Lloviendo sobre mojado

Espeluznante el video, que muestra el boquete del terraplén carreteable en Santa Lucía, Atlántico, por las aguas del Canal del Dique.


Un hueco como hecho por un cañón, que fue ampliándose hasta 200 metros. La tierra se abrió y dejó pasar las aguas que reclamaban con fuerza su nivel. El tal jarillón, del que tanto se ha hablado, fue construido por allá en los años 60 como parte de las obras del embalse del Guájaro y de rectificación del Canal del Dique. El río Magdalena hacía cauce por un rosario de ciénagas que lo comunicaba con la bahía de Cartagena. Desde la Colonia se abrieron caños para hacer navegable el paso entre el río y la bahía. A partir de 1950, el canal, casi natural entonces, comenzó a ser rectificado, es decir, a taponarse ciénagas y a romper meandros, accidentes que hacían reposar las aguas para dejarlas ir poco a poco —más limpias— hacia el mar. De 115 curvas que el Canal del Dique tenía, hoy sólo tiene 50. El efecto es obvio: las aguas han ganado velocidad y los sedimentos llegan en gran volumen a la bahía, que corre el riesgo inminente de conmatarse en poco tiempo. La rectificación tiene una sola razón: facilitar el paso de grandes barcazas con petróleo y carbón. A los gobiernos y a los ganaderos —qué pena la insistencia, señor Lafaurie— les ha dado aquí como en el Sinú y el San Jorge, como en el bajo Cauca, como en el bajo Magdalena, y por supuesto como en la Sabana de Bogotá, por desecar las ciénagas para ampliar sus propiedades, contraviniendo la Ley 97 del 46 y haciendo un daño mortal a los cauces naturales. Hoy los mismos ganaderos tienen que pagar el precio de su codiciosa irresponsabilidad con la inundación de un millón de hectáreas en pastos y el “desplazamiento” de cuatro millones de vacas. ¡Dios existe!

La sedimentación de ríos y ciénagas es un problema gravísimo. Sólo el Magdalena arrastra 426 millones de toneladas al año. ¿De dónde semejante cantidad de tierra? Simple: de las cuencas deforestadas. La historia es conocida. La función social de la propiedad, que fue en su origen la defensa del trabajo sobre la tierra, se transformó con el tiempo en el modo de arrasarla. El descumbre de montaña se convirtió en título de propiedad. Muchas haciendas se hicieron pagando a los colonos la destrucción y la quema de la montaña para sembrar pastos. En un kilómetro cuadrado, equivalente a 100 hectáreas —una finquita—, caen 13.000 metros cúbicos de agua que al no encontrar árboles sino pastos y vacas, arrastran mucha tierra hacia los ríos y las ciénagas. Es tierra que se pierde y que, acumulada en sus lechos, facilita las inundaciones. La deforestación de laderas, por otro lado, es la causa de los deslizamientos y derrumbes de tierra que arrastran poblaciones como Gramalote y La Sierra. Hay 300 pueblos amenazados. No son sólo pastos los que se siembran en las lomas, sino también papa en los páramos y sin respetar las “rondas” de cursos de agua, haciendo surcos perpendiculares a las cotas. Son prácticas agropecuarias salvajes que degradan suelos, impiden la retención del agua y permiten una peligrosa acumulación de sedimentos.

La sedimentación tiene, por lo demás, un efecto muy negativo en el sistema hidroeléctrico: arruina los embalses porque cada vez hay más barro que agua en sus fondos. Y llega el día en que hay que construir nuevas y más grandes hidroeléctricas. Anchicayá tuvo que ser complementada con Calima, y Calima con Salvajina, y hoy las tres están al borde del colapso. Sucede con Betania y ya tienen listo y feriado el proyecto del Quimbo. Y así vamos. Otrosí: en inviernos como este las represas están al tope y más del tope, al 110. No somos pocos los que tenemos pesadillas con un reventón de los ejes de presa.

¿Por qué el daño que la deforestación causa lo deben pagar los pueblos a los que se les caen encima las montañas, los transportadores que no pueden moverse porque puentes y carreteras se derrumban, y los ciudadanos corrientes que deben pagar más caro por los servicios públicos y por la comida? El gobierno no puede limitarse como remedio a planes de emergencia, traslado de pueblos, reconstrucción de vías y reforma de las CAR. Las causas son más profundas y hay que atacarlas en su origen.

La ganadería extensiva y la agricultura empresarial han demostrado, más que la mediana y la pequeña industria agropecuaria, su total irresponsabilidad ambiental. Por eso –insisto– esas formas de explotación económica deben formular planes de manejo ambiental para adelantar sus actividades y, por tanto, ser sometidas a licencia previa como cualquier empresa que cause daños al medio ambiente. El que provoca daños ambientales debe pagarlos. Más aún, ya es hora de reglamentar en serio la renta presuntiva y gravar la tierra ociosa. Y perdonen mis lectores la insistencia.