Los cacaos
El domingo pasado apareció en El Tiempo, en página entera, un comunicado firmado por los más cacaos de los cacaos —la crema del chocolate— preguntando por qué el coronel retirado Plazas Vega continuaba encanado pese a que, según ellos, el fallo es arbitrario.
Como se sabe, el exoficial fue condenado por el delito de desaparición forzada de gente que salió viva en la retoma del Palacio de Justicia.
Para dejar en firme el juicio de los cacaos, el comandante de las Fuerzas Armadas, general Navas, calificó a Plazas Vega como un héroe nacional. Los firmantes del manifiesto están en su derecho de protestar por el veredicto condenatorio, pero es extraño que un general de tanta jerarquía trate de invalidar, por lo menos moralmente, la decisión de un juez de la República. Más extraño aún si se recuerda que el general Navas había declarado un día después de su posesión que no toleraría ninguna violación a los DD. HH. por parte de sus subordinados.
El pasado miércoles, El Colombiano publicó un editorial suscrito por José Félix Lafaurie, firmante de la carta y presidente de Fedegán, que aclara el verdadero sentido de la pregunta sobre la suerte del coronel Plazas Vega: la reforma del código penal militar para hacerlo más flexible, más laxo, menos severo. La tesis se desprende de la que se oye hace tiempo en los cuarteles: no se puede ganar una guerra sucia con armas limpias. O dicho de otra manera: hay que permitir el atropello a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario para poder recuperar el orden. Una contradicción siniestra que sugiere que el delito sólo puede ser combatido eficazmente por fuera de la ley. En el fondo es la doctrina que el paramilitarismo ha defendido y que muchos de los cacaos consideran justa. Fue el camino que tomó Jorge Noguera: dado que un juez invalidó la detención de Alfredo Correa de Andreis, el exdirector del DAS facilitó su asesinato por parte de los paramilitares.
Los militares argumentan que la justicia civil no sabe de conductas militares y por tanto no puede fallar sobre ellas, que es como decir que porque los jueces no son empresarios no deben fallar en delitos mercantiles; o que por no ser médicos deberían abstenerse de fallar en casos de homicidios culposos por, digamos, dejar un bisturí en la barriga de un cliente operado de apendicitis. A ese paso llegamos a que sólo los ganaderos están habilitados para legislar en materia agrarias. Mejor dicho, ¿para qué leyes habiendo armas?
Uno de los grandes logros de los constituyentes del 91 fue la abolición de la justicia castrense para civiles y la regulación de competencias entre lo civil y lo militar. Tres días después de posesionado, Santos firmó la ley que sancionó la reforma de Código Penal Militar, pero todo indica que no ha sido aceptada por los altos mandos, que consideran que los incursos en delitos como los falsos positivos y las desapariciones forzadas no han tenido suficientes garantías procesales y por tanto la tropa está desmoralizada y así no puede combatir. Los militares continúan así agitando el llamado síndrome de procuraduría bajo otra fórmula: la guerra —dicen— se está perdiendo en los juzgados, por tanto, no debemos ir a los juzgados. Es una manera clásica de continuar la guerra. La impunidad es el mejor combustible de esa hoguera. ¿No es curioso que cada vez que se abre una hendija de esperanza de arreglo civil del conflicto, los militares salgan a pedir garantías para poder hacer la guerra a su manera? La realidad real es que cada cierto tiempo que se pone en evidencia el empantanamiento recurrente de las políticas bélicas, se ataca a la justicia civil como causa de las derrotas.