Lo común constituyente vs. la McDonalización de la paz
En esa confluencia de materias, se precisa alimentar una dialéctica política que supere los marcos de un cerrado y dócil tratamiento del proceso de paz, como lo pretende el gobierno colombiano arruinando un anhelo que podría tornarse en verdadera esperanza y salida colectiva. De cara a ello, este escrito pretende abordar tres temas conexos,
A la memoria de mi hermana Ana Victoria, Camila, y Diego, junto a miles de mujeres y hombres, puños y luces en batallas por la dignidad
(a 21 días después del 21)
En el momento de este análisis, cuatro importantes hechos coinciden:
a) La discusión en ascenso sobre participación política, en particular el debate basado en la idea general de una Asamblea Constituyente, a la que de nuevo se han referido las FARC al cierre de un nuevo ciclo de las conversaciones en La Habana (9 de julio de 2013), iniciativa que ha tenido un no rotundo por parte del gobierno.
b) La respuesta del ELN a Santos (julio 11 de 2013), ratificando una vez más su disposición para conversaciones de paz, y aclarando: “Vemos muy necesario que como parte del clima para seguir caminando hacia los diálogos, el gobierno actúe de manera coherente, porque mientras se nos solicita confidencialidad, el presidente se atribuye el derecho de usar los micrófonos y los medios para poner condiciones”.
c) La revuelta social en la región nororiental del Catatumbo, organizada por el campesinado y otros sectores de la población, reclamando respeto a sus derechos, inversión social y políticas integrales, la cual ha sido tratada de manera represiva y dilatoria por la administración Santos.
d) El avance en enunciados de unidad de luchas tanto de la insurgencia como de expresiones de la izquierda o de movimientos que abogan por la transformación democrática del país.
En esa confluencia de materias, se precisa alimentar una dialéctica política que supere los marcos de un cerrado y dócil tratamiento del proceso de paz, como lo pretende el gobierno colombiano arruinando un anhelo que podría tornarse en verdadera esperanza y salida colectiva. De cara a ello, este escrito pretende abordar tres temas conexos,
1) Algunas características fundamentales impuestas por Santos en el proceso de paz y el entronque o efectos de dicha imposición de conjunto dentro de una política más general de servidumbres y profundización del modelo neoliberal y militarista.
2) El nihilismo imperante como indolencia y desestimación de lo común y del otro-divergente, no sólo en el ámbito político sino socio-cultural y mediático, patente en la negativa autoritaria del gobierno y de la opinión dominante, frente a hechos como los del Catatumbo y ante la propuesta de una Asamblea Constituyente, que podría remover parte de ese statu quo de país descompuesto y adormecido.
3) La perspectiva constituyente como proceso o dinámica social y jurídico-política de carácter inclusivo, y no sólo un mecanismo instituyente de excepción, para hacer frente a los desafíos y las tendencias de un país tremendamente injusto, el cual no saldrá de su pesadilla siguiendo la estrategia reformista de pacificación, sino una que afronte y supere las complejas estructuras de exclusión. Dicha perspectiva constituyente debe entenderse más allá de su defensa por las organizaciones insurgentes; corresponde también a la potencia emergente de los movimientos alternativos.
La emergencia, la búsqueda y no claudicación de estos últimos, su derecho a ser fuerza destituyente, constituyente e instituyente, el sentido renovado de sus reivindicaciones legítimas, explican que en este texto en el título se recuerde un concepto que existe desde hace tiempo en la filosofía política pero cuyo cuño no es conservador ni lineal, sino de una nueva fuerza emancipadora, con diversidad de accesos, conatos y reflexiones: lo común, o mejor lo “en común”, que representaría de formas plurales la entidad de bienes, la comprensión de derechos y la extensión de problemas, desde los cuales se demanda una responsabilidad solidaria y ecocentrada (ver entre otros trabajos, el de Julie Canovas en: http://www.mundubat.org/archivos/201303/15-dchos-y-bien-comun.pdf), o en otras palabras la defensa y el desarrollo del interés y el beneficio público o general, al lado de nociones compenetradas que están en la base de lo que hoy en muchas partes del mundo se reclama vigorosamente como “democracia real”. Esta noción rica y abierta, lo en común, estando vinculada en su raíz a las posibilidades de procesos destituyentes, instituyentes y constituyentes, habría que ligarla de manera inexorable, honda y decidida por su propio fundamento, a la necesidad de esas aspiraciones de democratización y paz social en el caso colombiano.
También acá de nuevo se recoge y se lleva más allá otro concepto usado hace unos meses, la McDonalización de la paz (http://revistacepa.weebly.com/revista-n-16-nuevo.html), basándonos en el nominativo del estudio de George Ritzer: La McDonalización de la sociedad. Lo hicimos al tenor de una reflexión que antes habíamos desarrollado (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=156864), en la que buscábamos llamar la atención sobre el proceso de paz iniciado por el gobierno Santos, indicando que si bien era esperanzador el avance frente al negacionismo del período Uribe, podíamos estar cayendo en la paz basura, rápida, alienante y barata, que se nos despacha y embucha maquinalmente como expresión funcional en estructuras opresivas que en ese ejercicio se confirman como racionalización deshumanizadora.
Por lo tanto debía actuarse con gran cautela, comprendiéndose que en lo fundamental la admisión del diálogo por el Establecimiento no era nueva ni gratuita, pues surge de una historia de cálculo, perversión, egoísmo y realismo, que se desenvuelve en el acto de una planificación y ejecución conscientes, similar a experiencias en otros períodos (en particular a lo ya vivido en 1998-1999). Su ofrecimiento busca readecuar desde arriba, o sea por parte de los grupos de poder que necesitan pacificar desarticulando resistencias a su modelo, para un nuevo ciclo de legitimación política neoliberal, o sea de incremento de sus negocios y ganancias, siendo mayor que antes las exigencias de un encaje internacional y sus roles.
Son los mismos grupos de poder que intermitentemente han ensayado procesos exitosos por décadas, combinando la guerra en todas sus formas y alcances, incluido el paramilitarismo como un medio del terrorismo de Estado y su impunidad, de igual modo que fórmulas de sometimiento político y judicial de ex insurgentes. De ahí que el recurso al diálogo hace parte de esa razón pragmática, inteligente y normalizadora que aboga para los intereses dominantes por un escenario de conversaciones con los vencidos, a fin de que éstos terminen por entender no sólo la supuesta inevitabilidad de su derrota sino el beneficio de la rendición, incorporándose con prebendas en el sistema, el cual necesita instrumentalizar el anhelo de una paz perentoria, para remodelar y reforzar con urgencia su institucionalidad y hegemonía.
1) El entronque de la propuesta de pacificación en la directriz reformista de un ciclo
El hecho mismo de sentarse a dialogar es ya un logro. Para todos. Incluso es una fuente de beneficio para quienes se mantienen en posiciones extremas de la derecha y se pronuncian sistemáticamente contra las conversaciones, vayan bien o vayan mal, pues sólo denigrando algo realmente existente, pueden obtener réditos políticos con el eventual fracaso de ese intento de negociación, a la que también apostaron en su momento. Es lo que hace el uribismo, que ahora ataca de forma primaria lo que también ensayó sin éxito años atrás, tanto con las FARC como con el ELN.
Tras ese bloqueo que personificaba Uribe Vélez, cegado y cebado de un triunfo que se sabía temporal y de columnas falsas, rodeado de algunas investigaciones penales a su entorno más próximo, no tenía más remedio que dar paso obligado a uno de los suyos para la Presidencia, y reconcentrar o reciclar su corroída figura para más adelante. El sucesor designado en esa transición, Juan Manuel Santos, recobró con las elites la iniciativa de un conocido guión: el diálogo con la guerrilla. No lo hizo improvisada sino metódica y estratégicamente, logrando desmontar algunas resistencias dentro y fuera del país, pues aun con el poder que simboliza al ser miembro de una cimentada oligarquía, requería de varias autorizaciones. Washington incluida.
