La trampa de la unidad
El presidente electo, Juan Manuel Santos, está ante el riesgo de iniciar un gobierno sin oposición a la vista. O, por lo menos, sin una fuerza política dispuesta a convertirse en fuerza de oposición. Ya no solo son los liberales y los conservadores, agrupados en los partidos nuevos y en los tradicionales, los aliados con el Gobierno.
También (y de manera sorprendente) Gustavo Petro ha buscado tomarse la foto con Santos, y el Partido Verde anunció que no será fuerza de oposición.
En los políticos tradicionales es comprensible y hasta resulta sana esa decisión. El país ganaría muchísimo si esa amalgama de partidos y movimientos logra fundirse en una sola fuerza política.
Pero no es comprensible que Gustavo Petro, vulnerando la institucionalidad que tanto le ha costado al Polo (y a la izquierda), crea que los votos son suyos y se arrogue la representación de los votantes como si fueran propios. Pase por encima del partido y caiga en la tentación de “tomarse la foto” con Santos. Y mucho menos que los verdes digan que no van a ser fuerza de oposición, pero que quieren convertirse en una alternativa de poder. Eso no es posible. Ser alternativa de poder significa estar ofreciendo a los ciudadanos una forma de proceder distinta y unas soluciones diferentes frente a los problemas que está tratando el Gobierno. Y eso es lo que caracteriza a una fuerza opositora.
Por eso, en donde hay una oposición fuerte y definida, que se expresa franca y abiertamente, hay una democracia sólida. Si existe aquella, hay control político. Los ciudadanos pueden contrastar alternativas que se proponen frente a los problemas.
Los que gobiernan se ven forzados a tomar mejores decisiones o, por lo menos, a corregirlas. Y eso implica que hay calidad en la deliberación pública sobre las determinaciones adoptadas. Por incómoda e inoportuna que haya parecido la oposición del Polo y el Partido Liberal, su acción en el Congreso y los gobiernos locales siempre estuvo forzando a Uribe -por más mayorías que tuviera- a considerar sus decisiones o, por lo menos, a que defenderlas públicamente. Gracias a eso se dio visibilidad y forzó al Gobierno a tomar correctivos en los casos de los ‘falsos positivos’, la corrupción de Agro Ingreso Seguro o el retraso en la infraestructura. Así, se le bloquearon acciones a Uribe, pero se le proporcionó fluidez al régimen democrático.
Es claro que la oposición también tiene sus límites. Hay asuntos en los cuales oponerse por oponerse (es decir, por mostrar que existe otra salida) puede bloquear el sistema político hasta resquebrajarlo. Gobernantes y opositores tienen que ser uno solo en el combate contra los criminales y los terroristas; en garantizar que los jueces y fiscales puedan actuar conforme a derecho y sin que sus decisiones les impliquen tener que salir del país, y en mantener un sistema de controles que impida que los ciudadanos evadan la ley o los gobiernos cambien las reglas de juego cuando les convenga. En todo lo demás se pueden diferenciar.
Hace bien el Partido Verde si, además de no aceptar cargos en el nuevo gobierno, también aclara que esa independencia con deliberación que anunció significa oposición. Eso no es malo.
Santos necesita una fuerza política calificada que lo mantenga a raya. Que al cuestionar sus decisiones, no solo lo obligue a sopesar tanto, que rectifique o las pueda mejorar. También que les haga ver a los ciudadanos que hay otras formas de enfrentar los problemas. Ellos son los que, con su voto, premiarán o castigarán a gobernantes y opositores.
El riesgo que tenemos en Colombia es que, como ocurrió con el Frente Nacional y luego con el genocidio de la UP, por cerrar espacios a la oposición, se dejó un vacío político que fue rápidamente llenado por las organizaciones guerrilleras. Es la trampa de la unidad que, para copar ese vacío, terminó convirtiendo la Constituyente en el instrumento que institucionalizó esa condición de oposición política a la guerrilla. No podemos volver a tropezar con la misma piedra. Por ruidosa e inconveniente, la oposición siempre será necesaria y ese espacio jamás se les puede dejar a las armas.
Pedro Medellín Torres