La primera alarma
La desfachatez de los últimos ataques a la libertad de prensa es un mal presagio para Colombia.
El lunes pasado, un panfleto circulado en Valledupar les advierte a ocho periodistas de la ciudad que “si siguen metiendo sus narices en los casos de restitución de tierras y víctimas, serán ustedes las próximas”, y les da 24 horas para salir. El anuncio está firmado por un “grupo antirrestitución de tierras” en la Costa Caribe.
Los reporteros amenazados —Herlency Gutiérrez, Jaime José Daza, Damaris Rojas, Renier Asprilla, Katia Ospino, Óscar Arzuaga, Ubaldo Anaya y Martín Mendoza— han cubierto procesos de restitución de tierras que pretenden devolverles a los campesinos las fincas que les fueron usurpadas, en su mayoría por los paramilitares de Jorge 40 y sus cómplices en la administración pública.
Cinco días antes, el periodista Ricardo Calderón, valeroso y sencillo colega de Semana, salió ileso de un atentado en el que le dispararon varios balazos a su carro. Había venido publicando y sigue investigando cómo a militares condenados por graves crímenes y recluidos en instalaciones militares les permitían ingresar celulares y computadores, celebraban negocios y les daban permisos de salida para irse de tour o de compras.
Estos periodistas han hurgado nervios que les duelen a unas fuerzas oscuras que quieren actuar a sus anchas. No sería del interés de criminales comunes amenazar masivamente a los periodistas del Cesar para atraer sobre ellos la atención de todo el país. Quienes amenazan saben que cuentan con suficiente aval político o económico para aterrorizar a los funcionarios que se atrevan a forzarlos a devolver las fincas robadas a punta de fusil; o peor aún, a que dejen en evidencia la enorme utilidad que les dejó la venta de esas tierras a terceros. También pueden amenazar sus cómplices que les fabricaron el envoltorio legal a las compras fraudulentas para evitar que sus maniobras salgan a la luz pública en los procesos judiciales de restitución.
Tampoco son delincuentes corrientes los que le dispararon a Calderón. Atacar con semejante descaro a un periodista de un medio nacional revela que quienes ordenaron el atentado se sienten protegidos por un poder mayor. Seguramente el mismo que repartía privilegios a los violadores de derechos humanos en Tolemaida, como moneda para comprar su silencio.
Entre más osados son los ataques a la prensa, más debemos temer los colombianos. Atentar contra periodistas es apenas la primera alarma de cuán seguros y potentes se sienten violentos grupos de poder. Es la misma estrategia que utilizaron en el pasado reciente. Así, por ejemplo, el silenciamiento de la prensa en Caquetá fue el cimiento sobre el que la guerrilla y sus compadres en la política erigieron un imperio de terror en esa región. Asimismo, la persecución y eliminación de periodistas incómodos fue la avanzada del paramilitarismo en cada departamento al que llegaba a masacrar y mandar. Cuando los violentos son tan poderosos que se sienten impunes, callan de primeras a la prensa porque saben que con ello congelan las fuerzas que se resisten a acatar sus designios. Después seguirán con todos los demás ciudadanos que se les atraviesen en sus planes.
Por eso, aunque es encomiable que el propio presidente Santos haya reaccionado con firmeza frente a estos atentados, urge que sus pedidos de investigaciones exhaustivas no se queden solamente en la captura de los responsables directos, sino que conduzcan a desenmascarar a los poderosos que idearon estos complots. Sólo así sabremos que el Gobierno tiene la voluntad política real de erradicar a las mentadas “fuerzas oscuras” que vienen socavando a la democracia colombiana desde hace años.
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