Fue y es una propuesta forzosa que ha tenido realce, no porque hubiera sido la única o imprescindible, sino por ser conveniente tantear la “vuelta” de la “zanahoria” como medio de presión inteligente al lado del “garrote”. Santos buscó superar la incapacidad política de su antecesor y ex jefe, asumiendo la mesa de interlocución como otro campo de batalla, sin renunciar a matar. Decidió por eso dar la orden de cercar y asesinar al comandante Alfonso Cano mientras avanzaba en conversaciones con él, y seguir atacando a otros altos dirigentes rebeldes, como lo había hecho ya con laureles en su etapa de ministro a las órdenes de Uribe. No se olvide que además de la responsabilidad de los miles de “falsos positivos” (asesinatos de civiles presentados como guerrilleros), su Ministerio de Defensa labró otros hechos imborrables, como la invasión armada a territorio ecuatoriano en 2008 para matar al comandante Raúl Reyes, asesinando a otros miembros de la guerrilla y a visitantes extranjeros que se hallaban en el campamento de las FARC. De su determinación y talante ejecutivo, como el de Uribe, no cabe ninguna duda.
Santos emprendió como presidente no un ejercicio de simple maquillaje sino de verdadera cirugía plástica, siendo su regla de oro no firmar ningún armisticio, ninguna tregua bilateral; ni siquiera un pacto de humanización. Mientras golpea militarmente, mientras persiste sin cese alguno al fuego, afirmó la vigencia de una dialéctica política y consiguientemente la posibilidad de “capturar el alma” del adversario. Con certeza puede ser más importante hacerles renunciar a sus principios a los comandantes guerrilleros, que desgastarse frente a ellos y sus sucesores por décadas, aunque dentro del sistema todavía crean muchos que éste será victorioso algún día y que lo será por siempre en el terreno bélico, incluso siendo cierto que ha reducido notablemente a la insurgencia o que ésta ha tenido que retroceder en lo militar. Tiene más alcance convencerla de su probable derrota que probar otra vez vencerla. Por eso el país está en el escenario de La Habana. Y porque Estados Unidos y otros centros de poder avalan la receta. A cambio de lo que ya de tiempo atrás han obtenido: pruebas concretas de fidelidad, pues tanto la economía como la seguridad globales han de continuar operando, también sin tregua.
Efectivamente, así como no hay cese de operaciones armadas por el Estado, y sólo la guerrilla ha hecho suspensiones en el camino, todo sigue en pie en la dinámica de un país inserto plenamente y sin reservas de ninguna clase en la lógica del mercado neoliberal y su exacerbación. Santos tranquiliza permanentemente a sus socios, expresando que la apuesta por el diálogo es inofensiva para el modelo económico y sus leyes; que se trata de probar y jugar con la misma moneda usada décadas atrás, con la cual con ambas caras se gana. Si se doblega a la guerrilla con la promesa de cumplir una agenda ya incluso apocada, ¡bien!; si no hay rendición de la guerrilla, ¡bien!: “nada se habrá perdido”, pues nada sustancial se habría puesto en peligro. Plantea en esta fase apenas lo que le es permitido, lo que el mismo cálculo económico le autoriza: buscar deshacerse de la distorsión que es la insurgencia para planes económicos, convertir a sus militantes en asociados devenidos de una racionalidad reformista y de relegitimación que sigue adelante con o sin ellos, precisamente cuando las condiciones de conflicto y competitividad mundial se hacen más inexorables.
Es este el entronque de la propuesta de pacificación colombiana en la directriz reformista de un ciclo no sólo nacional sino de crisis planetaria, en la que un tipo de capitalismo en decadencia juega a la paz de papel y propone más de lo mismo: depredación, docilidad y exclusión, servidumbres y devastación, aminorando o compensando apenas algunos de los efectos sociales de su catástrofe.
Sin pausa, sin interrupción alguna. Así ha sido no sólo en la estrategia bélica de presión y cerco sobre la insurgencia y sus modalidades irregulares, sino sobre el país y sus destinos. Santos no ha menguado o suspendido lo que es la esencia de su proyecto de reforma en el nuevo ciclo neoliberal y militarista en una geopolítica que ata el pulso interno a la definición externa de un encargo a cumplir en la región. Por eso no sólo Santos no da marcha atrás en la economía a las líneas que se suponen son las que deberían discutirse para pactos de paz, sino que realiza los gestos que le dan correspondencia y sentido de pertenencia. Son innumerables y en cadena; lo suficientemente precisos; resultantes de anteriores pactos y relaciones, así como de nuevas proyecciones; con función interna e internacionalizadora.
Los últimos, registrados entre mayo y junio de 2013, son la reunión en Cali de la llamada Alianza del Pacífico, que, bajo la total sumisión a reglas del mercado neoliberal, aspira gradualmente a oponer fuerzas a modelos de integración de índole bolivariana como el ALBA; la visita del vicepresidente de los Estados Unidos, Joe Biden, y los términos serviles en la acogida y la dirección de ofrecimientos de naturaleza económica, política y militar, como el apoyo estadounidense al ingreso de Colombia en la OCDE y a la APEC; la recepción de Santos al golpista venezolano Capriles; los pactos de asistencia con Israel, que incluyen esta vez un nuevo Tratado de Libre Comercio, como el que se proyecta ya con Corea del Sur, además del reforzamiento simbólico con el Estado sionista; y lo que más ha resonado: la petición de ingreso a la OTAN y la firma el 25 de junio en Bruselas de un “acuerdo de cooperación e intercambio de información”.
Todo esto no significa contradicción alguna para Santos. Es su programa, su ideario, su política. Para eso ganó unas elecciones en el marco de un régimen formalmente democrático. Es normal que desarrolle entonces su plan, para aplicarlo ante un país sumiso. Hacer todos estos guiños y compromisos es dar muestras de acatamiento de una visión del mundo, en la que Colombia está embutida, con su potencial geopolítico y geoeconómico.
La cuestión está en que esas sujeciones internacionales, esas glebas, no hacen más que recalcar el carácter de la dependencia, la adscripción ideológica y política de toda una nación y la orientación que las elites colombianas estampan a los recursos de todos, que sacrifican y entregan a centros de poder mediante estos mecanismos asimétricos, con lo cual se benefician ellas y sus empresas, robusteciendo los lazos de subordinación contra los que habría que luchar decididamente en un proceso de paz, cuya agenda está sustraída de tratarlos, y que está en el fondo de las razones por las que se han levantado en armas las y los insurgentes.
Las servidumbres legalizadas, aceradas y aceleradas en este tiempo por Santos en el conjunto de sus políticas neoliberales y de seguridad regional e imperial, son actos que confirman su visión de la paz como pacificación, es decir acciones de limpieza, autoritarias, absueltas de responsabilidad colectiva, pues ni frente al país ni menos en la mesa de La Habana tiene obligación real de justificarlas; nada le impele a explicarlas en lo más mínimo. Ni un país dócil o resignado se indigna frente a ello, y quienes podrían indignarse dada su concepción revolucionaria, de liberación o demócrata, tienen cómo pedir cuenta alguna por esa cadena de pactos consumados, sobre los que ni siquiera de lejos se contemplan elementos de debate actualizando un temario, quedándose convenientemente el gobierno en la rebajada o cerrada interpretación literal o taxativa del Acuerdo de La Habana que dio impulso a las conversaciones de paz. Así, los actos de gobierno de Santos son equivalentes a verdaderos hechos de agresión e hipoteca contra el país, haciendo todavía más atascadas las estructuras que debería modificar un proceso de paz auténtica.
Dicho en otros términos: si la guerrilla y el conjunto de la oposición estaba en menos veinte frente al estado de cosas a cambiar, Santos ha apresurado el paso de tal manera, acentuando el modelo que él dice no se puede tocar en nada, que hoy estamos en menos treinta ante esa realidad. E iremos a menos cincuenta. O sea, conscientemente en estos meses de conversaciones, a través de su política reformista neoliberal y de esas servidumbres internas y globales que agravan e intensifican la penosa situación nacional, la lógica que Santos despliega es la de sobrecargar y congestionar ese orden de injusticia. Sus decisiones las convierte por lo mismo en módulos irrefutables, indiscutibles e inamovibles, que hacen todavía más denso dicho orden o status quo, para cuya transformación se supone se está dialogando en Cuba con las FARC y se va a conversar con el ELN.
Terminaríamos quizá concluyendo que la paz como discurso ha sido no más que un recurso, con varias intenciones perversas. Destaquemos nueve:
(i) Una finalidad económica de arranque y de llegada, una carnada en la vitrina de negocios donde el país se vende, para exponer las ventajas de un tránsito al postconflicto, atractivo para inversiones rapaces. En suma una paz maniquí para una nación mercancía.
