No nos digamos mentiras

De tanto en tanto suceden en las FF.AA. remezones rutinarios.


Se cambian las fotografías de los mandos en las guardias de los cuarteles, se aumenta el presupuesto militar y se fijan plazos definitivos para terminar el conflicto armado: 18 meses, 36 meses, el final del Gobierno, en poco tiempo, ya casi, el fin del fin. El cambio de la cúpula la semana pasada estuvo acompañado de novedosas declaraciones: se le dará a la guerrilla el “puntillazo final”. La estrategia consiste en debilitar a los grupos al margen de la ley para que se avengan a negociar barato.

En esas llevamos —que recuerde— desde el Gobierno de Gaviria en adelante, y nada. La verdad, el conflicto se amplía, se profundiza, se corrompe. El gasto militar de parte y parte aumenta, el oficial pasa del 5% del PIB; el pie de fuerza crece: 500.000 hombres de la fuerza pública y, digamos, unos 10.000 de las guerrillas. Y nada. O muy poco. Se nos había dicho que la seguridad democrática había doblegado y arrinconado a la guerrilla. Nada.

Los ocho años de la más formidable ofensiva militar de toda la sangrienta historia de la guerra produjeron triunfos más pírricos y simbólicos que efectivos. Por lo que se ve, tanto las Farc como el Eln no sólo encajaron los golpes, sino que volvieron a la guerra de guerrillas clásica, simple y llanamente. ¿No es esto lo que se llama empate estratégico? En público no se dirá, pero en los pasillos se acepta a media voz. Y se agrega: es hora de negociar. Santos es el más interesado: la Historia pasa por el arreglo definitivo. Puede que no lo logre, pero va a jugar la carta con la astucia que se le reconoce. Por aquí, la guerra no tiene futuro.

Hay miles de uniformados detenidos en cárceles y cuarteles, y otros tantos miles empapelados, como dicen ellos. Miles de guerrilleros encanados. El avance en la defensa de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, de una parte, y la degradación del conflicto, de otra, explican las crecientes cifras. Y, por supuesto, la protesta de los militares con el argumento de que las leyes no los dejan hacer la guerra. Lo dramático es que tampoco permiten hacer la paz. O, para decirlo de otra manera —recordando lo que se argumentó en su momento con la Ley de Justicia y Paz—, los Mancuso no se entregan para vivir el resto de su vida en La Picota.

Paradójicamente, las leyes existentes son una cuña que mucho aprieta y que mantiene el rigor y la brutalidad de la guerra. En el fondo, el arreglo comenzará cuando los guerreantes estén de acuerdo en una amnistía sin condiciones, lo que supone un problema mayúsculo: otro acuerdo político, una nueva constituyente que permita introducir, en primer lugar, la justicia transicional y, en segundo lugar, metérseles a los otros temas siempre aplazados: la cuestión agraria, la exclusión política, la política económica, la soberanía nacional.

Las sanciones a los crímenes cometidos en la guerra podrían ser relativizadas a condición de la vigencia plena del derecho a la verdad y a la reparación, que son irrenunciables.