La hora de la verdad: Obama en la Cumbre de Trinidad-Tobago

La inminente cumbre de las Américas pondrá a prueba la seriedad de las palabras pronunciadas por Joseph Biden en la “Cumbre del progresismo” que tuvo lugar en Viña del Mar a finales de Marzo. En esa oportunidad el vicepresidente de Estados Unidos dijo que “se acabó la época en que dábamos órdenes”. Lo curioso es que pese a tan promisorias palabras Biden fue muy enfático al afirmar que continuaría el bloqueo contra Cuba, ya próximo a cumplir medio siglo de vida. ¿Cómo conciliar ambas expresiones? La Casa Blanca dice por medio de su calificado vocero que desea instalar en la región un clima de diálogo, respeto y comprensión; pero, simultáneamente, revela que no está dispuesta a poner fin a un bloqueo criminal e ilegal que ha concitado el repudio universal desde hace décadas. ¿Cuál de estas dos afirmaciones representa la política de Barack Obama hacia nuestra región?


Con su enigmática declaración Biden fortalece la impresión de que más allá de sus encendidas promesas de campaña, sintetizadas en la fórmula “somos el cambio”, la administración Obama no parece demasiado preocupada por diferenciarse de su predecesor. Las grandes orientaciones de la política exterior de George W. Bush gozan de muy buena salud en dos áreas estratégicas de la Casa Blanca: guerra y economía. En la primera, habiendo no solo ratificado en su cargo al halcón Robert Gates como Secretario de Defensa sino también reforzando la presencia militar estadounidense en Afganistán y Pakistán mientras que el prolongado estacionamiento de sus tropas en Irak parece destinada a convertir a ese sufrido país en un eterno enclave neocolonial norteamericano. En lo tocante a la economía, el equipo de asesores y expertos seleccionado por Obama reúne a los cerebros que concibieron y llevaron a la práctica la radical desregulación del sistema financiero de los años noventas causante del fenomenal estallido de la burbuja especulativa en el verano boreal del 2008. Lo que se sabe de gentes como Robert Rubin, Lawrence Summers, Timothy Geithner y Paul Volcker es que los caracteriza una inconmovible fidelidad al neoliberalismo y a los intereses que éste representa: el capital financiero y los gigantescos oligopolios norteamericanos. Su presencia en la nueva administración de los demócratas pone de manifiesto su pertinaz empeño por restaurar la situación existente con antelación al estallido de la crisis, aplicando la misma medicina que ocasionara la debacle actual. Había otros economistas que, desde una perspectiva crítica y a la vez realista, podrían haber asesorado mucho mejor a Obama: mencionemos apenas dos, Paul Krugman, Premio Nobel de Economía en 2008, y Joseph Stiglitz, que obtuvo ese mismo lauro en el 2001. Pero Obama prefirió depositar su confianza en los gastados gurúes del neoliberalismo, con lo que se esfuman las esperanzas de una salida razonablemente civilizada de la crisis actual. El show mediático montado días atrás por el G-20 en Londres no permite pensar en otra cosa.

Bajo estas condiciones las declaraciones del nuevo gobierno estadounidense en el sentido de flexibilizar algunas restricciones en materia de viajes y visitas de familiares a Cuba merecen un aplauso, pero el mantenimiento del bloqueo económico a Cuba es absolutamente inaceptable y debe ser condenado sin atenuantes. Esto señala inequívocamente la magnitud del hiato que separa al Obama de la campaña electoral del Obama ocupante de la Casa Blanca. Agregaríamos: también del abismo que separa las ilusiones de los cultores de la “obamamanía” en muchos países de la región y fuera de ella, principalmente en Europa, de las políticas que aquél está llevando a cabo en su inescapable condición de jefe del imperio. Sus promesas de revisar la política anti-cubana que los sucesivos gobiernos de la Casa Blanca instalaron desde los inicios mismos de la Revolución parecen destinadas a ser llevadas por el viento. Hasta ahora, lo que se advierten son gestos dirigidos a maquillar el bloqueo pero nada más. Un bloqueo que, conviene recordarlo, es económico, comercial, financiero, migratorio (por la canallesca “Ley de Ajuste Cubano”) e informático, impidiendo a la isla acceder a bandas de Internet de alta velocidad.