(ii) El emprendimiento pacificador con los rasgos que Santos le plasma, tiene una vocación servil y pretensiosa en el entramado internacional, tarea para la que usa el diálogo con la guerrilla y en la que busca emplear a los insurgentes. No ha habido recato alguno en la ridícula pose de enseñarse Santos junto a EE.UU. dando lecciones de modelo de diálogos y construcción de paz, al punto de sugerirse como facilitador entre Palestina e Israel para una resolución de este conflicto en Oriente Próximo. Pese a lo risible de esta propuesta, los efectos simbólicos de este papelón son estimables y continuarán siéndolo, gracias además a la línea propagandística de poderosos medios de comunicación que tanto con Uribe como con Santos han construido una imagen de su respectivo liderazgo internacional.
(iii) Sea éste el lugar para señalar algo primordial que no está siendo lo suficientemente incorporado en el estudio de la dirección que toman los acontecimientos que rodean la experiencia del presente proceso de paz: la finalidad geopolítica del diálogo como desmovilización y desarme de una parte, para sacarla del tablero en una extensa área como es la fronteriza, sobre todo con Venezuela, para posicionar en el mediano y largo plazo una mayor avanzada militar de diverso tipo de los EE.UU. y aliados en un territorio que Washington considera es su “patio trasero”, tanto para el acceso o pillaje de recursos y disposiciones estratégicas, como para precipitar crisis desestabilizadoras, objetivo en absoluto escondido hoy por el centro imperial en relación con el legítimo gobierno bolivariano que dirige el presidente Maduro. Esto ha sido recientemente advertido por el ELN (http://www.eln-voces.com/index.php/es/nuestra-voz/comando-central/438-fuera-promotores-e-instigadores-de-las-guerras).
(iv) Con la celada de una reconciliación banal, el gobierno acomete la impunidad para los propios agentes pro-sistema, incluyendo militares y parapolíticos, valiéndose para sí de la promesa de aplicar la favorabilidad penal para una parte de la guerrilla. Si para unas franjas de ésta se verá qué pasa con esta cuestión, al tanto del desarrollo del Marco Jurídico para la Paz, para su propia gente Santos ya lleva la delantera y ha consumado cambios legales en materia de blindajes, siendo la reforma y concreción del Fuero Penal Militar una capa o cubrimiento fundamental, entre otras medidas de compensación a sus fuerzas armadas. El clima propicio para ello ha sido el proceso de paz, de tal modo que con su sola invocación se adiestra y se refleja como necesaria la elasticidad penal para congraciarse con los estamentos armados, dispensándolos en gran medida.
(v) En concordancia con lo anterior, la adaptación del armazón jurídico y de la doctrina de seguridad (verdadera cloaca donde se han formado los autores de la guerra sucia) para la operatividad bélica y sus objetivos en el inmediato devenir de agudización de la confrontación como supuesta “estacada final” contrainsurgente.
(vi) Una imponderable y abarcadora finalidad manifiesta, siendo desapercibida su naturaleza lógica pero perversa: el proceso de negociación se instrumentaliza conscientemente en etapas continuas para desactivar y remodelar ya no sólo las resistencias armadas sino sobre todo las disidencias sociales en tiempos de combustión de muchedumbres. Efectivamente, estamos en un momento en el que la izquierda es todavía incapaz de unirse y de superar un grave desfase en la correlación de fuerzas, pero en el que está precisamente evaluándose e intentando poner en marcha su torrente para dejar atrás tanta disgregación y desventaja. De ahí brota la paradoja: con la insurgencia se puede dialogar y pactar mientras se le combate, pero a los movimientos populares no armados se les azota, como ahora mismo pasa en la región del Catatumbo. Es decir, la idea gubernamental de reducir paulatinamente a escombros a la guerrilla mediante un diálogo al que se le ciñe aislándola de vínculos y mandatos populares, diálogos que pueden llevar a cambios de forma pero no de fondo en la vida social, política y económica, será un “buen ejemplo” ahora y más adelante para disuadir a la población que protesta, para que abandone ideas radicales, mucho más cuando se sopesan, condensan y prevén factores de inconformidad creciente que, en caso de subsistir la insurgencia, podrían encaminarse creativa y subversivamente.
Así, el gobierno es el único actuante. A la guerrilla se le conmina mientras tanto a la pasividad de una postura escolar en la mesa de conversaciones. Si la insurgencia admite ser distanciada ahora y desmovilizada en lo grueso más adelante, deja de existir el riesgo para el sistema de una posible articulación política insurreccional en el grado que sea en dinámicas y territorios claves para la economía neoliberal. Uno de los autores que comparten y asesoran este punto de vista y otros componentes de la estrategia de pacificación, el español Vicenç Fisas, lo expresa de esta manera: “Un buen proceso de paz es el que se blinda de la coyuntura y de las manifestaciones sociales reivindicativas. Mi recomendación es que esto no se toque en la mesa… Es el Gobierno, en su legitimidad, el que debe resolver lo del Catatumbo con sus instituciones. No se debe repetir el error del Eln entre el 2005 y el 2007, cuando cada día manifestaba sus puntos de vista sobre lo que ocurría en el país. Basado en otros procesos con éxito o que han fracasado, creo que sería mejor que las Farc hablaran menos” (entrevista del 7 de julio de 2013 en www.eltiempo.com).
(vii) De este razonamiento se surte otra evidencia. El proceso de paz en su presente formato impuesto por el gobierno Santos, de escenario hermético y desprovisto de garantías, actúa y sirve a la vez como apartheid, tamiz y señuelo, exponiendo con graves trances a la vista de la represión a quienes pretendan comulgar con una visión de paz transformadora, reivindicando y proponiendo creativamente, o transgrediendo si es el caso la prohibición absurda que orienta el Estado, según la cual no se puede ser ahora mismo sujeto social y político discrepante y vinculante en este contexto de diálogos, sino después y separadamente. No sólo quienes no dan el brazo a torcer, como Piedad Córdoba, resultan amenazados y se les aparta de participar en ese proceso de paz y sus derivas con plenitud de derechos, reforzando una inhabilitación despótica dictada por un Procurador cafre y convalidada por otras instancias cada vez más retardatarias, sino que quienes desde la movilización social buscan darle contenidos y una trayectoria popular y positivamente agitadora al proceso de conversaciones, quedan exhibidos, señalados e indefensos ante la maquinaria del terrorismo estatal y sus “justificaciones”, como ya pasó entre simpatizantes y militantes de izquierda que enseñaron sus cabezas e idearios en tiempos de otros procesos de paz, cuando surgió la Unión Patriótica y otras fuerzas alternativas víctimas de la guerra sucia cuyos autores registraron dónde estaban esos insobornables liderazgos sociales y políticos para apuntarles. Los ejemplos que confirman esto van siendo diarios: no bastó que las fuerzas estatales mataran en días pasados a cuatro campesinos en el Catatumbo. A uno de los portavoces del movimiento de protesta, César Jerez, se le macartiza como insurgente, del mismo modo que a la ex senadora Piedad Córdoba por su presencia en esta región.
(viii) A la par de esta estigmatización y de la exigencia a la guerrilla de desarmarse y no interferir en conflictos sociales para que deje que siga actuando únicamente el Estado a través de sus políticas, sean cuales sean, el proceso de paz en su actual producción tiende a hacer mayor y definitiva otra asimetría fundamental, que tanto atañe a la memoria histórica como a las responsabilidades penales. Existiendo como un inamovible o línea roja, la imposición de Santos de no tratar desde ninguna arista el tema de la doctrina militar o de seguridad, que es la que ha dado pie a la guerra sucia o al terrorismo de Estado, cuyo presupuesto es el real o eventual enlace social con el proyecto insurgente, en la dimensión que sea dicha proximidad, se refuerza ese señalamiento que criminaliza por su origen a las organizaciones de izquierda cuando se dice que para evitar a futuro más muertos de ésta, la guerrilla debe pedir perdón a sus víctimas. Instruye el señor Fisas: “Si hay un acuerdo de paz y desarme, la población abre las puertas de la reconciliación. No la habrá si no piden perdón, y este debe ser de corazón para que tengan una vida política sin represalias y no se repita lo de la Unión Patriótica” (ídem). Según este retorcido predicamento que comporta una grave amenaza y que legitima la reacción genocida ¿las FARC serían entonces responsables del anterior exterminio y del que pueda venir?
