La reaparición de los desaparecidos
La desaparición forzada sigue siendo una de las peores formas de violencia, terror e inhumanidad.
Es el imperio de la incertidumbre. Cada desaparecido queda gravitando sin tregua en todo su entorno. Y los desaparecidos se convierten para la sociedad en una especie de fantasmas ubicuos y de gritos desgarradores de la conciencia colectiva.
Un solo desaparecido es una tragedia. Pero 60.360 son una afrenta para toda la humanidad. Y ese es el total de desaparecidos que acaba de divulgar el Centro Nacional de Memoria Histórica -CNMH- en su nuevo y juicioso informe: “Hasta encontrarlos: el drama de la desaparición forzada en Colombia”, 1970-2015. La cifra representa un promedio de más de 3 desaparecidos por día durante 45 años. Promedio, porque en el peor año de las desapariciones forzadas en Colombia, 2002, justo al comienzo de “la seguridad democrática”, el promedio se duplicó: 6 por día.
El informe del CNMH permite avanzar mucho en la comprensión del fenómeno en el país. Hay una cierta periodización del hecho. Una aproximación a sus raíces en las razones de Estado y de algunas organizaciones, para eliminar adversarios y controlar mediante el terror ideas, cuerpos y territorios. Una caracterización tanto de las víctimas – campesinos, líderes sindicales, sociales y políticos, defensores de derechos humanos, 88% hombres jóvenes y adultos – como de los agentes. Casi la mitad (46%) de los casos en los que se conoce el perpetrador, corresponde a grupos paramilitares; 20% a las guerrillas y 8% a agentes del Estado. Hay también un mapeo de la tragedia, que ha cubierto casi toda la geografía nacional (1.010 de los 1.115 municipios), pero con un impacto mayor en tres regiones: Magdalena Medio, Valle de Aburrá, y Urabá. Después de la escandalosa cifra total, la más preocupante es la que evidencia la impunidad que acompaña las desapariciones: en el 51.4% de los casos todavía no se conoce el autor.
Empeora el panorama el ocultamiento intencionado que con frecuencia han hecho del problema las autoridades del Estado, la dirigencia política y algunos medios de comunicación. Como también el desbalance entre los estudios y las masivas y frecuentes reacciones sociales frente a otras formas de violencia, como el secuestro y el desplazamiento, y la tímida reacción frente a la desaparición forzada. Pero el coraje y persistencia de algunas organizaciones, en especial de madres de desaparecidos – desde las de la plaza de mayo, en Argentina, hasta las de Soacha aquí – han desafiado el silencio y la desidia y despertado el interés sobre el tema.
Una de ellas, Fabiola Lalinde, convirtió en emblemática la desaparición de su hijo Luis Fernando, torturado y asesinado por militares del Batallón Ayacucho, en Jardín, Antioquia, el 3 de octubre de 1984. Logró que mi primer maestro de salud pública, Héctor Abad Gómez, denunciara el caso y lo llevara a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual falló a su favor y responsabilizó al Estado colombiano en septiembre de 1988, un año después del asesinato del profesor Abad por su valerosa defensa de los derechos humanos. Doña Fabiola recuperó finalmente los restos de su hijo. Y a lo largo de su lucha por la verdad, escribió un conmovedor memorial, titulado por ella misma “Operación Sirirí”, integrado hace poco por la UNESCO al registro regional de la Memoria del Mundo.
El nuevo Acuerdo firmado el pasado 12 de noviembre entre el gobierno y las Farc, mantiene íntegro el texto original relacionado con la desaparición forzada -páginas 139 a 143 – y con la creación de la Unidad Especial para la Búsqueda de Personas Desaparecidas -UBPD- que debe empezar a trabajar cuanto antes.
Trabajar hasta encontrar los desaparecidos si están vivos, o sus restos si fueron asesinados, no es sólo un ejercicio de memoria. Es una de las tareas más importantes para salir de la barbarie, superar la impunidad y devolverles de alguna forma la presencia que merecen y que quisieron negarles. Ojalá ni uno más. Y que todos reaparezcan para la historia.
Médico social.
Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/reaparicion-de-los-desaparecidos