Las Farc dicen que no fueron a La Habana a entregar las armas
¿En qué puede parar el negocio, si ustedes no tienen otro capital? “Nosotros —dijo Pablo— tenemos pueblo, estamos hechos de pueblo; la gente nos quiere y nos sigue, la prueba está en que la llamada sociedad civil quiere participar en los diálogos, y lo ha hecho. El Gobierno tiene miedo de abrir puertas y ventanas”. Acepto el argumento.
En el Hotel Sevilla se reunió con ‘Pablo Catatumbo’, ‘Iván Márquez’ y ‘Jesús Sántrich’ para conocer los planteamientos del equipo negociador de la insurgencia sobre los diálogos que avanzan hacia la novena ronda. Los comandantes guerrilleros sostuvieron que no fueron hasta allí para entregar las armas que el Estado no le ha podido quitar en 50 años de confrontación. Este es el relato del encuentro con los jefes guerrilleros.
Pasar del Duty Free de San Salvador a la calle del Obispo en La Habana Vieja es cambiar de mundo. De tiendas atestadas de perfumes, relojes, licores, corbatas de seda, tacos de puntilla y bares a media luz, en tres horas se pasa —después de sobrevolar los azules marinos, los ocres de tierra y los verdes de cañaduzal— a un comercio pobre, pero no triste: en cada esquina hay un conjunto tocando y cantando ritmos que los peatones bailan cuando pasan y los extranjeros miran y oyen mientras se toman un daiquirí. Cuba es hoy una sociedad empobrecida que se empeñó en construir “golpe a golpe” una utopía. Bella sí, pero utopía también. La reconstrucción de La Habana Vieja va andando a paso caribeño; hay soberbios edificios de fines del siglo antepasado y comienzos del pasado —cuando había reyes del azúcar y capos del alcohol de contrabando, y un precursor del narcotráfico de la cocaína fabricada en Barranquilla y mercadeada por un paisa—; avenidas amplias como El Prado, inspirada en las Ramblas de Barcelona, y un malecón abierto al mar y a la brisa.
A la habitación 615 del magnífico Hotel Sevilla, donde yo garabateaba la columna sobre la Madre Laura y donde se alojó Al Capone, me llamó Pablo Catatumbo. Había hecho mil vueltas para conversar con él, a quien conocí en Caracas después de las conversaciones que las Farc y el gobierno de Gaviria iniciaron en Cravo Norte y terminaron en el fracaso de Tlaxcala. Pablo es hoy la voz que le ahogaron a Alfonso Cano con toneladas de explosivos lanzadas desde 35 helicópteros de la Fuerza Aérea Colombiana. Una hazaña de la causa, digo yo. Catatumbo era el sucesor natural de Cano y su mando va desde Tolima y Valle hasta Cauca y Nariño. Carlos Castaño asesinó a su hermana y el Ejército ha tratado de cazarlo muchas veces. Pero ahí llegó al lobby del hotel con guayabera y en compañía de Iván Márquez —jefe de la delegación de las Farc que trata de llegar a un acuerdo de paz con el gobierno de Santos— y del enigmático comandante Sántrich. A Iván lo conocí en el Caguán cuando el Mono Jojoy conversaba con Carlos Ossa, Pardo Rueda y María Jimena Duzán sobre la sustitución de cultivos de coca de los campesinos por cacao. A Sántrich no lo conocía, pero quería conocerlo porque me parece que es el hombre que les pone un tono macondo a las muy acartonadas reuniones con el Gobierno. Me habría gustado hablar también con De la Calle, con Alejandro Reyes y con el no menos enigmático doctor Sergio Jaramillo, pero el palo aún no está para hacer cucharas.