(ix) Todo lo anterior está precisamente atravesado por algo a lo que el gobierno Santos no renuncia mientras dialoga, a sabiendas de la contradicción radical: el tratamiento como terroristas de los rebeldes (sus interlocutores) y el método de asociar el oleaje social de indignación con meras tácticas, infiltraciones o maniobras guerrilleras, como si no hubiera suficiente razón en la población para autónomamente salir a la calle o carreteras a reivindicar sus derechos, burlados una y otra vez en esta larga historia de exclusión.
2) La hegemonía del nihilismo: desprecio del otro y de lo común
Viendo apenas esos nueve ángulos, porque habría muchos más por agregar o desagregar, asoma el razonable pesimismo: el país tiene con esa política más espejismos y menos futuro. Esas servidumbres (como la firma del pacto con la OTAN) o la imposición de una paz express, para beneficio del Establecimiento, se trasladan como miserias generales, como lastres para todos. Son en realidad frenos a una paz transformadora que restan hoy fuerza y posición a Colombia entera y no sólo a la insurgencia de las FARC en una mesa donde un presidente juega a un proceso rápido con cartas marcadas que le asigna a su contradictor, como lo busca hacer con el ELN, buscando que de entrada esta guerrilla acepte absurdas condiciones de inferioridad, como las relativas a la renuncia de su capacidad militar y regulativa: declinar su derecho a capturar o hacer prisioneros o deponer su juridicidad.
El gobierno examina en su lógica cómo hacer que estas organizaciones se quebranten de todos modos: aceptando o no aceptando aprobar el pobre tratamiento escolar que Santos quiere dar a una agenda que nació suficiente pero que se hace cada vez más estrecha o cicatera ante el calado de lo que el presidente suplanta y planta con velocidad pavorosa, haciendo que lo firmado en 2012 valga cada vez menos, que sea cada vez más fútil el Acuerdo de La Habana, al quedar sustraídas de la discusión con la insurgencia y con el conjunto nacional, buena parte de las problemáticas más acuciantes, sobre las cuales se tiene pleno derecho a opinar, y a abordar desde perspectivas de negociación. Santos dice que no. Pues ha sacralizado esas materias o las ha revestido en paralelo como líneas rojas que no se pueden siquiera pensar. Si la doctrina represiva, si las relaciones internacionales, si el modelo de Estado y de economía no se pueden al menos cuestionar ¿entonces para qué todo este montaje si no es un paripé?
En una compleja acción consciente, poco a poco y simultáneamente, Santos, desde su visión de clase, estipula, induce y arruina un proceso para ganarlo. No tiene sentido de país sino de elite. Significa esto en el horizonte ético-político y cultural, que la alteridad u otredad que creíamos iba a mantener Santos, se empobrece ninguneando (del verbo ningunear) no sólo al opositor armado sino a los tejidos sociales donde emergen otros sujetos políticos que encarnan ejercicios y alternativas que Colombia necesita. El tratamiento eminentemente autoritario y represivo a la revuelta del Catatumbo, en junio y en lo que va corrido de este mes de julio de 2013, lo expresa claramente, como atrás se explicó (puntos vi y vii). Aunque se muestre que el proceso de La Habana arroja fragmentados resultados formales (como el acuerdo básico sobre lo agrario firmado en mayo de 2013 y el que vayan a firmar el gobierno y las FARC muy posiblemente sobre participación política), en estas estructuras de monumental desequilibrio y en un ámbito desprovisto de inmediatas garantías efectivas, en realidad Santos corroe y vacía el proceso mismo para vencer en él, tal y como hoy está delineado. Al tiempo, impide que se extienda y se consolide ejemplarmente en los próximos años como construcción de consensos. Lo hace endeble y superficial, así como su objeto: la paz, ya no construcción, sucesión y diversidad de un bien común con cambios efectivos en las condiciones materiales y espirituales del país, sino pacificación a tono con su reformismo conservador.
No es aventurado pensar que lo que se pueda pactar con una guerrilla que las elites buscan persuadir, tendrá efectos claramente perecederos y anodinos, al darse continuidad desde arriba al implacable despropósito neoliberal de la mercantilización sin límites y la exclusión, que probablemente serán de nuevo respondidas con algunos procesos de signo y poder popular, aunque éstos en parte sean frágiles. Para entonces la estrategia de desarme de la guerrilla se habrá asegurado. Es el punto de inflexión. Una reinserción de la insurgencia sin reinserción social del Estado, sin reinserción social de los medios del poder económico y político.
Lo anterior es apenas un plano. Muy importante, sustantivo, pero no el único. Existe otro para cuya comprensión no basta la lectura de unos compromisos desde una configuración política de las partes que los suscriben, los respetan o los incumplen, sino que existe una verdadera configuración psico-social y cultural, de dimensiones y alcances fundamentales, que por supuesto sí tiene que ver con la re-distribución y transferencias sociales del poder político.
Por eso este apartado busca subrayar cuál es el soporte sobre el que Santos apoya su política de impulsar un proceso de paz para luego demolerlo con el instrumental de la pacificación: la hegemonía del nihilismo.
Como buen intérprete de sus intereses de clase en el dilatado conjunto de grupos de poder que rivalizan y cooperan entre sí y que por lo tanto hacen antesala para sus respectivas ganancias y ventajas a base de mantener “la chusma a raya” e inalterable el orden de segregación que les beneficia, Santos no deja de advertir que él tiene límites al igual que el mandato que gestiona como presidente, y que nada de lo que esté por fuera de su programa de conversaciones podrá ser tratado. Mientras, continúa con la demonización: tanto del interlocutor rebelde con quien pactó efectivamente una agenda como de los sectores populares no armados que luchan por tener la suya, no a modo de confinada súplica para después del proceso de paz sino como pliego de reivindicaciones acá y ahora, basadas sus aspiraciones en derechos, para que dicho proceso sea sólido y eficaz. Un proceso que reinserte socialmente al Estado y que ataque el abandono y la desigualdad. O sea un proceso que puede ir generando la cultura de lo común y de la ética del bien público, quebrando un país indolente y pasivo. Es lo que Santos no quiere. Porque sabe que es lo que podría en perspectiva modificar las coordenadas, el rumbo de la negociación, y alterar las finalidades con las que su clase social y representación concibió este proceso, que es la derrota estratégica del adversario de izquierdas, no su empoderamiento en nivel alguno.
El nihilismo al que acá nos referimos, que es el monstruo de deshumanización al que ese movimiento popular debe enfrentar, es el que puede definirse, y tiene sustento histórico, a lo largo de la trayectoria nacional, como segregación social y política, que se ha fortalecido en el reciente continuum Uribe-Santos como indolencia y negación sistemática respecto a los sujetos sociales y políticos que se mira con desprecio, que se tratan como prescindibles o desechables, por el hecho y el derecho de protestar o rebelarse impugnando un modelo. Es de nuevo la expresión y el anclaje de un imaginario de dominio y devastación sobre el otro, cuando menos de indiferencia ante la alteridad del que se opone y la problemática que nos antepone para su resolución. Se manifiesta en condiciones psico-sociales de aceptación y desarrollo de un tipo de fascismo nacional, en medio de la exaltación de una “cultura” del ascenso propio y el derribo del otro, que el narcotráfico y el paramilitarismo no han hecho más que vehicular en toda la pirámide social, con géneros de nuevos políticos de ese comprobado estereotipo, en connivencia con los poderes oligárquicos híbridos y tradicionales que requieren de tal sistema de enajenación y violencia para conservarse. El resultado criminal y totalitario, entre la ficción de un Estado democrático, se ejemplifica en cuestiones aparentemente baladíes, como la elección de la cabeza narco-paramilitar Álvaro Uribe Vélez con el título de “El Gran Colombiano” de todos los tiempos (ver noticias del concurso de The History Channel). Una verosímil afinidad que es una gran vergüenza.
Todo ello, en lo cotidiano, es evidentemente alentado e inscrito como fenómenos reales e idealizaciones en una racionalidad globalizada y puesta al día en dinámicas, redes y centros de poder mundializado, que justifican y hacen que se comparta por diferentes ambientes y estratos sociales la fórmula del autoritarismo, que conduce tanto a la guerra sin cuartel contra el subversivo, especie de chivo expiatorio colectivo, al que viene bien para todos afrentar y enfrentar, conjurando así temporalmente los efectos reveladores de sus discursos y propuestas.
