Los nostálgicos de las FARC
¿Cuál es la diferencia entre Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en relación con las Farc? Me hice esta pregunta al examinar una y otra vez los últimos pronunciamientos del expresidente y las columnas y declaraciones de sus más fervientes seguidores.
Estaba muy inquieto con la lluvia de críticas que desde hace algunas semanas han desatado los uribistas. Quería entender qué los tenía tan molestos. Quería saber por qué decían que Santos se había olvidado de la lucha frontal contra el terrorismo y estaba en una política de “apaciguamiento”.
No veía diferencias en las acciones: Santos ha seguido golpeando a la guerrilla, en algunos casos con mayor eficacia que el propio Uribe. Tampoco percibía grandes diferencias en los enunciados. Es cierto que el nuevo mandatario ha empezado a hablar de paz, pero ha desechado de entrada el intercambio humanitario y les ha puesto duras condiciones a unas eventuales negociaciones con los insurgentes.
Tuve que echar una mirada al largo plazo para darme cuenta de que la diferencia está en el puesto que los dos líderes políticos les dan a las Farc en la agenda de gobierno. Para Uribe, el combate o el acercamiento a las guerrillas era la preocupación central; para Santos es un tema secundario. Ha puesto en primer lugar el impulso económico y las reformas sociales.
A simple vista esta diferente actitud no debería generar grandes distancias. Se trataría solo de distintas prioridades. Pero la verdad es que esta manera diversa de afrontar el conflicto armado les da un color muy distinto a los dos gobiernos. El país respira otro aire.
Es una paradoja. Uribe logró convertir la destrucción de la guerrilla en un propósito nacional, pero a la vez permitió que las Farc le capturaran la agenda interna y la externa. Toda actividad interna estaba subordinada a la lucha contra la amenaza guerrillera y cada paso en la política internacional estaba orientado a conquistar apoyo para esta causa o disputar con quienes no lo prodigaban. Nunca tuvo tanta visibilidad la guerrilla.
Hace poco Uribe le recordó a Ernesto Samper, en tono airado, en un debate radial, que él les había respirado en la nuca a las Farc. Invocó esta faena para reclamar respeto por su investidura y por su labor. Era su orgullo. Pero también fue, de alguna manera, su condena. Uribe fue, quizás, rehén de la guerrilla durante ocho años.
Santos, en una muestra de lucidez -y ayudado por los golpes que Uribe les asestó a las guerrillas- decidió relegar el conflicto a un segundo lugar en la agenda. Es una verdadera ironía: lo reconoce, pero le resta importancia. Uribe lo niega, pero lo exalta.
Hay más. Santos, que se niega a desgastar su gobierno en proclamas reiteradas de guerra o en llamados frecuentes de paz, se ha lanzado a tomar en sus manos banderas claves de las guerrillas como la reparación de las víctimas, la restitución de las tierras, la reforma laboral y la lucha contra la corrupción. Es una manera indirecta de hablar de reconciliación.
Lo que está sugiriendo Santos es también muy diferente a lo que hizo Andrés Pastrana, quien se la jugó toda a las negociaciones de paz. El actual mandatario prosigue en el esfuerzo militar, crea algunas condiciones para las conversaciones y espera… Espera a que las guerrillas jueguen alguna carta cierta de negociación y muestren un deseo sincero de poner fin al alzamiento armado.
No sabemos si este nuevo camino nos lleve a la reconciliación. Es necesario que las reformas anunciadas se lleven a la práctica, que no se queden en meras palabras. Es preciso que las guerrillas entren en razón y comprendan que en América Latina se agotó el espacio para la lucha armada. Pero lo que sí parece claro es que las guerrillas no volverán a capturar la agenda del país.
El expresidente y sus partidarios tendrán que aprender a sobrellevar la nostalgia que les produce el hecho de que las Farc no sean el centro del debate nacional. Tendrán que aprender que el “apaciguamiento” o la “exaltación abusiva de la guerra” no son las únicas alternativas para encarar el conflicto armado.