La rebelión de las sotanas
“lapidación mediática contra la mujer”, escribió el profesor Juan Guillermo Londoño, jefe de Obstetricia y Ginecología de la Universidad de Antioquia, para referirse a la mar de oprobios que la inquisición de Medellín ha lanzado contra una Clínica de la Mujer que la Alcaldía dará al servicio de la ciudad. Doce obispos y un séquito de Torquemadas encabezan la cruzada.
Dicen que ésta prepara su clímax en pulpitazo simultáneo de 150 párrocos que sacarán a sus fieles a las calles en manifestación sagrada contra ese “centro abortista” inspirado en sospechosa “ideología de género” que pretende “separar a la mujer de la maternidad”.
Y es que la clínica se propone proteger la salud integral de la mujer, agravada por las variadas formas de violencia que la aplastan. Entre otras, la de negarle el derecho a disponer de su cuerpo, de su vida y de su libertad en aras de un metafísico derecho a la vida del feto. Desenlace fatal de semejante afrenta, miles de colombianas fallecen en la desesperación de abortos practicados a mansalva y sin higiene, como conviene a la clandestinidad y la pobreza. No saben ellas que la ley las ampara, pues el aborto se despenalizó en Colombia a la voz de malformación del feto, embarazo por violación o peligro de muerte para la madre. Mas, si lo saben, pueden dar con un facultativo que se insubordina contra la ley y niega el procedimiento. Si 93% de los delitos sexuales recaen sobre la mujer, se comprenderá por qué el aborto sin seguridad es la segunda causa de muerte entre las colombianas.
Precisamente a esta tragedia respondió aquí la despenalización del aborto. La norma obliga al Estado a “proveer servicios de salud seguros y a definir los estándares de calidad que garanticen el acceso oportuno a los procedimientos de interrupción voluntaria del embarazo. “Si las entidades de salud no ofrecen estos servicios con calidad y oportunidad, serán objeto de sanciones”. Pero la altanería de la jerarquía católica y de sus amanuenses contra el Estado laico restaura un pasado que no muere. Se pasan ellos la ley por la sotana y descorren el velo de su hipocresía. Ahora la “reina del hogar”, eufemismo que en Antioquia coronó a la mujer como sirvienta de su marido y de la prole, queda reconocida como ser inferior y sin derechos, humillado en el sadismo de una sociedad enferma.
El aborto, escribe Londoño, se practica entre ricas y pobres, entre blancas y negras, solteras y casadas. La diferencia radica en las condiciones en que se practica: el rostro de las madres muertas por aborto inseguro “es joven, es pobre, es marginado y lleva las huellas de una violencia de género que las acompaña por generaciones desde su propia concepción y hasta el último de sus días y de ello es cómplice una sociedad indolente e hipócrita como la nuestra”.
La polvareda moralizante que este proyecto ha levantado, asfixia. Y ofende. Porque no sólo conculca derechos adquiridos sino que degrada, aún más, la condición toda de la mujer colombiana. Negarle servicios especializados para atender sus dolencias físicas y morales cuando la sociedad y la cultura se han ensañado en ella, perpetúa una desigualdad que autoriza todos los excesos. Nos parece ver de nuevo, en cada púlpito, las manitas gesticulantes de monseñor Builes instando, no ya a la guerra contra liberales y masones en tiempos de la violencia, sino contra las mujeres. Un tal “Juan David”, lector de El Colombiano, habrá acatado la orden, pues escribe: “Si hoy permitimos que una madre mate a su hijo, debemos (…) plantearnos la idea de matar madres abortistas para que las cosas se equiparen”.
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Cristina de la Torre