La formación de una cultura “traqueta” en Colombia
En los últimos veinte años se consolidó en Colombia una cultura que puede ser denominada como traqueta, un término procedente del lenguaje que utilizan los sicarios del narcotráfico y del paramilitarismo en Medellín, el cual hace referencia al sonido característico de una ametralladora cuando es disparada (tra tra tra).
Traqueteo era originalmente el miembro del escalón inferior en la pirámide delincuencial del bajo mundo paisa, que corresponde al matón a sueldo, al sicario que dispara a mansalva y a sangre fría a quien se le ordene, a cambio de una suma de dinero.
El traqueto resuelve cualquier asunto mediante la violencia física directa, pregona su acendrado machismo, hace ostentación en público —entre sus familiares y otros malandros— de los asesinatos cometidos, despilfarra en una noche de farra el pago que recibe por cumplir un “trabajo sicarial” o por haber “coronado” un cargamento de droga fuera del territorio colombiano, compra con moneda todo lo que esté a su alcance (mujeres, sexo, amigos ), aunque sea pobre odia a los pobres y, a nombre de la moral católica, detesta lo que huela a lucha social en el barrio, la escuela o el sitio de trabajo…
Esta cultura traqueta salió́ de un marco restringido y perfectamente localizado, cuando el cartel de Medellín y los asesinos de las autodefensas se expandieron por el territorio colombiano. El traqueto, este producto de las subculturas del narcotráfico y del paramilitarismo, en poco tiempo se convirtió́ en el símbolo distintivo de la sociedad colombiana. ¿Cómo y por qué́ sucedió́?
La imposición de una cultura en la que sobresale el apego a la violencia, al dinero, al machismo, a la discriminación, al racismo, es un complemento y un resultado de la desigualdad que caracteriza a la sociedad colombiana. Para preservar la injusticia aquí imperante, las clases dominantes y el Estado forjaron una alianza estrecha con los barones del narcotráfico y con grupos de asesinos a sueldo, como viene aconteciendo desde comienzos de la década de 1980, cuando mercenarios de Israel adiestraron en el Magdalena Medio a los grupos criminales de las mal llamadas “Autodefensas”, con la participación activa del Ejercito, la Policía, políticos bipartidistas, terratenientes y ganaderos.
Estos grupos criminales, auspiciados por el Estado, tenían como objetivo erradicar a sangre, fuego y motosierra cualquier proyecto político alternativo que planteara una democratización real de la sociedad colombiana, como se evidenció en diversas regiones del país cuando las alcaldías y gobernaciones—luego de que fuera aprobada su elección directa— empezaron a ser ocupadas por dirigentes y militantes de izquierda, elegidos en forma legal. Los gamonales de los partidos tradicionales vieron en peligro su poder local y regional y para mantenerlo optaron por matar a sus adversarios.
Esto se ejemplifica, para citar solo un caso, con lo que sucedió́ en Segovia (Antioquia) en noviembre de 1988, cuando fueron asesinadas 43 personas y heridas otras 45. La acción criminal tenía como objetivo exterminar en el municipio a los miembros de la Unión Patriótica, el grupo político que había ganado las elecciones en marzo de ese mismo año. El responsable intelectual de la masacre, que ha sido condenado a 30 años de cárcel, un “distinguido” dirigente del Partido Liberal, utilizó a los sicarios y criminales de guerra de las “Autodefensas” para que le despejaran el camino de incómodos adversarios de izquierda y le permitieran mantener su feudo electoral.
La eliminación de quienes son considerados como enemigos de las “gentes de bien”, se sustenta en un visceral anticomunismo, que justifica a posteriori los crímenes de campesinos, dirigentes sindicales, profesores, estudiantes, mujeres pobres, defensores de derechos humanos, militantes de izquierda Los argumentos esgrimidos replican letra por letra lo que originalmente habían dicho Carlos Ledher, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha (Alias el mexicano), o cualquiera de los barones del narcotráfico y del sicariato, que nunca ocultaron sus credenciales procapitalistas y su odio a cualquier proyecto democrático y de izquierda. Lo que éstos hacían y decían fue apoyado por diversas fracciones de las clases dominantes, (industriales, comerciantes, financistas, exportadores, cafeteros, terratenientes, ganaderos, propietarios urbanos ), junto con las jerarquías eclesiásticas, el mundo deportivo (recuérdese lo que ha sucedido con los equipos de futbol, cuyos propietarios están ligados a diversos clanes del narcoparamilitarismo), las reinas de belleza, los periodistas; todos ellos se convirtieron en sujetos activos y conscientes de la “nueva cultura” y de sus “valores”: violencia inusitada, enriquecimiento fácil e inmediato, endiosamiento del dinero y el consumo, destrucción de las organizaciones sociales y sus dirigentes, eliminación de los partidos políticos de izquierda (el caso emblemático es el de la Unión Patriótica), apego incondicional a los dogmas neoliberales y al libre mercado, posturas políticas neo-conservadoras sustentadas en una falsa moral religiosa mandada a recoger hace siglos (que condena el aborto, la homosexualidad, los matrimonios de parejas del mismo sexo…).
