La masacre de las bananeras y la desigualdad de las víctimas

En Colombia todas las víctimas son iguales, pero algunas son más iguales que las otras. Con esta proposición, inspirada en una frase semejante de Georges Owell en su novela Rebelión en la granja, resalto la enorme asimetría moral de la sociedad colombiana frente a sus víctimas.


La opinión pública condena masivamente ciertos actos atroces inaceptables, como los secuestros de la guerrilla, pero se muestra más silenciosa e indolente frente a las víctimas de otros horrores también intolerables, como los falsos positivos de la Fuerza Pública o las matanzas y desapariciones de los paramilitares.

La conmemoración el pasado 6 de diciembre de los 80 años de la masacre de las bananeras muestra, además, que esa inadmisible asimetría moral de la sociedad colombiana es infortunadamente de vieja data.

Como se sabe, en 1928 los trabajadores de la United Fruit Company entraron en huelga para lograr un alza de salarios y para que esa compañía aplicara las leyes colombianas. El gobierno de Abadía Méndez dio un tratamiento de orden público a ese conflicto y en diciembre de 1928 militarizó la zona bananera de Santa Marta. El 6 de diciembre las tropas al mando del general Cortés Vargas, comandante de la zona, dispararon contra los trabajadores concentrados en Ciénaga, ocasionando la masacre.

Mucho se ha discutido acerca del número de muertos, pero si le creemos al entonces embajador norteamericano Jefferson Caffery, fueron centenares. Este diplomático, en un informe al Departamento de Estado, consideró que las víctimas fatales eran más de mil.

Esta terrible y escandalosa matanza no generó, sin embargo, ninguna responsabilidad penal ni política. El entonces ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, quien defendió el tratamiento militar de la huelga, no sólo se mantuvo en el cargo, sino que fue considerado el hombre providencial del régimen. Por su parte, el general Cortés Vargas fue ascendido y nombrado comandante de la Policía en Bogotá.

Seis meses después, en junio de 1929, con ocasión de una protesta callejera estudiantil en Bogotá, fue asesinado por la Policía Gonzalo Bravo Pérez. Era un estudiante de la élite bogotana, quien era además hijo de un amigo personal del presidente Abadía. Al día siguiente, en el Gun Club se reunieron representantes de la élite política y decidieron hablar con el presidente Abadía. Como resultado de esta reunión cayeron entonces el ministro Rengifo y el general Cortés Vargas.

Este hecho muestra la asimetría moral de la sociedad y el Estado colombianos frente a sus víctimas. Mientras que la masacre de centenares de trabajadores bananeros humildes no conmovió al gobierno de la época, la muerte de un estudiante de la élite hizo caer el gabinete.

Es obvio que la muerte por abuso policial de un estudiante es siempre grave y, en una democracia, debe ocasionar las correspondientes responsabilidades penales y políticas. Las renuncias aceptadas del ministro Rengifo y del general Cortés Vargas por la muerte del estudiante Bravo fueron entonces justificadas. Pero lo que salta a la vista es el contraste de esta actuación con la reacción gubernamental frente a un hecho más grave ocurrido poco antes: la masacre de las bananeras.

¿Estamos superando o perpetuando esa inaceptable asimetría moral? Un buen indicador será el último debate en el Congreso del estatuto de víctimas, pues el texto aprobado por la Comisión I discrimina a las víctimas de agentes de Estado, pues les impone injustificadamente mayores requisitos para acceder a las reparaciones. Si la Plenaria de la Cámara elimina esas discriminaciones habremos dado un paso en la dirección correcta.

* Director de Dejusticia (www.dejusticia.org) y profesor de la Universidad Nacional.

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