Aunque siempre hace falta estudiar y profundizar este tema en la teoría política no sólo a la luz de conceptos sino de experiencias de quiebre histórico, a diario en Colombia como país dual por excelencia, se enseña de forma ilustrada y se ensaña de manera descarnada la hegemonía de ese tipo de nihilismo, no sólo como fuente de formas intensas de repeler con descalificaciones y acciones beligerantes al enemigo alzado en armas sino de cumplir la sentencia violenta de apartarlo, apartando las problemáticas que la insurgencia discute, dulcificando con la frivolidad y el cinismo. Por eso vale más socialmente como preocupación real una telenovela, notas del Jet-Set o del glamour criollo, el fútbol, la farándula, un titular chauvinista, o la foto de Santos con una camiseta del Real Madrid, tras la visita del leonino empresario español Florentino Pérez. Se la Web de la Presidencia: “estamos haciendo… el torneo por la reconciliación… Todos estos niños y niñas son hijos de desmovilizados de los tres grupos: de guerrilla, de paramilitares, Farc, Eln, Auc, que están uniéndose entorno a algo muy importante que es el deporte… esta acción social que hace el Real Madrid aquí en Colombia, este torneo en particular es una forma de ayudarnos a reconciliarnos los colombianos, después de más de 50 años de conflicto interno” (http://wsp.presidencia.gov.co 11 de julio). El mismo día que ordenaba Santos mantener la posición recalcitrante del gobierno frente a la protesta social en el Catatumbo.
Todo lo trivial es usado, dimensionado en los medios de comunicación, restando por ejemplo fuerza a las comprobadas y compartidas responsabilidades de castas políticas y de empresarios colombianos o extranjeros en el desangre que representan miles de graves casos de corrupción, frente a lo cual no sólo hay acostumbramiento o resignación, sino distracción, dejadez e impasibilidad, siendo más pavoroso el contraste en el dominante país urbano, donde la guerrilla ha sido todavía más repelida e incapaz de anclarse, donde más se desfigura sobre ella entre la saturación de mensajes y consumos que producen transversalmente unos cinturones indigentes de McCiudadanos (tomando la expresión acertada de Bryan S. Turner). Esto opera para la “conducta distante” que Turner describe de los McCiudadanos, condición sine qua non de una democracia huera, que se reproduce así, para asegurar un poder político que reforma lo que sirve lógicamente al mantenimiento del status quo, no lo que humaniza socialmente.
Encarrilar los diálogos de paz exclusivamente en el programa oficial de Santos (como lo dicen los jerarcas de la iglesia católica) y desdeñar el cuerpo social que se manifiesta más allá confrontando la política de domesticación, es tratar al país real como un “trastornado” al que se le impone la camisa de fuerza y el sedante de una agenda que, siendo importante, va quedando insuficiente y desmantelada por Santos, pese a los esfuerzos de la guerrilla de las FARC por abordarla con una exégesis lo más amplia posible. Mandada a callar la guerrilla, como lo hace Fisas (ver a propósito la opinión del comandante de las FARC Jesús Santrich en http://www.farcforopaz.resistencia-colombia.org), o constreñida la insurgencia a un perímetro conceptual y metodológico, es obligada a contenerse y a contener la energía desconocida que expresan ese cuerpo y mente sociales indóciles, para que también termine ella proscribiendo o menospreciando lo que el movimiento popular reivindicativo puede desatar.
Lo que ha puesto en evidencia la desaprobación dictada por Santos, por políticos de siglas diferenciadas y por diversidad de áulicos en los medios de comunicación, a la “idea” de una Asamblea Constituyente, lo que ese rechazo histérico proclama en el fondo es que como van las cosas en el país van bien para ellos, bajo el actual aparato institucional, sus reglas y su orientación, del que se predican instrumentos aptos para las mejoras. Si va bien, no hay necesidad de cambios arriesgados que no se puedan controlar o que deriven en una nueva distribución de poder. Les resulta peregrino y chocante que exista un caudal de propuestas políticas creativas por parte de las guerrillas y los movimientos sociales. De ahí que pretendan desde arriba para el país entero poner en solfa o neutralizar iniciativas políticas alternativas, porque éstas escapan a la especie de lobotomía que se ha buscado extender.
La negativa a la idea de una transición constituyente ha sido tosca, directamente, basada en la visceral reacción contrainsurgente, o ésta se ha ataviado de muy diversos argumentos políticos y jurídicos, diciéndose que según cálculos electorales la guerrilla sería la perdedora de tal iniciativa, que no es un reclamo social, que no es conveniente ni necesaria según las materias tratadas en las conversaciones, que no es viable con las normas actuales, que es incompatible con el diseño de los diálogos de paz, que el orden constitucional y legal tiene otros mecanismos de refrendación de los probables acuerdos a los que se llegue en La Habana, que podría implicar retrocesos sustanciales, que sería abrir una Caja de Pandora en la disputa de una extrema izquierda y una extrema derecha, interesadas por igual en obtener réditos políticos, etc.
Estamos de nuevo frente a la hipocresía de las elites y sus defensores. Bastaría recordar no sólo el principio del constituyente primario cuyo poder y conjunción ordena el sistema jurídico-político democrático liberal, sino cómo fue el propio proceso que dio lugar a la Constitución de 1991, hoy vigente con numerosas y deplorables reformas. Hacer memoria, por lo tanto, de cómo tras diversos pasos y pactos al interior del Establecimiento, desde 1989, sus capas dirigentes fueron disponiendo la suspensión de sus propias reglas, sacralizadas y desacralizadas según su conveniencia, para un reemplazo, para la definición de una nueva Carta Política, que dejó a una gran parte del país por fuera del acuerdo de esa ordenación, la cual supuso, tras la intervenida y breve apertura que significó, un cierre devastador cuyas consecuencias hoy está pagando el país a diario.
Negarse a una perspectiva constituyente, como lo hace el gobierno Santos, es el claro reconocimiento de una muy limitada voluntad política, que demuestra cómo el Establecimiento está dispuesto a sacrificar el proceso de paz con tal de no alterar democráticamente una estructura constitucional que sí requiere cambios concertados. En ello se comporta como la extrema derecha, que no comparte la paz negociada como horizonte, y que de antemano se auto-excluye del intento.
No es extraño. Refleja por unos y otros al interior del sistema, la banalización del proceso de paz y de la paz misma, simplificada o reducida a la exigencia de desarme de la insurgencia. Dicha banalización es una extensión o refuerzo del nihilismo que ha configurado al país. La misma pauta que lo ha sumergido en mares de indiferencia, enajenación y anomia, se renueva como regla y atenta precisamente contra los fundamentos de una salida política de la dimensión que se requiere para alcanzar una plataforma de democracia real. Pareciera que unos sectores de la nación que se dice cansada de la guerra, y un gobierno que les representara, desearían y podrían participar vivamente en la cimentación de la paz. Se prueba, por el contrario, que están dispuestos al estancamiento en medio de su comodidad, prosperidad, consumo y egoísmo; a sembrar el pesimismo social que obstruye, mientras sus rentas y beneficios de un orden de cosas les reafirma como Mc-ciudadanos satisfechos; a no creer en la capacidad de pactos, porque precisamente, inconmovibles, no están en disposición de ceder nada. Y si esto es así: ¿merece la pena una paz surtida como mero trámite legal de un conflicto simplificado como si fuera una controversia, asistiendo las mayorías como oyentes elementales? El ELN, por adelantado, y las FARC, ya en proceso, han expresado claramente que no comparten esa parodia.
Lo prescrito por Santos busca la eficiencia y eficacia ejecutiva desde la perspectiva de los dueños del país, que pretenden la precariedad del debate, sustrayendo de la agenda lo realmente necesario (el cambio del inicuo modelo económico, v.gr.), ofreciendo un producto precocido hecho a base de residuos políticos, como ganancia para sí y como banalidad o trivialidad de sus resultados, para que nada sustancial cambie. Tratar el proceso de paz no sólo de manera express en el tiempo, sino, lo más grave, de modo superficial, ante las causas del conflicto, como si el problema versara en un decreto de mera gestión para proveer unas cuentas reformas formales, es seguir empalmando el país a un paradigma que es catastrófico. Que si bien es todavía dominante en el mundo, ha demostrado su fuerza auto-destructiva y devastadora.