Después de dos décadas, estos patrones culturales se han hecho dominantes a escala nacional, sobre todo después del 2002, cuando desde el Estado se presentó́ como algo normal y tolerable aquello que identifica al traqueto y se convirtió́ en la lógica cultural hegemónica del capitalismo salvaje a la colombiana. Desde ese instante, la cultura traqueta, de orígenes mafiosos, salió́ del closet en el que estuvo recluida durante varios años y se hizo dominante en el imaginario de gran parte de los colombianos. Lo que antes era condenado adquirió́ prestigio y respetabilidad, porque desde la Presidencia de la República se exaltaban como grandiosas las actitudes y comportamientos delincuenciales propios de cualquier matón de barrio, y la misma Casa de Nariño se convirtió́ en un nido de víboras, ocupado por delincuentes de todo pelambre, empezando por los Jefes de Seguridad, que eran testaferros del paramilitarismo, como se ha confirmado recientemente.
La prensa y la televisión se encargaron de legitimar y de presentar como aceptable la criminalidad que se implantó en los altos órganos del Estado, en el que se incluye el Parlamento, el poder judicial y el Ejecutivo. Ahora se bendice la corrupción, el robo, el despojo, el enriquecimiento, el nepotismo, y se enaltecen como héroes y salvadores de la patria a los asesinos de cuello blanco y a sus sicarios y, al mismo tiempo, se fomenta el odio, el espíritu guerrerista, el clasismo, y se adora a los “nuevos héroes” de la muerte, entre los que sobresalen los jefes paramilitares, empezando por sus ideólogos presidenciables.
En la televisión se promociona la estética traqueta (Sin tetas no hay paraíso, Pablo Escobar, El Mexicano y otras series por el estilo), con la cual se convierten en valores dominantes el individualismo, la competencia, el culto a la violencia, la mercantilización del cuerpo, la prostitución, el sicariato, la adoración a la riqueza y a los ricos, el desprecio hacia los pobres… Futbol, mujeres desnudas, telenovelas, chismes de farándula sobre las estupideces que realizan las vedettes constituyen el menú́ de imágenes y sonidos que presenta la televisión colombiana y que configura el telón de fondo de la cultura traqueta que se erige como modelo de vida para millones de colombianos que jamás saben de la existencia de un libro, de un debate de ideas, de una obra de teatro, de un poema, y de todo aquello que ilustra y hace culto a un pueblo. Como nada de esto se le ofrece a la gente a través de la televisión, ya no se soporta algo que suponga razonar, pensar, cuestionar o dudar, sino que, como borregos amaestrados, los televidentes consumen la basura mediática que se les brinda a diario, que profundiza la ignorancia de todas las clases, y se vuelve normal la persecución de todos aquellos que piensen y actúen en forma diferente a los cánones traquetos establecidos.
Desde el Estado y la televisión se tornaron dominantes en el país algunas pautas culturales que antes eran excepcionales y localizadas y, en gran parte de los colombianos, se volvió́ costumbre “aprovechar cualquier papayazo”, eufemismo con el que se justifica lo que produzca réditos individuales, ganancias y beneficios a costa de los demás, sin importar los medios que se utilicen para alcanzar cualquier fin. Y de esto dictan catedra las clases dominantes de este país y el Estado, porque son las que roban a granel las arcas del erario (los Nule, los hijos de Uribe y compañía), despojan las tierras de los campesinos e indígenas a través de “prestigiosos” bufetes de abogados, como acontece con el Modelo Agroindustrial en los Llanos orientales, entregan los territorios y riquezas naturales y minerales del país a cambio de dadivas insignificantes o de un cargo en una empresa multinacional, se niegan a aplicar las decisiones de tribunales internacionales cuando les viene en gana, como sucede ahora mismo con la decisión de la Corte Internacional de la Haya.