La reunión con los tres comandantes comenzó con un “¿qué más?” rodeado de un incómodo silencio de asesor; una especie de pregunta que nadie responde y que termina como debe ser: en puntos suspensivos. Luego se bordea, se pide un café y se remata con un mojito para entrar en materia, que no fue mucha: puntadas sobre una telaraña (lo que las señoras llaman pespuntear). Iván dio un primer paso: “¿Y qué lo trae por aquí?”. Pues, como le digo —en realidad no le había dicho nada—, quiero saber en qué están ustedes. “Ahí vamos —me respondió sonriendo—, en la brega. El Gobierno está duro y nosotros no vinimos a rendirle las armas a quien no ha podido quitárnoslas”. Entonces —pregunté haciendo de abogado del diablo—, ¿en qué puede parar el negocio, si ustedes no tienen otro capital? “Nosotros —dijo Pablo— tenemos pueblo, estamos hechos de pueblo; la gente nos quiere y nos sigue, la prueba está en que la llamada sociedad civil quiere participar en los diálogos, y lo ha hecho. El Gobierno tiene miedo de abrir puertas y ventanas”. Acepto el argumento. Pero, me atravieso: Uribe también tiene pueblo. “El poder sirve para agarrar pueblo a mansalva, hasta de locos de atar como Pachito —argumenta riéndose Santrich, que no pierde una acidez demoledora y burlona pese a estar casi ciego—. Pero, vuelvo yo a la carga: ¿Y de los fierros, qué? Iván responde: “Las armas no se entregarán, desaparecerán, así como aparecieron para enfrentar la persecución y el asedio de esa trinca hecha por terratenientes, militares y paramilitares, llámense estos Chulavitas, Pájaros, Guerrillas de Paz o bacrim. Es que el negocio es entre dos partes y el Gobierno tiene que comprometerse a no dejársela montar de los ganaderos, de los generales y de Los Urabeños. Debe asegurarnos, y no con meras palabras, que la negociación va en serio y que supone enmiendas profundas”. A papaya servida, papaya partida —pienso yo—, antes de soltarles la siguiente provocación: ¿Enmiendas a la Constitución? “No hay guerra civil en nuestra historia que no termine con una nueva Constitución, comenzando con la guerra de Independencia, que dio nacimiento a la Constitución de Cúcuta, pasando por el triunfo de Mosquera en 1861 y la Constitución del 63 —de la que mucho hay que aprender—, hasta la reaccionaria Carta del 86, fruto del triunfo militar del nuñismo en el 85. Pese a todo, a la del 91 le faltó ‘un hervor’ porque no estuvimos nosotros”.
Ahora no está Marulanda, que era ante todo un campesino. Hoy son ustedes, hombres y mujeres formados en la universidad, los que tienen el mando —comento con cierta prudencia—. “Sí, así es, dice de nuevo Pablo, pero su sucesión estaba preparada; en las Farc nada ha cambiado. Las mismas ideas que nos llevaron a la guerra son las que defendemos en la mesa y mañana en la calle. No sólo estábamos preparados para la muerte del camarada, sino para la de Reyes, la del Mono, la de Alfonso y la de cualquiera de nosotros. Tenemos una institucionalidad fuerte. No tenemos sólo plan B, tenemos muchos. Pensamos, como guerreros que somos, con flexibilidad, pero sin abandonar los principios ni ablandarnos. El Gobierno sabe, aunque diga lo contrario, que no estamos derrotados. ¿O es que está aquí de pura cachaquería? Y, para ser justos y claros: aceptamos que tampoco hemos podido derrotar a sus fuerzas armadas. Lo que también se debe saber es que no vamos a pagar cárcel, no luchamos por disminuir sentencias; nosotros estamos en armas porque no acatamos la Constitución vigente y sabemos que por la paz las cortes internacionales están dispuestas a sacrificar su rigidez. La guerra la sienten los militares, los ganaderos, los empresarios. La guerra no la pagamos sólo nosotros, los combatientes y nuestras familias, sino el pueblo en general. La verdad es que aquí todos, incluidos los medios de comunicación, somos también victimarios. Que nadie venga ahora a lavarse las manos con avemarías ajenas. Que se sienten con nosotros todos los victimarios y que traigamos todas las víctimas. Y que crezca la audiencia, como diría Jorge Zalamea.
Colombia no es una excepción en América Latina, donde se han dado y se están dando cambios muy profundos. Colombia tiene una asignatura histórica pendiente: la democracia. Nosotros estamos dispuestos y, como dice el corrido de José Alfredo Jiménez, ‘si nos dejan’, a contribuir a construirla. Y si no nos dejan, peor para ellos”. Silencio. Un remate que nos volvió al silencio de puntos suspensivos. Para cortarlo, pregunté: ¿Y de la bella holandesa, qué? “Ella —dijo Iván— ha sido muy maltratada por la prensa. Ella es una internacionalista, una mujer que no sólo habla colombiano y piensa como colombiano, sino que sabe más que usted, Molano, de los problemas agrarios del país”. Remato yo con torpeza: Ella sin botas y con tenis se debe ver más linda.
Silencio final. Puntos suspensivos.
Por: Alfredo Molano Bravo