Masacre de las bananeras
ES YA UNA PERVERSA TRADICIÓN EN Colombia catalogar de parte del poder, a los que se atreven a soliviantarse por sus derechos, como aliados del terrorismo, o infiltrados por la subversión, tal como hace poco sucedió, por ejemplo, con los corteros de caña del Valle del Cauca, o con la minga indígena. O como pasó hace ochenta años, en Ciénaga, Magdalena, con los trabajadores de la multinacional United Fruit Company. Los huelguistas fueron declarados “cuadrilla de malhechores”.
Esa misma tradición indica que, desde hace décadas, en Colombia se persigue con saña a los trabajadores. Y que si están muy exigentes, entonces algún banquero pide al Gobierno que se declare la conmoción interior. Y listo. O, como sucedió en 1963, a los obreros de Cementos El Cairo, en Santa Bárbara, Antioquia, se les dispara y asesina. Y parte sin novedad. Aquí no ha pasado nada. Así como no pasa nada si se matan sindicalistas. O como viene acaeciendo en el país: se desaparecen muchachos pobres y luego el Ejército los presenta como dados de baja en combate. Sin embargo, los gobernantes pasan de agache.
Claro que lo de los disparos contra los obreros viene de más atrás. Precisamente, de los tiempos de la United Fruit, cuya historia ha sido de arrasamientos y está escrita con sangre. Las trasnacionales han atropellado al país, con la complacencia servil del Estado colombiano. Su sucesora, la Chiquita Brands, patrocinó entre 1997 y 2004 a grupos paramilitares en Urabá, a los que les pagó 1.7 millones de dólares, con la aquiescencia de sus altas jerarquías en Estados Unidos.
Y no sólo financió a esos grupos de asesinos en la zona bananera antioqueña, sino que transportó para tales bandas criminales, en 2001, tres mil fusiles AK 47 y cinco millones de proyectiles. Y que se sepa, no hay en Colombia ningún proceso contra la compañía gringa. La impunidad también cobijó, hace ochenta años, a la United Fruit en la masacre de las bananeras, en Ciénaga, ocurrida el 6 de diciembre de 1928. Y, ayer como hoy, los gobiernos antipatrióticos siguen caracterizándose por su actitud de cipayos.
Mientras el presidente de entonces, Miguel Abadía Méndez, se dedicaba a cazar patos, el ejército colombiano prestaba sus armas para defender a una empresa extranjera que explotaba a sus trabajadores. La inconformidad de éstos se fundaba en la insalubridad de las viviendas, la iniquidad de las condiciones laborales, el mal tratamiento médico en los dispensarios, el pago mediante vales que sólo servían “para comprar jamón de Virginia” en los comisariatos de la United.
Para el Gobierno colombiano, la compañía extranjera no cometía atropellos. Eran los trabajadores, “los huelguistas amotinados” los que los perpetraban, según el decreto firmado por el general Carlos Cortés Vargas, de ingrata recordación. Así que aquel seis de diciembre los nidos de ametralladoras del Ejército abrieron fuego contra los obreros, a los que el Gobierno ya calificaba de “comunistas y anarquistas”. Murieron unos tres mil. Aunque el jefe militar declaró que habían sido nueve. Más tarde, el Departamento de Estado dijo que eran cerca de mil. Los trenes llevaban los muertos al mar.
Los líderes sindicales Raúl Eduardo Mahecha y Alberto Castrillón denunciaron la matanza, al tiempo que Jorge Eliécer Gaitán, en la Cámara de Representantes, blandía su verbo contra el brutal atropello, en el cual también murieron muchos niños: “¡El Ejército colombiano tiene la rodilla hincada ante el oro yanqui y la altivez para dispararles a los hijos de Colombia!”, dijo Gaitán.
Colombia, país de masacres. La de las bananeras, borrada de la historia oficial, sigue siendo un baldón. Como tantas otras. Es tiempo de honrar a los trabajadores caídos y de recordar la epopeya de los obreros de las plantaciones de Ciénaga.
Fuente: https://www.elespectador.com/opinion/masacre-de-las-bananeras-columna-95241