Le “doy en la cara marica”, “fumíguelo a mi nombre”, “esa Negra Piedad hay que matarla”, “hay que aplicarle electricidad a los estudiantes” son algunas de las frases más infames de los últimos tiempos, que han sido pronunciadas por “notables” personajes desde el ámbito político o mediático, que son reproducidos en la vida cotidiana y se materializan en la violencia física y simbólica de todos los días contra mujeres humildes, indígenas y pobres en general, aunque muchas de ellas sean realizadas por pobres.
En dos ámbitos se destila cultura traqueta al más puro estilo de Pablo Escobar o Carlos Castaño: en la política y en el periodismo. En la política, ya no se necesita hoja de vida en que consten las realizaciones de un candidato en la esfera pública, sino que se exhibe un prontuario criminal sin pudor alguno, que incita a los electores a votar por los mafiosos de turno, como sucede entre la Camorra italiana.
Esto se confirma con la lista para el senado del Centro Democrático, cuyos nombres no tienen nada que envidiarle a cualquier catálogo de delincuentes y sicarios, empezando por el nombre que la encabeza. Algo similar sucede con el Procurador General de la Nación, quien muestra entre su palmarés la quema de libros con sus propias manos. Y lo peor del asunto estriba en que esos individuos, que además son terriblemente ignorantes, son respaldados por buena parte de la sociedad, para la cual esos crímenes no son reprochables sino un distintivo digno de ser imitado.
En el periodismo se ha impuesto el sicario de escritorio, que con impunidad condena a quienes no se pliegan a la lógica dominante —a muchos de los cuales sentencian a una muerte segura—, al tiempo que celebra las realizaciones de los traquetos de cuello blanco en el Estado o en cualquier actividad económica (como acontece con las multinacionales como Pacific Rubiales, La Drumond, Chiquita Brands, Nestlé… que cuentan con una cohorte interminable de plumíferos a su servicio) y aplaude y exalta cualquier estupidez, mentira o acción delictiva que realice alguno de los encumbrados personajes de la politiquería.
Al cabo del tiempo se entiende que se haya hecho hegemónica la cultura traqueta, algo así como la expresión superestructural del capitalismo gangsteril a la colombiana, el que no repara en utilizar todos los instrumentos (violentos, jurídicos, económicos) para mantener sus niveles de acumulación, que dependen de su postración ante el capital imperialista. Como esos procesos de acumulación de capital mafioso son en esencia violentos y recurren en forma permanente al despojo y a la expropiación (como se muestra con lo acontecido en la educación, la salud, la seguridad social, la tierra, el agua, los parques naturales), no resulta sorprendente que de allí se desprendiera, tarde o temprano, una cultura simétrica de tinte mafioso, en la cual se conjugan los antivalores propios del neoliberalismo económico y del neoconservadurismo político e ideológico con las pautas culturales de la delincuencia y del lumpen. Y, lo que es significativo, la cultura traqueta fue asumida por las clases dominantes de este país que abandonaron cualquier proyecto de la cultura burguesa que antes les proporcionaba una distinción cultural y un refinamiento estético —recuérdese no más aquello de que Colombia era un país de poetas, de escritores y de hombres ilustrados en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX y que Bogotá́ era la “Atenas Sudamericana”—, y hoy en los encumbrados peldaños del poder económico (capital financiero, por ejemplo) predomina una vulgar lógica traqueta, que destella odio y violencia hacia los pobres.
Pero, a pesar de la represión, la censura, la persecución, en Colombia no sólo hay cultura traqueta, pues en muchos lugares de nuestro territorio, distintas comunidades preservan sus propios valores y con dignidad practican la solidaridad, la ayuda mutua, el desprendimiento, con lo que ayudan a sentar los cimientos de otro tipo de cultura y de sociedad. En esa dirección, el terreno cultural se convierte en un espacio de lucha, porque la construcción de otra sociedad requiere disputarle la hegemonía a la cultura traqueta e impulsar una contra-hegemonía, que afiance otros valores y formas alternativas de ver el mundo, tal y como sucede en otros lugares de nuestra América en donde se enaltece la vida digna y el buen vivir, como proyectos culturales en los que se enfrenta a la mercantilización, el individualismo, el consumismo exacerbado y el culto a la muerte.
(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Capitalismo y Despojo.
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