La crueldad vino después de la Operación Orión
El 16 de octubre de 2002 comenzó el proyecto de pacificación en la comuna 13 de Medellín, que luego consolidaron las AUC apelando a la desaparición forzada. Crónica inconclusa de una tragedia expuesta como exitosa por las autoridades.
“Mami, me voy a ir con ellos que me tienen que hacer unas preguntas”. Las palabras fueron pronunciadas por Arles Edison sin mayores premuras. Se escucharon tranquilas y se percibía en ellas la promesa de un pronto regreso. Pero la intuición femenina le hizo sentir a Luz Enith que en ese momento se estaba abriendo una puerta a la fatalidad. Por eso ella no olvida ese instante.
Eran las 8:45 de la noche del sábado 30 de noviembre del año 2002. Arles Edison y Luz Enith trabajaban en medio del ruido caótico al que ya se habían acostumbrado: los comensales hablaban, masticaban, gesticulaban, palmoteaban para solicitar atención. Las risas y las voces se mezclaban con los sonidos de botellas, platos y cubiertos. Se sentía el movimiento cotidiano de una noche de fin de semana en Asados El 20.
Pero aquella noche la rutina se quebró cuando llegaron a la puerta del local dos hombres muy bien vestidos que nunca había visto por allí y le preguntaron a Luz Enith el precio del pollo asado; ella, cortésmente, les respondió. Después se interesaron en saber quién era su esposo y señaló a Arles Edison. Ellos le corrigieron: “no a su patrón, a su esposo”. Ella les aclaró qué el señalado era su esposo. Luego le averiguaron por el negocio, si era propio. Les contestó que no, que el inmueble era arrendado. Ellos simplemente lo administraban. Los dos hombres no preguntaron más y se fueron.
Temerosa de ese extraño y corto interrogatorio, se le acercó a su esposo: “Mi amor, esa gente estaba preguntando que quién era usted, que cómo se llamaba, que si el negocio era de nosotros”. Él, sobresaltado, le preguntó: “¿Será que nos van a atracar?”. De inmediato, se fue hasta el fondo del negocio y escondió la plata que habían recogido de la venta de esa noche.
Cuando volvió al salón, vio en la puerta del local a los dos hombres que minutos antes habían abordado a Luz Enith, pero esta vez acompañados de dos hombres más. Uno de ellos, con voz seca, lo llamó: “Arles, hágame el favor”. Él salió a atenderlos. Su esposa lo quiso acompañar, pero uno de los desconocidos se lo impidió. Hablaron cerca de cinco minutos, después de los cuales llamó a Luz Enith y le dijo: “mami, me voy a ir con ellos que me tienen que hacer unas preguntas”. Uno de los hombres también se dirigió a la mujer y la intentó tranquilizar: “dentro de una hora se lo regresamos porque mi patrón, el que va a hacer las preguntas, no está por acá”. En una reacción instintiva, Luz Enith agarró a su esposo de la mano y le dijo, angustiada, que no se fuera solo: “Espéreme yo cierro el asadero y nos vamos juntos”. En respuesta, recibió de su esposo un no rotundo: “mejor quédese despachando los pollos que hacen falta para vender que yo le prometo que vuelvo”.
Justo en ese instante apareció un taxi y su conductor se mostraba presuroso. De inmediato, quienes interrogaban a Arles Edison abrieron las puertas del vehículo y lo obligaron a abordarlo. Junto a él se acomodaron tres más y otro se ubicó al lado del conductor. Luego, raudo, el carro partió del lugar. Temiendo lo peor, Luz Enith se desesperó y comenzó gritar que la ayudaran porque a su marido se lo estaban llevando. Pero nadie respondió a su voz de auxilio. La mujer entonces inició una búsqueda desesperada que la llevó a encontrarse cara a cara, tres días después, con los enterradores.
Fue una tarde de nubes bajas y prontas a romper en lluvia. Un frío penetrante acompañaba los presurosos pasos de Luz Enith y Alberto, su cuñado. Ella, profundamente triste, se aferraba a su rosario, buscando protegerse de lo desconocido. Él, en silencio, seguía a la mujer. El susto les impedía modular cualquier palabra. Cada paso en aquella montaña los conducía a un destino donde la vida dependía de otros. A lo lejos se veía la ciudad. Rugiente, acelerada, atascada entre el pasado y el presente.
Después de haber dejado las últimas casas y adentrarse en una senda demarcada en la tierra por los continuos pasos de quienes la transitan, Luz Enith y Alberto llegaron a un claro en el monte. Allí, varios hombres cavaban la tierra de manera pausada, sin afán, cada uno concentrado en una pequeña franja del terreno. No saludaron, ocultaron sus rostros, sus ojos evitaron la mirada de aquella mujer y de aquel hombre que lograron subir hasta ahí sobreponiéndose al miedo.
En aquel sitio lóbrego, donde los enterradores persistían en perforar la tierra y abrir varias fosas, Luz Enith esperaba encontrar indicios de su esposo. Un vecino le dijo que tal vez los hombres que se lo llevaron lo habrían conducido hasta esa montaña y lo tendrían retenido en alguna casa campesina. Esa era una versión optimista. La pesimista circulaba en voz baja entre sus amistades: quizás esté en ese lugar, sí, pero enterrado.
Ambas versiones circulaban profusamente no sólo en el barrio 20 de Julio, de donde se habían llevado a Arles Edison, sino en otra decena de barrios de la populosa comuna 13 de Medellín, ubicada en las laderas occidentales del valle que rodea la capital del departamento de Antioquia. Lo que se rumoraba es que, una vez concluyó la Operación Orión, los paramilitares comenzaron a mandar en las calles, de día y de noche; querían imponer su autoridad y borrar todo vestigio de aquella insurgencia armada que había asentado allí sus bases de operación. Lo que se decía asustaba a Luz Enith.
Unos metros más adelante del lugar donde estaban los enterradores, ella y su cuñado encontraron una casa rústica. Superando de nuevo el temor que les recorría sus agitados cuerpos atravesaron la puerta principal. No había gente en ella, pero lo que vieron los llenó de curiosidad: atados de ropa y zapatos regados por todo lado. Salieron apresurados porque querían emprender el regreso lo antes posible.
El ambiente frío en aquellos parajes los estaba agobiando. Alejados unos pasos de la casucha solitaria y desorganizada apareció un hombre joven, portando un radioteléfono: “¿Ustedes qué buscan?”, preguntó con voz altanera. Luz Enith respondió: “Yo quiero saber qué pasó con mi esposo, pues hay rumores de que ustedes lo tienen”. El desconocido la interpeló: “¿Y quién es su esposo?”. “Es la persona más noble y más señor en el sentido de la palabra que había en el barrio el 20 de Julio. Se llama Arles”, contestó ella y con voz segura reclamó: “yo quiero hablar con su patrón”.
El joven se apartó unos metros de Luz Enith y Alberto y comenzó a hablar por el radioteléfono. Sus palabras y las de su interlocutor eran inaudibles. Minutos después se acercó de nuevo a ellos y en tono imperativo les dijo que se fueran: “¡Váyanse! ¡Váyanse ya! Seguro que su esposo estaba en ese barrio donde sólo hay guerrilleros”, vociferó, y para aterrorizarla agregó: “tranquila, que él le llega picado entre una bolsa de basura”. La amenaza del hombre no se cumplió, pero ya han pasado casi diez años y Arles aún no aparece.
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