El terco mantenimiento de esta situación es un síntoma revelador de sorprendentes patologías políticas que entorpecerán la gestión innovadora que debería tener un presidente estadounidense enfrentado a una crisis como la actual. ¿Cuáles patologías? Veamos: en primer lugar, la de una superpotencia imperialista que en lugar de definir su política exterior en función de sus intereses nacionales y criterios globales mantiene una agresiva política hacia un país, Cuba, que de manera alguna amenaza su seguridad nacional. El resultado ha sido la profundización del descrédito de Estados Unidos en la arena internacional, la irritación de los gobiernos y las poblaciones del hemisferio y una sensible pérdida de influencia en la región, puesta en evidencia por el espectacular fracaso del ALCA, ignominiosamente sepultado en la anterior cumbre de presidentes reunida en Mar del Plata en 2005. ¿Cuál fue el pecado de Cuba? Algo imperdonable para los amos del imperio: haber luchado exitosamente por su autodeterminación y por su dignidad, desembarazándose de las cadenas que la aherrojaron primero al colonialismo español y luego al imperialismo norteamericano. Por eso se la castiga brutalmente, como un escarmiento ante su osadía y como una lección para quienes sueñen con imitarla. Pero el tiempo se encargó de demostrar que lo único que logró esa política fue alimentar el sentimiento anti-imperialista de las masas y crear las condiciones para el advenimiento de una pléyade de gobiernos de izquierda y centroizquierda que, por distintas razones, frustraron el “sueño americano” de una América Latina sometida a los designios del ALCA.

En segundo lugar, Estados Unidos se presenta como un curioso país que, por lo dicho más arriba, no tiene una sino dos políticas exteriores: una, para Cuba y otra para el resto del mundo. En materia migratoria, la “Ley de Ajuste Cubano” otorga la green card a cualquier ciudadano cubano que pise suelo norteamericano; para el resto del mundo, en cambio, existen complicadísimos trámites de inmigración. El migrante haitiano, o dominicano, que arriesga su vida atravesando el Caribe en frágiles embarcaciones será hecho prisionero y luego devuelto a su país de origen en caso de ser atrapado; el cubano, en cambio, una vez que pisa suelo estadounidense automáticamente pasa a disfrutar de todas las franquicias que se conceden a los inmigrantes legales. En el caso de la frontera sur de Estados Unidos la persecución a los indocumentados mexicanos o centroamericanos es implacable: no sólo se ha erigido un infame muro en la frontera mexicano-estadounidense; también están la cacería de “la migra” y las masacres de los vigilantes de la frontera, todo lo cual contrasta odiosamente con el trato privilegiado que se otorga a los inmigrantes cubanos. Otro ejemplo de patología política: el Departamento de Estado condena incansablemente al régimen de partido único de Cuba, denuncia los supuestos déficits de su “calidad institucional” y proclama abiertamente la necesidad de producir un “cambio de régimen”, eufemismo para referirse a la concreción de la contrarrevolución. Pero esta política, con su definición de principios, contrasta llamativamente con las fraternales relaciones que Washington cultiva con Arabia Saudita, país en el cual los partidos políticos están prohibidos, el despotismo monárquico es absoluto y la democracia una quimera; contrasta también con las intensas relaciones económicas forjadas con países como China y Vietnam cuyos sistemas de partidos son muy similares al que existe en Cuba. ¿Cuál es la razón de tamaña discriminación, de esta colosal inconsistencia de la política exterior norteamericana? No hay razón alguna; sólo el chantaje de un lobby mafioso ante el cual Washington se postra deshonrosamente.

