Los peligros de la reelección
El debate, como ha sido planteado hasta ahora, no alcanza a captar la problemática institucional que enfrenta el país ante la eventualidad de reelegir al Presidente.
Desde 2004, el tema de la reelección presidencial está presente, con breves interrupciones, en los grandes titulares de la prensa nacional. Es mucho lo que se ha dicho, discutido y analizado a favor o en contra de la reelección durante este tiempo.
En términos generales, el debate ha estado afectado por una gran ansiedad política, ocasionada por la evidente falta de correspondencia entre la actitud aparentemente vacilante del Presidente en relación con la eventualidad de un tercer mandato suyo y la evidente premeditación de la estrategia gubernamental destinada a reelegirlo.
Los defensores de la reelección han utilizado los siguientes cinco argumentos: 1) La mayoría de las democracias ejemplares (en Estados Unidos y Europa) permiten la reelección del Ejecutivo; 2) cuatro años no son suficientes y, además, el límite temporal no permite a los electores castigar a los malos presidentes y premiar a los buenos; 3) la reelección no es una reforma con nombre propio –Uribe– porque se lleva a cabo con el cabal respeto de los procedimientos constitucionales; 4) las posibles ventajas electorales que tiene un presidente pueden evitarse con una legislación estricta y adecuada, de tal manera que todos los candidatos estén en un pie de igualdad, y 5) la reelección es democrática porque, finalmente, es el pueblo el que decide.
Quienes se han opuesto a la reelección responden, a su turno, con los siguientes argumentos: 1) en América Latina la reelección casi siempre ha dado malos resultados y, por eso, en la mayoría de los países ha estado prohibida (aunque esa tendencia está cambiando en los últimos años); 2) la continuidad de las políticas de gobierno no depende tanto de las personas, sino de la existencia de partidos fuertes y bien organizados; 3) la reforma sí tiene nombre propio –Uribe–, así se sigan haciendo los procedimientos constitucionales y eso lo demuestra el hecho de que las reglas de juego son modificadas sobre la marcha; 4) por muy estrictos que sean los controles en la competencia electoral, ellos no logran evitar, en nuestro medio, las ventajas electorales que tiene el Presidente, y 5) la democracia no es simplemente la voluntad del pueblo, sino esa voluntad expresada de acuerdo con los procedimientos constitucionales.
En este debate, el corazón del desacuerdo está en una combinación entre los puntos dos, tres y cinco, es decir, en el concepto de democracia. Mientras los defensores de la reforma ponen el acento en las mayorías políticas y creen que hay que acomodar las reglas de juego constitucionales a esas mayorías, los opositores hacen una distinción entre los asuntos coyunturales de la política –mayorías y minorías– y los asuntos estructurales o de largo plazo que están en la Constitución y que son los fundamentales.
No dudo en tomar partido por quienes defienden esta segunda opinión, es decir, por la institucionalidad, contra los embates de las mayorías políticas. Por eso creo que la discusión no debe centrarse en si Uribe se merece o no la reelección, sino en si su reelección, o la de cualquier otro, respeta las reglas de juego, es decir, la Constitución.
Por eso mismo también me parece que el debate, tal como ha sido planteado hasta el momento, no alcanza a captar toda la problemática institucional que enfrenta hoy el país ante la eventualidad de reelegir al Presidente. Los términos de la polémica son demasiado teóricos y no captan las graves implicaciones institucionales —originadas en la concentración del poder en manos del Gobierno central— que acarrea la reelección.
Para mostrar esta acumulación de poder, en Dejusticia nos dimos a la tarea de analizar lo sucedido en seis instituciones: el Consejo Nacional Electoral, la Comisión Nacional de Televisión, la Defensoría del Pueblo, la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, la Corte Constitucional y el Banco de la República. Estas entidades no sólo son una porción considerable del Estado, sino que representan bien a las instituciones que fueron concebidas por los constituyentes como contrapeso del poder mayoritario. En cada una de ellas analizamos dos cosas: en primer lugar, las variaciones en la composición política de los directivos, magistrados o representantes a cargo de esas entidades entre 2002 y 2009 y, en segundo lugar, algunas de las decisiones políticas más importantes tomadas en ese período. Con base en ello, establecimos tres grados de influencia gubernamental: máximo, medio y mínimo.
Quizá lo más significativo de los resultados obtenidos en esta investigación es la tendencia que ellos muestran hacia la concentración del poder en manos del Gobierno. Mientras en 2003 sólo había dos instituciones, la Fiscalía y la Defensoría, en el área de influencia política del Gobierno, y tan sólo una de ellas en el grado máximo (la Defensoría), en el año 2009 hay ocho instituciones en su área de influencia (dos en el grado máximo —Defensoría y Sala Disciplinaria— y el resto en el grado intermedio).
A esta concentración del poder en el Estado central, que denominamos concentración horizontal, se suma otra, esta vez a expensas de las autoridades locales y que llamamos concentración vertical. Para ilustrar esta última hicimos un estudio de los Consejos Comunitarios y del programa Familias en Acción; allí observamos cómo, el Presidente, a través de una intervención directa y puntual en los asuntos locales, ha capturado las administraciones municipales y afectado gravemente los procesos de planeación y descentralización.