Los awás, a las puertas del exterminio
En los diez últimos años, sostiene la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, 1.980 indígenas han sido asesinados y más de 70.000 han sido desterrados de sus territorios ancestrales. Los informes de los Relatores para los pueblos aborígenes de NN. UU.
Rodolfo Stavenhagen (2004) y James Anaya (2009) son casi idénticos: no hay cambios en la protección que el Gobierno debe dar a las comunidades étnicas. Las floridas declaraciones oficiales y las cínicas de las Farc se suceden unas a otras, mientras los indígenas son exterminados. En lo que va corrido del año, según la ONU, 69 miembros de los awás han sido asesinados. En febrero las Farc pasaron a cuchillo a nueve miembros del Resguardo Tortugaña-Telembí. Las Farc reconocieron su autoría, pero acusaron al Ejército de utilizar a los indígenas como informantes. El fin de semana pasado, 11 miembros de una familia awá fueron acribillados en el resguardo del Gran Rosario por hombres encapuchados y con uniforme. El gobernador de Nariño declaró que uno de los niños asesinados tenía cuatro tiros en la cabeza y que todas las vainillas habían sido recogidas, para impedir que las armas disparadas fueran identificadas. Las ONG nacionales, Human Rights Watch y Amnistía Internacional temen que los encapuchados pertenezcan al Batallón Contraguerrilla Número 23 y acusan al Ejército como antes a las guerrillas. El Gobierno promete $100 millones de recompensa.
Naciones Unidas asegura que “la Fuerza Pública ha usado a indígenas para tareas de inteligencia, lo que agrava la dramática situación que viven y los pone en riesgo de ser víctimas de venganzas de los grupos guerrilleros”. Las Fuerzas Armadas responden que lo que hacen es “inteligencia técnica”. Y para rematar, el Ejército de la Patria —como lo llama el Presidente— declara que los territorios de los awás han sido sembrados de minas, y como se supone que sólo las guerrillas lo hacen, justifica los bombardeos en esas zonas porque a pata no se puede entrar. Sucede siempre que las bombas no caen por ahí en cualquier descampado, sino sobre las escuelas y las viviendas civiles. Por ejemplo, el 4 de febrero de 2004 la Fuerza Aérea bombardeó veredas del municipio de Ricaurte y el 10 de junio de 2006, el colegio del resguardo awá de Magüí.
Las noticias registradas por los medios y las que fabrican el Gobierno, los paramilitares y la guerrilla podrían hacer pensar que se trata de una guerra por territorio, lo que es una babosada: no hay guerra sin territorio. El Gobierno se lava las manos y añade: pero es que se trata de una guerra entre narcotraficantes. Algo y mucho tiene de cierto que los cultivos de coca y su comercialización son condición de tanta sangre. Pero detrás de la coca van las avionetas de fumigación y, más atrás, los comerciantes de madera, las empresas mineras, las empresas palmeras, las empresas ganaderas, las empresas caucheras, las empresas petroleras, la construcción de autopistas, la construcción de hidroeléctricas. Porque es una constante que tiene fuerza de ley social: primero la coca, después, las masacres, más adelante el aseguramiento militar institucional —el llamado “salto estratégico”, que no es otra cosa que la continuación de la guerra bajo la otra forma—. Y cuando el conflicto armado se ha trasladado a otra regiones —como sucedió con el que llega al Pacífico proveniente de Putumayo, a donde llegó de Caquetá—, aterrizan los inversionistas a esquilmar a la población: cooperativas de trabajo, cooperativas de seguridad privada, empresas de salud y, para rematar, presencia permanente de Escuadrones Móviles Antidisturbios, los brutales Esmad. Todo, sin que los paramilitares se hayan ido. ¡Son tan necesarios para mantener el orden institucional! Ya lo dijo el Alemán con una franqueza suicida: las Auc se acabaron, pero los paracos no.
Nota: El jueves la Embajada de EE.UU. en Bogotá me extendió una visa múltiple después de resolver la investigación administrativa interna a que fue sometida mi hoja de vida. Lo siento por quienes querían verme en picota.
Alfredo Molano Bravo