La masacre de Atanquez
Se ha vuelto tan cotidiano eL hecho de matar indígenas en Colombia, que Google ha inaugurado un nuevo servicio: “Reciba las últimas noticias acerca de muertes indígenas en Colombia con las Alertas de Google”. Ud. sentado en su casa o detrás del escritorio de su oficina, en su celular o en su computador recibe cada hora o cada tres horas, -o con la frecuencia que solicite- la noticia del momento: muertos uno, tres, diez indígenas.
En general, el gobierno, casi antes de que sea publicado el hecho, ya ha dicho que la cosa es muy rara, que es muy sospechosa, que ofrece recompensa por la información que conduzca a la captura de los homicidas. Horas después del pregón oficial, las agencias de noticias divulgan con bombo y platillos, que el asesinato no lo fue, que no se trata de un atentado sino de un accidente. Esa rectificación la hace siempre y cuando el crimen haya sucedido en zonas aseguradas por los militares o por los paramilitares. Porque de otra suerte, la recompensa pasa de los seis dígitos, y los responsables son inequívocamente los terroristas. La muerte de Edwin Legarda, esposo de la Consejera Mayor del CRIC, Aida Quilcué se debió, según el gobierno, a que la víctima no obedeció los avisos de “Pare, Retén, su ejército está en la vía. Vive Colombia, viaja por ella”. El veredicto de la muerte fue anunciado por el presidente Uribe al mismo tiempo que no disimuló su antipatía visceral hacia las medidas cautelares, y en general a los juicios que comprometen moral y económicamente al país.
El reciente asesinato de cuatro indígenas Kankuamos en una caseta al aire libre la noche de Año nuevo en Atanquez -estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta- tiene algunos bemoles propios que la diferencian del guion convencional. De entrada, tres de los cuatro muertos son de apellido Arias, que es una de las familias más golpeadas de la comunidad Kankuamo. En las dos últimas décadas han asesinado a 262 miembros de la etnia: simplemente un etnocidio. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó entonces al Estado colombiano medidas cautelares para proteger al pueblo kankuamo.
Como esas medidas no fueron plenamente observadas, el caso pasó a la Corte Interamericana que dictó Medidas Provisionales de Protección, un paso mucho más comprometedor para Colombia, puesto que se está ante un juez aceptado como instancia superior por el país. Por esta razón, la masacre de Atanquez es tan delicada para Uribe, y por esta razón, la fuerza pública pudo haber sido presionada para declarar que se trata de un “accidente” y no de un “atentado”. Las autoridades han dicho que los propios Kankuamos manipulaban un artefacto explosivo que estalló y causó la tragedia. Los indígenas argumentan que investigarán, pero que en principio, el hecho hace parte de la historia de asesinatos y desplazamientos ejecutada por el ejército, los paramilitares o la guerrilla. El artefacto no fue una bomba hechiza sino una granada de fragmentación patentada. Las pruebas fueron recogidas rápidamente por criminalística de la policía y poco se sabe sobre su examen pericial. La tesis del accidente trata de involucrar de manera directa a los indígenas, y responsabilizarlos para debilitar así la credibilidad de los hechos frente a la Corte.
De otro lado, desde hace varios años Kankuamos han exigido el retiro de los batallones militares instalados en su resguardo, aun hoy que el gobierno ha declarado que la región vive, según su diagnostico, en postconflicto. No hay que olvidar, además, que Uribe está empeñado en construir el embalse de Besotes, en la cuenca del Guatapuri, que beneficiará a las empresas palmeras del Cesar y afectará gravemente los resguardos Arhuaco, y Kankuamo.
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