En la crisis planetaria actual, verdadera crisis civilizatoria, es el paradigma nihilista el que induce a formaciones neofascistas, como itinerario de muerte, según el cual debe eliminarse toda distorsión sensible, emancipadora y de calidad dialéctica, toda interrupción a la mercantilización y su “cultura” plástica, cual McDonalización de la sociedad, como describió hace más de veinte años el sociólogo estadounidense George Ritzer; una McDonalización del mundo y dentro de él de Colombia, o sea una McDonalización del proceso de paz cual deglución atropellada, engullendo un objeto sin sujetos, una bazofia rápida y barata, y no asimilando y compartiendo socialmente una seria resolución que afecte con costos en los privilegios, que remueva colectivamente para superar el decaimiento ético, la sandez, y esa reinante in-cultura del desprecio ante la necesidad de cambios radicales que beneficien a las grandes y desposeídas mayorías.
3. La perspectiva constituyente: la voluntad de quien (no) manda
Comprendiendo las causas del conflicto armado y en ese marco el ejercicio del derecho a la rebelión, que hoy está exhortado a proyectar su acumulado y razón en aras de la negociación política que sirva a los procesos de emancipación social y que no traicione por tanto todo el sacrificio y el conato humano-popular que dicho sufrimiento colectivo ha comportado, es ya la hora de una toma de partido sin mentiras ni dobleces: la paz como construcción, si bien requiere cauces dialógicos y el reposo o temple diplomático ante una mesa, demanda al tiempo, para ser verdadera, de los sobresaltos que conllevan sólo ciertas rupturas o potencias impenitentes. En otras palabras: detener la espiral de injusticia y guerra sí es posible, no en la continuidad o la inercia, sino a través de sacudidas creativas que quebranten el letargo, la insensibilidad, la indolencia, el nihilismo. De ahí que se invoque la convulsión, el estremecimiento colectivo, el compromiso de profundidad de una sociedad para su futuro. Y la estrategia de estar alertas ante las dádivas que da el sistema y ser insobornables. Esto es lo que se juega tanto en La Habana como en el Catatumbo y otras regiones: la honradez. Optando por el tiempo del capital o por el tiempo de la vida.
La opción por la vida plena de todos y no sólo de unos cuantos, es la que se radica en el bien común, en lo común a defender y forjar. Es esa tensión la que puede desencadenarse, agitándose la bandera de un proceso constituyente, propuesta y alegato razonable al que se ha referido no de ahora sino de tiempo atrás la insurgencia, como también una parte primordial de la llamada sociedad civil popular.
Una realidad contundente es la que hoy se expresa negativamente en los terrenos social, económico, internacional, político, medioambiental y cultural, como problemáticas complejas y desafíos de urgente y congruente intervención, y positivamente en el potencial material y de voluntad para una resolución del conflicto armado que tenga como base y objetivo no sólo un Tratado de paz entre el Establecimiento y las organizaciones guerrilleras, sino una nueva conformación de responsabilidades políticas que exprese sin ambages la negociación entre esas dos partes contendientes, y las demandas o planes de vida de los sectores sociales hasta ahora excluidos de participar con instrumentos adecuados. Una perspectiva constituyente es precisamente la que expresa en proceso ese cuerpo social diverso, y la que establece el balance de poderes originarios y derivados para encaminar transformaciones verdaderas, redistributivas, de transferencias democráticas, desde unas instituciones remodeladas, con garantías y controles.
Siendo cierto que como tal una Asamblea Constituyente no es la panacea, pues la problemática de negación de derechos es honda, estructural y compleja, tan densa que ningún proceso de reforma originado al interior de un orden cerrado de regulación, especialmente segregador como el colombiano, puede abordarla con cierta eficacia, sí es probable que desde dentro se contribuya a sobrepasar factores de estancamiento histórico, a condición claro está de desobstruir, de existir y verificarse una voluntad política que no convierta en fetiche la actual Constitución, valorando el beneficio de su transformación para la paz como bien común, y no la utilidad que para unos grupos tiene dicho orden codificado de descomposición que hace de la normalización de la violencia una lógica social asumida, como norma de normas en función del despojo, como medio de supresión de los derechos de las mayorías y no de justicia.
Recordando acá lo que algunos teóricos como Foucault y Negri han planteado sobre el paso del biopoder a la biopolítica, es entonces indiscutible que se requiere producir el fin del conflicto armado como final negociado, es decir como Tratado de paz entre los beligerantes, como acuerdo que libere de esa confrontación y sus costos, para lo cual dicho pacto ha de ser por definición constituyente, o sea emergente y propiciador de nuevas relaciones jurídicas, sociales, políticas, económicas y de alcance cultural en pos de representar un poder más democrático. Y ello, siendo una labor a largo plazo, tiene ya mismo cruciales momentos de solución, inaplazables o impostergables como conatos, que de tajo pueden ya significar otros derroteros, como se dio de alguna manera tras al apartheid y la nueva Constitución en Sudáfrica, donde y cuando fue imperioso embellecer dignamente de negro la esperanza contra un régimen insostenible por oprobioso.
Consecuentemente, no se trataría de generar con esa perspectiva ningún vacío ni caos funcional para involuciones, para zarpazos intervencionistas y de la extrema derecha, que romperían lo poco que se ha logrado en términos formales, sino para avanzar conforme a un temario que asegure principios democráticos y de derechos ya establecidos en consonancia con los actuales paradigmas de los derechos humanos colectivos, el buen vivir y el bien común, lo común constituyente en suma, en la base del nuevo constitucionalismo, o sea un programa centrado en la paz con justicia, emanado del mismo proceso, de los puntos que se deben convalidar o aprobar tras la agenda ya abordada por los beligerantes, de las materias que se deben discutir o definir por estas partes, todavía en negociación, pero más allá de éstas: con quienes ya representan como sujetos sociales emergentes un conjunto de mandatos y reivindicaciones, que son por lo mismo gran parte del espectro de tal poder constituyente primario que se auto-convoca y que compondrá esa Asamblea o Convención. Es una reingeniería constitucional de fondo, que asume cómo lo jurídico se construye desde realidades de consenso político.
La perspectiva constituyente expresaría ese balance que la negociación contiene, más allá de unos cuantos cambios cosméticos a través de simples giros legales. No es entonces la fetichización o idealización de la Constituyente como una única coyuntura y herramienta extraordinaria, sino la concatenación procesual de actos políticos y jurídicos que la proyectan desde ya sujetada o sujeta a la disposición de las partes para la terminación pactada del conflicto armado y el convenio de las básicas condiciones de construcción de la paz. Es el sentido de una Convención Nacional como el ELN también lo ha planteado nominalmente desde hace más de quince (15) años y como hoy lo realza unitariamente, concordando con las FARC que una Asamblea Nacional Constituyente “sería un mecanismo idóneo por cuanto convocaría a nuevos y auténticos consensos construidos con la más amplia y plena participación de la sociedad” (Declaración por la Paz de la Cumbre de Comandantes, junio de 2013).
No por la propuesta insurgente sola, ni por la sitiada expresión social de la población rural cansada del abandono, del incumplimiento, de la injusticia y de la guerra, ni siquiera por su probable coincidencia en demandas elementales como están siendo tanto en la mesa de La Habana como en el Catatumbo, Cauca, Putumayo y otras regiones que cada vez encarnan en núcleos de inconformidad decididas resistencias al modelo, sino entendiendo más ancho el país con la inclusión de lo urbano como componente decisivo, y de las propias expectativas tanto de la clase popular como de los sectores de una clase media, es posible y necesario, más que nunca antes, refutar esa hegemonía del nihilismo como indolencia e insolidaridad “compartida”, cubierta con las propuestas neoliberales de “cohesión social”.
Se hace contradiciendo hoy el tiempo y el esquema McDonalizado del proceso de paz, que cosifica y empobrece por parte del gobierno la participación social, atentando contra la titularidad, pluralidad y condición de sujeto político de los movimientos populares. Se hace contrastando con desobediencia civil la careta y etiqueta de democracia que propone la paz mercancía, ofreciéndola el gobierno como condición de posibilidad y valor agregado para los negocios. Se hace oponiendo de nuestro lado una conciencia social compleja, de profundidad, diversidad y concertación, vinculante y progresiva, con construcción de garantías efectivas, mediante una racionalidad de resistencias populares que reafirman las posibilidades del buen vivir erigiendo el bien común, lo común que destituye lo injusto y que es constituyente de lo nuevo colectivo; resistencias que deben recomponer las condiciones de la democracia genuina, entendida indudablemente como proceso.
