Muerte digna
EL Papa estuvo en Santiago de Compostela y Barcelona en visita política y pastoral.
En Santiago, los fieles no fueron tantos como esperaban, y en Barcelona, encendió una vieja polémica: las banderas del Vaticano y las consignas “no te espero” inundaron la ciudad. Su Santidad, que más que un pastor es un catedrático de teología dura, la emprendió contra quienes no lo querían en Cataluña diciendo que el laicismo radical hoy en España es similar al que antecedió a la guerra civil. Rodríguez Zapatero apenas si se despidió del sucesor de San Pedro, recordándole que España es un Estado laico. No habría sucedido lo mismo en el país del Sagrado Corazón, donde la cruz y la espada no se han logrado separar de hecho, aunque el derecho así lo garantice. El procurador Ordóñez, que es un verdadero cruzado y más parece presidir el Tribunal del Santo Oficio que el Ministerio Público, ha vuelto a sacar sus estandartes y sólo le falta reeditar el argumento de monseñor Arbeláez contra la Constitución radical de 1863: cuando el dogma y la moral de la Iglesia están en peligro, empuñar las armas es un deber de todo católico.
Para Ordóñez, el matrimonio entre personas del mismo sexo no podría ser autorizado por la ley. Es antinatural, una manifestación de bestialismo. Lamentable que la Corte Constitucional se haya inhibido el martes pasado de considerar a fondo el tema. El Procurador ha desatado una nueva discusión sobre el aborto anunciando que buscará por todos los medios a su alcance —que son muchos y muy aguerridos— que la Constitución vuelva a considerar un delito penal y no sólo canónigo la interrupción del embarazo. Es decir, cambiar otro articulito, como dijo El Espectador. El tiro no va sólo contra el aborto ni contra el libre desarrollo de la personalidad, sino contra la eutanasia. O mejor, contra la sentencia de la Corte C-239 del 97, sustentada por el entonces magistrado Carlos Gaviria Díaz: la muerte digna es un derecho. No es posición sólo del procurador Ordóñez, sino del Partido Conservador, que echa de menos un Estado confesional que apuntale su poder político.
Quiero compartir la carta de una madre colombiana que tomó la valiente y dolorosísima decisión de poner fin a los sufrimientos de su propio hijo en estado terminal:
“El 27 de mayo de 2009 los médicos que trataban a mi hijo del síndrome de Down me explican que el tratamiento con los medicamentos que habían servido para sostener su vida con medio riñón y con una enfermedad autoinmune ya no estaban sirviendo y que por el contrario, estaban generando ‘efectos secundarios’ muy dolorosos. Plantean, sin embargo, la posibilidad de usar la diálisis para cuidar el riñón y preparar a la persona para un trasplante. Pero en el caso de mi hijo la cosa era muy complicada porque desde su nacimiento, aunque lo ignorábamos, sólo tenía un riñón, efecto de su enfermedad, una nefropatía por IGA, nivel 3.
En estas condiciones, él vivía con medio órgano. Ante la alternativa de la diálisis, me pregunté durante un mes en silencio absoluto (sin compartirlo con nadie) qué significaba para mí la calidad de vida para él. Conectarlo a un aparato le impediría asistir a estudiar, sin contar con que el procedimiento lo debilitaría cada vez más y por tanto no podía guardar yo ninguna esperanza de trasplante. Lo que lo hacía feliz era asistir a un taller de artesanías, tener amigos, hablar por teléfono, tener novia, ir a fiestas, ir a cine, en fin, llevar una vida normal, y autónoma dentro de sus limitaciones y ajena siempre a la lástima. Nos dispusimos con su padre y sus hermanos a vivir plenamente el tiempo que la vida le tenía reservado. Hasta ahí, nunca pensamos en una solución de bien morir, aunque lo sabíamos condenado.
Pero el hecho inminente de ‘colgarlo’ a un aparato que no iba a redundar en una mejoría para él, nacía de la tremenda dificultad de aceptar nuestro dolor aplazando el desenlace a costa de su sufrimiento. A mediados del presente año el funcionamiento de su riñón hizo crisis. En la sala de urgencias de la clínica los médicos plantearon dos opciones: una, diálisis con la perspectiva de que si mi hijo sobrevivía, debería ser conectado cinco veces por semana a la máquina; dos, dejarlo ir, aceptando un final con el menor dolor y sufrimiento que la ciencia médica pudiera prodigarle. Nuestro sufrimiento se aliviaba asumiendo que éste se le disminuía a él. Sobraría decir que la decisión estuvo presidida por un comité médico de bioética, que dejó en nuestras manos la decisión final, y que tomamos apabullados por el dolor”.
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Alfredo Molano Bravo