“La joda va para largo”

Entre adormilado y fantasioso iba viajando el martes desde Cali hacia Popayán. Una carretera que después de pasar los aburridores cultivos de caña de azúcar del valle se vuelve interesante y bella en la loma. Adelante de Piendamó un pasajero gritó: “¡Ahí vienen!”, como si los estuviera esperando.


La buseta frenó detrás de un bus que había frenado detrás de un camión. Miré por la ventanilla y vi que de las lomas que dan al occidente bajaban saltando cercas cientos de campesinos negros. Gritaban y agitaban largos garrotes; la mayoría cargaban pequeños morrales. No había salido de mi asombro, cuando vi que del lado opuesto llegaban otros tantos indígenas con la misma actitud, aunque un poco menos nerviosos, seguramente por la práctica que tienen de tomarse la carretera Panamericana. Mezcladas las corrientes, atravesaron los vehículos, les desinflaron las llantas y nos ordenaron a todos los nerviosos y obedientes pasajeros que nos bajáramos porque “la joda va para largo”.

En dos minutos ya eran 20 carros, entre ellos un carrotanque que desocuparon y un camión lleno de ladrillos que repartieron. Dieron paso a una ambulancia y a dos camiones del Ejército. Cinco minutos después, los soldaditos regresaron a toda velocidad viendo que seguía concentrándose más y más gente en la carretera. Iban asustados y sudorosos. Me atreví a preguntarle a uno de los manifestantes de dónde venían y me respondió: “A usted qué le importa, pregúnteme más bien a qué venimos”.
Se lo pregunté: “A quedarnos”, me respondió con calma. Era evidente: algunos traían ollas y otros, costales con yuca y plátano. No vi niños, como dijo después la Policía, y había pocas mujeres, la mayoría indígenas. Los pasajeros, que éramos ya peatones, comenzamos a caminar con nuestros bártulos cuando vimos dos aviones militares sobre lo que ya era un monumental trancón. Al rato llegó un helicóptero. El culillo aumentaba a lo largo de la vía; todos sabíamos que en cualquier momento llegarían las cuadrillas del Esmad con sus granadas y su violencia. El miedo se transformaba en rabia y en ganas de pelear.

Las negritudes venían a pie desde Suárez y Buenos Aires, regiones mineras donde se explota el oro con batea desde hace cuatro siglos; hace unos años les construyeron la hidroeléctrica de Salvajina, que les quitó tierras y minas. Ahora, las retroexcavadoras explotan lechos de quebradas y los paramilitares vuelven a rondar sembrando el terror para que las comunidades terminen por aceptar la entrada de las grandes mineras.

Los indígenas nasas, que le han mostrado al país la fuerza organizativa que tienen, están en la carretera más como campesinos que como indígenas, en el sentido de que no sólo reclaman para sus resguardos las tierras de Cartón Colombia, sino también precios de sustentación para sus productos, crédito subsidiado, desmonte de los monopolios de los insumos agrícolas, libertad de comercio para sus semillas ancestrales, vías para sacar sus cosechas y, sobre todo, desmilitarización de las regiones.

El país hierve de fiebre. Los “labriegos” de Boyacá, que no salían a pelear desde la batalla del Pantano de Vargas; los cafeteros de Chinchiná; los lecheros de Ubaté; los paperos de Ipiales; los alverjeros de Sumapaz y los cacaoteros de Santander, todos salen, atraviesan troncos y se enfrentan a las tropas del Gobierno, cansados de las protestas pacíficas, de los pliegos de petición, de las respetuosas solicitudes burladas.

Los gobiernos, con el incumplimiento sistemático y deliberado de los acuerdos que firman con los campesinos y con el cumplimiento estricto de los acuerdos que firman con EE. UU., Europa, Corea, han obligado a la gente a las vías de hecho, a enfrentarse con las fuerzas armadas, para luego argumentar con cinismo que los labriegos están siendo utilizados por la guerrilla. Desprecian a la gente al mostrarla como una masa estúpida, ignorante y maleable, susceptible siempre de ser manejada por los agentes del mal, y por eso son capaces de firmar los TLC pensando sólo en los intereses de los “agentes del bien”.

Todo parece indicar que la “tortilla se les volteó”, como cantábamos hace 50 años —¡medio siglo!— cuando entramos los buses a la Universidad Nacional, en agosto de 1963. Casualmente recordaba las pedreas de aquellos años arrastrando un maletín de rueditas por la vía Panamericana, saltando troncos, esquivando torpedos de los manifestantes y bombas de la fuerza pública, la que mucho tiene de lo primero y nada de lo segundo.