Náufragos en un mar de corrupción
Los colombianos nos sentimos ahora más seguros que hace unos años, y probablemente lo estamos; pero también tenemos la sensación de que naufragamos en un mar de corrupción, y así sucede. A raíz del escándalo de los subsidios agrarios, la última entrega de Cambio se encarga de poner cifras a esta convicción agobiante: el país pierde cada año 4 billones de pesos (4 millones de millones) que se van por el sifón de los negociados, cohechos y desfalcos. Según el informe, 48.000 funcionarios están procesados por irregularidades administrativas, entre ellos 30 gobernadores, 800 alcaldes y decenas de parlamentarios. Pocos procesos acaban con el castigo de los culpables, entre otras cosas porque el que sobornó para robar también está dispuesto a sobornar para salir libre.
Ninguna rama del poder público se libra de este cáncer. Hay altos funcionarios corruptos, parlamentarios y concejales corruptos, jueces corruptos, militares y policías corruptos. Y, pues no hay corruptos sin corruptores, en el sector privado pululan quienes pagan para lograr lo que la ley les niega, ofrecen ‘mordidas’ para garantizar adjudicaciones o diseñan trampas para tumbar al Estado. Hay corrupción en los servicios públicos, la salud, la aprobación de leyes, la lucha contra la droga, la inseguridad ciudadana, el tránsito, los impuestos… A los que intentan mantenerse firmes contra la corrupción les tienden zancadillas; a los que pagan lo que corresponde los asedian para que paguen menos por debajo de la mesa.
En este lamentable paisaje, la oficina anticorrupción que el Gobierno inauguró con entusiasmo y esperanzas es una flor bajo el galope desbocado de los caballos venales.
No es un mal exclusivamente colombiano, por supuesto. Tampoco un fenómeno nuevo entre nosotros. Hace dos siglos fueron acusados Antonio Nariño de malversación de fondos (absuelto) y Francisco Antonio Zea de firmar un empréstito leonino en el exterior. En 1892, el presidente Carlos Holguín regaló sin permiso alguno a la regenta española el Tesoro Quimbaya, que había salido del país con destino a una exposición y nunca regresó. Han sido acusados o procesados, justa o injustamente, no menos de ocho presidentes de la república, de Santander a Álvaro Uribe, incluyendo almitas celestiales como don Marco Fidel Suárez. La corrupción moderna data de políticos que, como Santiago Pérez Triana (1858-1916), amasaron fortunas haciendo de puente entre el Estado y negociantes particulares. Varios libros (entre ellos El uñilargo, de Alberto Donadío) demuestran cómo en tiempos de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) se disparó la indelicadeza en los altos círculos. Según el experto Gustavo Pérez Ángel, el principal factor entre varios que frenaron y finalmente liquidaron la red ferroviaria de Colombia fue la corrupción: las adjudicaciones chimbas, el abuso de los contratistas, el desangre de los dineros públicos.
Sobra decir que el narcotráfico dio un nuevo y formidable impulso a la podredumbre. No solo contaminó directamente, sino que contaminó a contaminadores, como la guerrilla y los paramilitares y alzó como bandera nacional la filosofía de que los fines justifican los medios.
Ahora, como resultado de todo lo anterior, nos hundimos en la descomposición. Los roscogramas perduran. Prosperan los corruptos legendarios, los serrucheros deshonoris causa y las familias de sinvergüenzas que han asaltado consuetudinariamente al Estado. Abundan, claro está, los indignados colombianos de bien y los funcionarios honrados que intentan detener la ola de miasmas. Pero en este instante, mientras usted toma su café, miles de funcionarios y negociantes de variada calaña estudian cómo enriquecerse al margen de la ley y cientos de abogados trabajan para que puedan hacerlo impunemente. Esa es la verdad. La corrupción nos está devorando.
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Daniel Samper Pizano