No al odio
Muchos no nos sentiremos cómodos votando por Santos, principalmente por haber sido uribista, pero a pesar de eso tendremos que hacerlo, porque como se lo escuché a un alto funcionario, una cosa es perder el poder y otra el país.
Eso sería lo que sucedería de ganar Óscar Iván Zuluaga, porque como muy bien lo ha declarado el presidente César Gaviria, el regreso del padrino Uribe y su tenebrosa comitiva no llegaría a gobernar sino a vengarse de sus contradictores. Ya no les importa ni siquiera ganarle la guerra a la insurgencia, sino alimentar sus rabias y cumplirles a sus innumerables rencillas.
Lo que está por ocurrir aquí es algo parecido a lo que sucedió en República Dominicana en las épocas del dictador Rafael Leonidas Trujillo, quien hacía elegir a sus hermanos o áulicos como presidentes, pero él ejercía el poder nefasto. Nadie puede llamarse a engaño sobre el papel que tendría Uribe en la presidencia de un hombre tan gris como Zuluaga, quien desde ya ha demostrado que es incapaz de tener brújula propia, porque depende de lo que le imponga su irascible amo. Basta recordar que se prestó como ministro de Hacienda para sacar al superintendente financiero de su cargo, porque resultaba poco grato a ciertos caballeros de industria entonces muy cercanos al régimen.
Fácil resulta imaginar que así como ahora Uribe promueve la más pavorosa campaña de desprestigio contra Santos, su gobierno, y todo aquel que disienta de él y de sus belicosos hijos o de su energúmeno entorno, en el gobierno de su pajecito Zuluaga estaría en el mejor de los mundos: mandando sin responder por nada, como José Obdulio durante ocho años.
La justicia sería la gran sacrificada del regreso a la Casa de Nari del séquito de la seguridad democrática. Ni la revocatoria de las altas cortes, ni ninguna reforma útil sería posible, porque Uribe sabe corromper. Por eso ya se oye que el inefable presidente de la Judicatura, Francisco Javier Ricaurte, anda moviéndose en conciliábulos para ambientar el fracaso de cualquier modificación que les toque sus privilegios indebidos o que intente desbaratar la gigantesca red burocrática en la que él y sus amigos convirtieron la Rama Judicial. Y Uribe le jalaría a todo con tal de apoderarse de los despachos judiciales, como parcialmente lo consiguió en su gobierno, porque también sabe que por ese camino no sólo se pondría a salvo sino que dispararía a sus opositores con los cañones de la aparente legalidad.
El mesías se presentó a la Fiscalía no a contar la verdad; por eso llegó desafiante y escoltado por hombres armados hasta los dientes. En ese ambiente de hostilidad no es extraño que el único en quien confían los uribistas para amañar sus denuncias sin pruebas sea el procurador Ordóñez, el director en la penumbra del laureano-uribismo. El episodio del capataz Uribe burlándose del deber legal de rendir declaración es una falta imborrable, que también se extiende a las maniobras de Luis Alfonso Hoyos, Óscar Iván y David Zuluaga, ninguno de los cuales ha tenido tiempo de comparecer a los estrados donde tienen la obligación de explicar sus andanzas entre hackers. Qué lejos está de parecerse esta actitud tramposa de eludir con leguleyadas la justicia con la que recientemente tuvo que asumir la infanta Cristina en España.
Ahora que por fin parece estar cerca la paz, hay que entender la dimensión de lo que está en juego. No es la hora de la vacilación o la de ensayar con otras opciones que, por respetables que sean, están condenadas al fracaso. No se trata solamente de elegir a quienes mandarán en el próximo cuatrienio, sino de impedir la disolución de la Nación. Hay que votar por Santos ahora y en la segunda vuelta, por la misma razón que antes no lo hicimos: para detener la maldad, el rencor y la impunidad del universo de Uribe y sus muchachos.
Adenda. El tiempo y el Consejo de Estado van confirmando el tamaño del prevaricato de Ordóñez al destituir a Petro por ser mal alcalde.
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