las bandas criminales de este u otro signo serán el sello con broche de oro de una estrategia desesperada. Al no haber podido impedir que el excedente de mano de obra criminal desmovilizado “hiciera alianzas con las bandas urbanas de siempre, sumadas a las emergentes”, hay que meter más gente en el conflicto y abrir un nuevo rubro en la paraseguridad que pague estos servicios.

Al Presidente no le importa introducir un nuevo elemento de desconfianza en la comunidad universitaria. La guerra que a menudo han llevado al campus los actores del conflicto tendrá ahora un nuevo frente. Para que le crean, ha dicho que “el homicidio lo erradicamos de la ciudad en la medida que todos ayudemos”. Para que le surta efecto la propuesta, ha dicho que se pagará por el servicio.
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Óscar Collazos