Tercera patología: el bloqueo revela que Cuba ocupa un lugar especialísimo en el imaginario de la clase dominante estadounidense. Pese al tiempo transcurrido sus integrantes y sus representantes políticos no se resignan haber perdido a Cuba e insisten en recuperarla, en apropiarse de ella apelando a cualquier recurso. Cuba es su enfermiza obsesión, la sienten como un trofeo de guerra –de una guerra donde los patriotas cubanos habían derrotado al poder colonial español y que luego Estados Unidos con sucias artimañas les arrebató la victoria- y en pos de ella son capaces de cualquier cosa. Casi medio siglo de bloqueo es un fenómeno que no tiene parangón en la historia del imperialismo. Imperios anteriores, desde Esparta y Roma hasta hoy, sitiaron por un tiempo algunas ciudades. Pero sostener un bloqueo integral como el que padece Cuba es algo que no tiene precedente alguno en la historia de la humanidad. Constituye una monstruosidad, una verdadera aberración y una imperdonable inmoralidad. El mantenimiento de una política que ha fracasado ostensiblemente, que ha terminado por aislar a Estados Unidos, sólo puede comprenderse como una señal de la decadencia de la clase política norteamericana. Con la inminente reapertura de las relaciones diplomáticas con Costa Rica y El Salvador, Estados Unidos será el único país del sistema interamericano que no tiene relaciones con Cuba. ¿Cómo sostener una política que no sólo ha fracasado en promover el tan anhelado “cambio de régimen” sino que, a su vez, ha convertido a Estados Unidos en una suerte de paria del sistema internacional cuando en la última votación de la Asamblea General de la ONU el bloqueo fue condenado por 185 de los 192 países miembros de la organización?

Por consiguiente, si Obama quiere dar un nuevo comienzo a la relación con América Latina y el Caribe hay un primer paso que es inevitable: debe levantar total e incondicionalmente el bloqueo e iniciar de inmediato conversaciones para normalizar la relación con La Habana. Debe reconocer que Cuba no está aislada y que quien está aislado es Estados Unidos. Con el transcurrir de los años el prestigio de Cuba se ha ido agigantando, porque siendo un país pequeño ha demostrado una notable coherencia y fortaleza en su política exterior. Cuba ayuda más que Estados Unidos a los pueblos de nuestra América y, en general, del Tercer Mundo; lo hace con sus médicos, sus alfabetizadores, sus técnicos, sus entrenadores deportivos y su amplísimo programa de cooperación científica y técnica con unos cien países. Cuba da, mientras Estados Unidos quita. Y la ejemplar resistencia de Cuba le ha granjeado el respeto de la comunidad internacional y, muy especialmente de los pueblos y gobiernos de América Latina y el Caribe, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas. Los gobernantes que acudirán a la cita de Trinidad-Tobago no podrán profundizar las relaciones de cooperación con la Casa Blanca en materias como la migración, el narcotráfico, el terrorismo y tantas otras a menos que se remueva de raíz el obstáculo que representa el mantenimiento del bloqueo a Cuba. De lo contrario pagarían un enorme costo político y podrían ser desalojados del gobierno más pronto que tarde. Hay varios ejemplos recientes que ilustran este aserto.

