Ni proteccionismo, ni desproteccionismo
Dos de los ministros del equipo económico del Gobierno han expresado su rechazo a las prácticas proteccionistas, pedidas por el sector industrial para evitar que lo arrollen los tratados de libre comercio (TLC) suscritos por Colombia. Indican los ministros que el proteccionismo sería un retroceso a un sistema económico superado en todo el mundo.
No sé en qué mundo viven los ministros; pero si es en el actual, y abren los ojos, podrán ver cómo lo que ellos consideran un avance, es decir, la globalización neoliberal y los TLC, es en realidad un retroceso de la misma magnitud que lo sería el proteccionismo.
Incluso ya en el siglo XIX lo advirtió uno de los grandes pensadores de todos los tiempos, Karl Marx. Al analizar uno a uno los perjuicios que un sistema de libre cambio como el que se implantó en el siglo XIX, y se reimplantó a partir de los años ochenta del XX, hasta nuestros días, Marx tampoco defiende el proteccionismo. Lo considera el menor de los males, y en ningún caso lo da como solución de los problemas económicos y sociales.
Las diferencias entre el libre cambio y el proteccionismo son las que hay entre el comercio y la industria. El libre cambio (hoy conocido como neoliberalismo) protege los intereses de los comerciantes importadores. El proteccionismo favorece los de los industriales exportadores. El verdadero motivo de las nueve guerras civiles colombianas del siglo XIX (y de conflictos en todo el mundo) fue el enfrentamiento entre esas dos vertientes económicas. La globalización, con su avanzada tecnología, es solo un nombre diferente para el mismo trance que vive la humanidad desde la revolución industrial del siglo XVIII.
Como puede leerse en mi libro sobre las grandes conspiraciones en la historia de Colombia, y en el de Enrique Gaviria Liévano sobre la revolución de los artesanos en 1854, la implantación del libre cambio absoluto por el primer gobierno del general Mosquera (1846) hasta el primer gobierno de Núñez (1880) quebró la industria artesanal y arruinó al país. La sustitución del librecambismo por un férreo proteccionismo arancelario, efectuada por el régimen de La Regeneración (1880-1898), rescató al país de la postración industrial, modernizó la economía y nos puso en el camino de la modernidad, no sin que los librecambistas hubieran promovido en ese lapso cuatro sangrientas guerras civiles, con el pretexto hipócrita de defender la libertad de expresión, que nadie estaba amenazando.
Hoy la disyuntiva es la misma que en el siglo XIX. Nuestra industria es débil y no está en condiciones de competir (ni en calidad, ni en precios) con la poderosa industria coreana, canadiense, estadounidense, china, etc. ¿Debe el Gobierno cruzarse de brazos y dejar que el TLC arrase con lo poco o lo mucho que queda de la industria nacional?
La respuesta es no. Si queremos en el siglo XXI un país económica y socialmente desarrollado, necesitamos una industria fuerte (conformada por grandes, medianas y pequeñas empresas, incluidas las mini) que provea empleo pleno, digno y bien remunerado, tanto en el sector urbano como en el rural. Para ello hay que blindar la industria; pero no blindarla con el tradicional proteccionismo arancelario, ni con subsidios parecidos a limosnas, sino creando las condiciones para dar a las industrias ya establecidas capacidad de competir con las de afuera, sin necesidad de amparos aduaneros. Y también para facilitar las cosas a los que quieran crear una industria, de modo que no se tropiecen con el muro de obstáculos de todo orden que hacen poco menos que imposible el establecimiento de nuevas industrias en Colombia, y que tienen seriamente amenazadas a las que ya existen. El papeleo interminable, los costos exagerados de insumos como la energía, los miles de requisitos inútiles que hacen perder cantidades tiempo inverosímiles y los altísimos impuestos, directos e indirectos, etc. Mal podemos creer que un país, en términos humanos, podrá progresar cuando sus dirigentes, atendiendo los mandatos de la globalización, ordenan reducir los costos de producción, y en lo único que se piensa es en rebajar la mano de obra, crear más desempleo, degradar los salarios y gravar a muerte las rentas de trabajo, hasta hacer del poder adquisitivo de los ciudadanos algo invisible, como las famosas manos que manejan los mercados. Sin un gran poder adquisitivo real de los consumidores, la industria y el comercio se verán constantemente menguados. Las economías de burbuja, que se sostienen sobre la especulación, se desplomarán a semejanza de las torres gemelas, impactadas por los vicios que ellas mismas han creado.
No más observemos los tristes ejemplos de España, Grecia, Irlanda y de Europa en general, y aprendamos la lección. Europa, hasta hace diez años, era el paraíso de la prosperidad y del bienestar general. Llegó el neoliberalismo y hoy la tiene convertida en una ruina. Para explicarlo, uno de los dirigentes del partido populista español (PP, en el gobierno) dijo hace poco que “el arte de gobernar es el de repartir dolor”. Pues si de eso se trata, vaya que lo están haciendo bien.
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