Por lo mismo, se hace imperioso derribar murallas. La Cultural-Mediática a la que se refiere el jesuita Javier Giraldo, que “se encarga de acondicionar los niveles más íntimos de las personas [su conciencia] para convertirlas en usuarios adaptados y sumisos al sistema político imperante”. Así como la Económica: “Sobre esa base del ajuste psíquico mediático a la mercantilización universalizada, se acepta, como algo natural, competir económicamente por el poder, silenciando en las trastiendas de lo inconsciente la descomunal desigualdad de los competidores”. Por ello habría que irrumpir ya con propuestas de cambios radicales en la información y la comunicación, dado que “Los medios masivos utilizan abierta u sutilmente la calumnia para neutralizar posiciones incómodas a los poderes que de facto representan. Han entronizado en profundidad una ética donde la frontera entre lo bueno y lo malo está definida por la sumisión o el rechazo a los ejes estructurales del sistema imperante y a sus figuras representativas” (http://www.javiergiraldo.org/spip.php?article231).
Por su propia fuerza y definición, la perspectiva constituyente debe ir interpelando y traspasando tanto a la insurgencia, que sí la comparte y que ya elabora consistentes propuestas de cambios en el régimen jurídico-político para emprender transformaciones básicas, como a la otra parte contendiente: el Estado, y en su entorno el Establecimiento, que Santos anuda con amplia representación, que tienen gran parte del poder del país, pero no todo el mando, pues existe un conflicto no sólo armado sino social y político que sitúa al otro lado de la mesa a un contradictor con quien está buscando negociar y construir una salida a la confrontación, y más allá unas mayorías que la guerrilla ya ha dicho son las que deben ser escuchadas y sus demandas tenidas en cuenta en este proceso. Con la delegación oficial del gobierno en La Habana va la voz de grupos decisores de gran parte de los rumbos del país, que lo han llevado al comprobado estado de pobreza y conculcación de derechos que es inocultable. No están quienes hoy levantan sus legítimas reclamaciones en diversas regiones del país.
Salvo posturas de la extrema derecha, es de aceptación extensa que los diálogos gobierno-FARC deben continuar, que a dicho escenario debe ya sumarse en otra mesa el ELN, que coherentemente ha dicho que no acepta condiciones previas, y es también reconocido que los pactos parciales que se van logrando en el acercamiento son exactamente eso: una importante aproximación. Pero no siendo compartida la idea constituyente por Santos, lo que no puede hacer de ningún modo, salvo con decisiones de guerra sucia, y ni siquiera, es impedir el posicionamiento de esta perspectiva, a modo de debate que desde hace tiempo tienen en su seno movimientos que han combatido la exclusión a través de la autonomía y el empoderamiento popular, que luchan por su inclusión y la de otros, como el Congreso de los Pueblos, Marcha Patriótica, la Ruta Social Común y otras expresiones vigorosas de la izquierda. Víctimas de la propaganda y el amedrentamiento en un país preso de la histeria y la manipulación, no se han recluido como rehenes que esperan una recompensa o cooptación por el Estado, sino que son parte de la potencia emergente: contrastan con el acostumbramiento, con la escabrosa corrupción de la política tradicional, con el clientelismo y las componendas; nos los mueve intereses económicos individuales o de empresas; rebaten en parte el tratamiento asistencialista de ONGs, pues saben del colonialismo, el automatismo y la podredumbre que en muchas de ellas procede, ávidas ya del negocio del postconflicto.
Sin ese tejido alternativo, y en el remoto caso de que la guerrilla cediera e hiciera que resultara victoriosa y convalidada en la mesa de diálogos la estrategia reformista de pacificación con sus atractivas carnadas de favorabilidad a quienes renieguen, propósito al que Santos no ha renunciado, la paz que de ahí puede resultar con la victoria de los de arriba (como diría transversalmente en su obra el maestro Eduardo Umaña Luna), es la paz chatarra de la McDonalización, con una terrible paradoja de por medio: desistirían las organizaciones rebeldes, precisamente cuando a nivel planetario en decenas de nuevos puntos del globo van expresándose resistencias de muchedumbres de seres indignados que reivindican hacer frente a la banalidad del mal y a la normalización de la muerte, demandando y participando en la construcción de una democracia real, que cultivan el paradigma del buen vivir, de la responsabilidad ecosocial y que podrían entender las razones por las que puede ejercerse éticamente el derecho a la rebelión. Plantan su insumisión a la irracionalidad de las deshumanizadoras “supraestructuras creadas por los sistemas mcdonalizados para dirigir sus vidas”, como indicaría Ritzer en el libro mencionado (La McDonalización de la sociedad. Un análisis de la racionalización en la vida cotidiana. Ariel, Barcelona, 1996, pág. 181).
Una paz así será un siniestro ejemplo y un fatal recuerdo, por ser vacua, barata y rápida para los detentadores de la riqueza, inversamente proporcional al costoso fracaso histórico que representaría para los sectores populares. Suscrita como pactos que al final inflan tanto como envenenan o empobrecen un sistema de relaciones sociales. Acuerdos sin garantías, que no se cumplen, obteniendo los parabienes y la relegitimación una clase política y empresarial que puede así proseguir con ligeras variaciones en las dos dinámicas concomitantes: el control económico y el control político, habiendo sido muy oportuno un proceso de paz a usar y desechar, McDonalizado, para que la sociedad frenética sea inducida a un desenlace de “contraprestación”, de “consumo” y “punto final” de las responsabilidades penales de quienes sostuvieron el status quo.
Superando el enfoque de una pacificación o paz menesterosa a la que invitan con pactos mezquinos, McDonalizados, guiados por el cálculo, por la previsión dominante y por la eficiencia de quien los produce desde el poder de arriba, la participación social que se puede abrir paso desde abajo con una confluencia constituyente, no puede hacerlo en condiciones distintas a las de la irrupción lúcida, reflexiva, con indignación y organización propia. Requiere por eso de otro modelo que no sea el de McDonald’s, cual filas de consumidores obedientes y estúpidos, a la espera de una ingesta recargada de pobreza, insalubre y masiva, alienante e indiferente. Requiere del respeto a la palabra y a la acción de esos sectores populares, de su visión del cuidado de la vida, de su condición y proceso de sujeto, para lo cual no basta su puntual y formal figuración en unos cuantos eventos públicos o registros telemáticos. El país no puede terminar banalizando el proceso de paz y la paz misma, convertido en un McDonald’s, donde rápidamente se facturan y despachan en rebajas o promoción unas envolturas.
No es la estampa ni la estampida de convidados que piedra, sino sujetos sociales que no mendigan, que exigen condiciones de posibilidad política y jurídica para su derecho a participar desde la capacidad que les da unas agendas sociales en ciernes, que bien pueden hacer parte de un serio proceso excepcional de debate constituyente, por lo tanto de resolución no McDonalizada del conflicto, contraponiéndose a la superficialidad, a la conformidad y a la aceptación nihilista de la injusticia. No son consumidores que se hinchan y ahuecan con banalidades.
Si Santos impuso como condición hablar fuera del país, lo que efectivamente no podrá hacer es desplazar a miles de campesinos y pobladores urbanos a lo mismo: fuera de su territorio natural, por fuera de las relaciones sociales y políticas que tienen derecho a fraguar como resistencias. Y está por verse también si los movimientos sociales aceptan las absurdas y rotundas proscripciones que Santos ordena: no cuestionar la doctrina de la fuerza pública, ni proponer modificaciones al modelo económico y político. Mientras, Santos sí despliega su mando, sin moratoria alguna en todas las materias (económica, política, política internacional, reformas constitucionales y legales, etc.), al igual que los beneficiarios de la acumulación violenta, los grandes propietarios, las empresas acaudaladas, las influyentes fortunas, las compañías piratas, que expresaron, y lo están cumpliendo, que no asumen compromisos de redistribución y transferencia de la riqueza. Sólo brindan la paz rápida, deshacedora y barata. La paz basura. La paz del despojo.