Demorar el levantamiento del bloqueo sólo servirá para perjudicar al interés nacional de Estados Unidos y los de numerosos individuos y empresas de ese país, sacrificados en aras de un lobby como el que aglutina la Fundación Nacional Cubano-Americana que es una verdadera vergüenza para la política norteamericana. Esto se va tornando cada vez más obvio para una parte creciente de la dirigencia política estadounidense. La misiva que el senador Richard Lugar le enviara al Presidente Barack Obama el 30 de Marzo de este año es sumamente elocuente. En ella, el senador por Indiana dice que la política de Estados Unidos hacia Cuba ha fracasado y que, debido a ello, “nuestros intereses políticos y de seguridad más globales” están siendo socavados. Esto requiere una “transición en las relaciones cubano-estadounidenses” y el momento para la misma es ahora: durante la Cumbre de las Américas. Lugar agrega que la política seguida por la Casa Blanca contrasta estridentemente con el acrecentado relacionamiento de los países de América Latina y el Caribe con Cuba. Las recientes declaraciones anunciando planes para restablecer las relaciones diplomáticas con Costa Rica y El Salvador, la serie de visitas a La Habana por los presidentes de Ecuador, Bolivia, Venezuela, Chile, Argentina, Brasil, Haití, República Dominicana, Guatemala, Nicaragua y Honduras y varios más del área del Caribe y la incorporación de Cuba al Grupo de Río demuestran, a su juicio, la soledad en que ha caído Estados Unidos. “El embargo dispuesto sobre Cuba es asimismo fuente de controversias entre Estados Unidos y la Unión Europea, así como en las Naciones Unidas, que ha aprobado una resolución muy ampliamente refrendada por los demás países condenando el embargo de Estados Unidos durante los últimos 17 años. Para el resto del mundo”, continúa Lugar, “nuestro actual enfoque desafía toda lógica: aún durante los momentos más álgidos de la Guerra Fría, los canales diplomáticos directos con la ex Unión Soviética jamás fueron cortados.” Agregaríamos: ¿cómo es posible que Estados Unidos mantenga conversaciones con países como Irán y Corea del Norte y se niegue terminantemente a hacerlo con Cuba? ¿Cómo justificar tan enfermizo empecinamiento?

El mensaje de Lugar es suficientemente claro: en una época de crisis como esta la Casa Blanca no puede darse el lujo de seguir siendo vista con enorme recelo por pueblos y gobiernos de la región. Su credibilidad internacional como una potencia que se ha arrogado la misión de promover la paz, la libertad y la democracia se desvanece irreparablemente por su política anti-cubana, aparte de tantas otras. La intención de Obama de ser visto como una radical renovación de la política norteamericana quedaría como una palabrería vacía de todo contenido si su gobierno no produjese, ya mismo, una radical rectificación de su política hacia Cuba cuyo primer paso es el inmediato levantamiento del bloqueo (que en Estados Unidos prefieren denominarlo mañosamente como “embargo”, concientes del repudio universal que concita esta política). Por otra parte, no debería escapar a la atención de los estrategos norteamericanos que el imprescindible mejoramiento de las relaciones entre Estados Unidos y los países de América Latina –imprescindible, decimos, dada la inédita debilidad de la superpotencia estancada en aventuras militares sin destino en Irak y Afganistán y brutalmente golpeada por la crisis económica- se vería negativamente influenciado por el mantenimiento del bloqueo. Todos los países de la región, aún aquellos gobernados por partidos o coaliciones de derecha, se han manifestado en contra del bloqueo, y para Washington sería imposible conferirle credibilidad a su promesa de fundar un nuevo patrón de relaciones inter-americanas si al mismo tiempo se preserva una retórica y una política inspiradas en el apogeo de la Guerra Fría. No sólo se perjudican los intereses económicos estadounidenses sino también se atenta contra la credibilidad global de la política exterior norteamericana.

En otras palabras, las buenas relaciones en el ámbito interamericano deberán construirse sobre la base de gestos e iniciativas concretas que demuestren la seriedad de las intenciones de la Casa Blanca, su capacidad real para producir políticas innovadoras y los alcances de su pregonado compromiso con un orden hemisférico basado en el diálogo y el respeto mutuo. Los gobiernos de América Latina y el Caribe que asistirán a la Cumbre de Trinidad-Tobago saben que sin acabar con el bloqueo el nuevo orden que Washington pretende construir será inviable, estará muerto antes de nacer. Pese a su ausencia Cuba tendrá un papel estelar en esa reunión y nuestros gobiernos deberán actuar con gran firmeza y coordinadamente para exigir el levantamiento del bloqueo; de lo contrario serán copartícipes del fracaso, pagando un alto costo en sus respectivos países. En Puerto España Obama se enfrentará a la hora de la verdad. Su conducta en ese cónclave será el test ácido que pondrá de manifiesto si está o no a la altura de los desafíos que le impone la historia. Y esto no sólo en relación a la cuestión cubana sino también ante los gravísimos retos que brotan de la crisis general del capitalismo.

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