Los perpetradores
Por: Piedad Bonnett
Entre los episodios más vergonzosos de la historia reciente de Colombia se cuenta el de los “falsos positivos”, que ocupan otra vez los titulares debido a que en el cementerio de Dadeiba la JEP, con apoyo de otras entidades, ha comenzado la exhumación de los que, según un militar que testimonia, son los restos de 75 víctimas de ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del Ejército. Las crónicas periodísticas son espeluznantes. En la de El Espectador, el militar cuenta cómo tres jóvenes fueron asesinados con una M-60, cuyos proyectiles los impactaron “en la cara, el pecho y la cabeza”; (“los destrozaron”, comenta uno de los investigadores, por el poder del arma). También narra la dolorosa agonía de un muchacho de 15 años. “Aquí se traían los muertos, se les ponía una muda de ropa negra y la pólvora en las manos”. Brutal.
¿Qué seres humanos son capaces de hacer esto? ¿Son acaso monstruos o sicópatas? ¿O personas corrientes que en una situación extraordinaria se convierten en asesinos? Abram de Swann, profesor emérito de la Universidad de Amsterdam, controvierte en su libro, Dividir para matar, estas explicaciones, por cómodas e insatisfactorias; y da luces para examinar los episodios de exterminio masivo de la historia europea reciente.
Suena terrible, pero no nos digamos mentiras: exterminio masivo es el nombre que da cuenta de aniquilamientos a gran escala. A veces la razón es ideológica, como en el caso de los asesinatos de los miembros de la UP, a los que mataron por “comunistas” (en otras partes ha sido por ser judíos, musulmanes, armenios). Pero en el caso de los “falsos positivos”, por un motivo todavía más miserable: para mostrar supuestas bajas en combate y ganarse unos días de licencia, un ascenso, una bonificación. Los dos son ejemplos de lo que Swann llama “violencia asimétrica”, esa en que los perpetradores, armados y organizados, matan por consigna a individuos inermes, sin entrenamiento ni capacidad de defenderse. Ese tipo de violencia, dice el autor, sólo puede darse en un contexto en el que un régimen (o su equivalente) la justifica “con argumentos morales convenientes”. En el caso de los falsos positivos, yo diría que los argumentos son descaradamente inmorales: las vidas de los habitantes de calle, de los discapacitados o de muchachos sin trabajo no valen nada. Se trata del desprecio por el otro; y de asumir que la directriz de mostrar resultados justifica matar inocentes. Miserables.
Este tipo de asesino, dice De Swann, casi siempre asume su tarea con indiferencia, como “un trabajo sucio que hay que hacer”, actúa con “plena confianza de impunidad” y se acostumbra a la matanza. También es un sujeto difícil de investigar, pues actúa como si nada hubiera pasado. (En la crónica de Semana, el perpetrador-testigo se sienta a examinar su celular mientras los forenses cavan). Las preguntas del padre Francisco de Roux no pueden ser más esenciales y urgentes: “¿Por qué la sociedad se quedó en silencio cuando las masacres pasaron? ¿Qué nos pasaba como sociedad? ¿Qué responsabilidad tienen el Estado y otras instituciones?”. Por fortuna, y a pesar de muchos, la verdad empieza a aflorar en manos de la Comisión de la Verdad y de la JEP. Y los colombianos estamos obligados a respaldarlos.