¿Qué puede obligarles a cambiar la oferta? Lo que ya está en camino: la perspectiva constituyente que relaciona de un lado la voluntad de quien (no) manda, los de abajo, frente a la voluntad de quien (no) manda todo desde arriba. Por eso está intrínsecamente vinculada con la negociación política, de poderes, tanto entre partes beligerantes (Estado e insurgencia) como sectores sociales con intereses diversos, donde las mayorías empobrecidas ya están en tránsito de movilización, cuya producción de una cultura política, ante el resto del país, está marcada en el pecho por representar lo contrario al país indolente y entumecido. Por eso el riesgo de volver a ser descabezadas, y de ahí la necesidad imperiosa de que sea paralizada la mano tenebrosa de la guerra sucia que está activada en las fuerzas armadas estatales (materia vedada o línea roja según Santos), donde se forman verdaderos escuadrones de la muerte, como también cambiar las reglas de la disputa, no sólo en el tendido electoral, para que sea lo menos asimétrica, razón por la cual no basta devolver la personería jurídica a la Unión Patriótica (9 de julio de 2013 / http://www.eltiempo.com/justicia/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12921988.html), sino respetar los procesos de movilización social del bloque popular debilitado por años, aniquiladas muchas de sus fuerzas y redes.
Precisamente este hecho apenas mínimo, indica la constelación o diversidad de acontecimientos necesarios que ratifican la fuerza emancipadora de la perspectiva destituyente, instituyente y constituyente, en tanto los sectores sociales victimizados, criminalizados, perseguidos, deben ser los lugares y sujetos históricos de cambio y reparación, de verdad y de justicia, parafraseando a Ignacio Ellacuría. Lo son en tanto procesos que tienden a organizarse sin garantías pero en pro de ellas, resolviéndose al afrontar una descomunal maquinaria de chantaje, en medio de una desfavorable correlación de fuerzas, no cayendo pese esto en la penumbra del reposo que precede a la parálisis ni acomodándose según al precio por arrepentirse.
Como lo hemos sostenido, la solución política sí es posible, siempre y cuando su modelo no sea el de la paz basura, en el universo McDonald’s, sino en el nuevo ciclo de demandas nacionales y globales, de alternativas que devuelven al Estado sus obligaciones y capacidades, con la centralidad de los derechos humanos de la población, de la ciudadanía, de los pueblos, es decir debe inscribirse en la construcción de un nuevo paradigma que ya rebasó la promesa socialdemócrata de regulación neoliberal, época en la que el hoy presidente Santos se casó con una concepción de la vida deshumanizadora, la que reserva para sí y su clase la vida y sus frutos, mientras se niega objetivamente condiciones de plenitud de derechos y dignidad para los otros. Esa visión ha demostrado rotundamente su fracaso, y las tempestades que entraña, que vienen de aquellos vientos despreciados.
4. Santos, un día, de su puño y letra en un convento
Santos hoy vincula el proceso de paz con el aplastamiento material y moral de la insurgencia, y con la efectiva neutralización de las luchas sociales, como las del Catatumbo, que intenta desprestigiar, desarticular o desgastar, al tiempo de pretender o calcular no caer en el extremo para obtener así el término medio, más cuando debe permanecer en la mesa de diálogos de La Habana, cuando es probable también que habilite una con el ELN, si esta guerrilla accede luego de ser eludida. Santos ha formulado un proceso presuroso y fugaz, premedita los tiempos, pues debe cuidar su muy probable reelección hasta el 2018.
No es posible acabar de manera trivial o tratando insulsamente un conflicto tan hondo en sus causas y consecuencias, frente a complejos retos de futuro nacional, regional y global, dialogando sólo para buscar la rendición guerrillera con el maquillaje de unas reformas que desechan a los movimientos sociales y populares que tienen pleno derecho a estar reflejados en un nuevo ordenamiento constitucional para las debidas garantías e instituciones políticas.
¿Podrá ser posible que Santos supere la McDonalización, la oferta de una paz basura? ¿Que deje de lado la racionalización y disciplina del sistema decadente, nihilista, alienante y deshumanizador, que se reproduce ciega y acríticamente? ¿Es posible que remueva su anquilosado egoísmo ilustrado hacia un enfoque más inteligente, pensando que ni sus hijos o nietos, ni los de los demás, merecen la carga de sobrevivir en un país en la miseria y en la guerra? Como se los dijo a los de la clase social de Santos en la llamada reunión de Maguncia hace 15 años el comandante Milton Hernández.
Juan Manuel Santos al menos dos veces pensó distinto a como hoy piensa respecto a una Asamblea Constituyente. Brevemente: en 1997 cuando dicha idea se masticó o caviló en el entramado de un supuesto complot dirigido por él contra el entonces presidente Samper y su putrefacto gobierno (entre varios documentos ver http://www.semana.com/nacion/articulo/el-complot-de-santos/34308-3 / nota del 17 de noviembre de 1997), ofreciendo Santos a diestra y siniestra dicha alternativa.
Y en una segunda oportunidad, entre el 13 y el 15 de julio de 1998, cuando firmó en Würzburg (Alemania), con treinta y nueve personas más, entre las que estaban comandantes del ELN, miembros de la iglesia católica, representantes de los grupos sociales y económicos a los que Santos pertenece, junto a académicos y otras gentes de diferentes espacios, el denominado Acuerdo de Puerta del Cielo (http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-776073). Ahí puede leerse lo que él suscribió:
“En vista de los resultados positivos obtenidos en esta reunión acordamos también: la convocatoria de una Convención Nacional con miras a la obtención de la Paz y la justicia social, la ampliación de la democracia y la consolidación de la soberanía nacional, bajo los siguientes parámetros: Por Convención Nacional entendemos un proceso con varios espacios de diálogo, con capacidad propositiva por parte de representantes del Estado, la sociedad y la guerrilla que en él participen / La Convención buscará elaborar las bases de un acuerdo político de reformas y transformaciones sociales, con miras a la democratización del Estado y la sociedad. Su desarrollo se hará a través de los mecanismos que sean indispensables de orden administrativo o legislativo, e inclusive a través de la organización de una Asamblea Nacional Constituyente / La Convención Nacional debe propiciar la participación de representantes del Estado y contar con el aval del Gobierno Nacional, para lo cual el Consejo Nacional de Paz, en su calidad de organismo asesor del Gobierno, servirá como facilitador. Se invitará a las FARC y al conjunto de la Coordinara Guerrillera para que participen en la Convención Nacional y confluyan en los propósitos de la misma / En relación con los participantes es importante tener en cuenta la mayor representatividad de los mismos, tomando como base el actual grupo de participantes del Encuentro de Mainz, constituidos en Comisión Preparatoria de la Convención Nacional y se conformará un comité operativo para este propósito / El proceso de esta Convención Nacional debe estimular espacios regionales y sectoriales de preparación a dicha Convención / La propia Convención Nacional decidirá el procedimiento de toma de decisiones y los demás aspectos de su funcionamiento. En la agenda de la Convención se tratarán temas tales como la definición de las bases para las transformaciones de las estructuras sociales, económicas y políticas que se requieran, mediante una acción concertada que tenga en cuenta entre otros, la plena vigencia de los derechos humanos, la justicia social y económica, la democratización política, la soberanía, la integración e internacionalización y el papel de la fuerza pública en un país en paz / La Convención Nacional se hará en territorio colombiano, en un área en la cual haya un cese al fuego bilateral y se darán las garantías necesarias para todos los participantes en la misma. Coincidente con la realización de la Convención Nacional, se exhorta a buscar hechos de Paz de mayor significación, tales como el cese al fuego y el cese de operaciones ofensivas de las partes en el territorio nacional / Los firmantes de este acuerdo quedamos comprometidos en su proyección, apoyo, evaluación y seguimiento y en vincular a este trabajo a otros sectores representativos de la sociedad colombiana…”.
Presidente Santos, ¿Cuánta hambre, devastación y sufrimiento se habrían podido superar? ¿Cuántos miles de muertos se habría evitado el país? ¿Cuántas miles de desgracias terribles no hubieran ocurrido? ¡Cuántas madres y juventud rebosante se hubieran reencontrado y abrazado!
Llegamos atrasados otra vez, quince años más tarde.
(*) Carlos Alberto Ruiz Socha es Doctor en Derecho. Autor de “La rebelión de los límites” (Edit. Desde abajo, Bogotá, 2008). Fue asesor de la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto Armado en Colombia.