Kafka y los cabarets de Berlín (I)

Lo más singular que tiene la versión moderna del progreso es que sus maravillas están en las vitrinas y sus horrores están en la trastienda.


Cada vez que alguien formula dudas o incertidumbres sobre el rumbo de la civilización, los defensores más ingenuos y menos reflexivos de la idea de progreso piensan que se está tratando de negar algo evidente: que la humanidad ha conseguido muchos avances a lo largo del tiempo.
Los chinos inventaron el arado y el cepillo de dientes, el paraguas y la silla plegable, en la aurora misma de la civilización. La humanidad ha pasado la existencia descubriendo formas de hacer más amable la vida en la tierra, menos rigurosa la lucha con la naturaleza, investigando, conociendo, y creando a partir de ese conocimiento toda clase de fórmulas de civilización, recursos para hacer la aventura de vivir más segura, más confortable y más feliz.
Sin embargo, desde el comienzo también la humanidad ha mostrado otra de sus facetas: su carácter agresivo y autodestructivo, y ese costado de la condición humana también se presenta en el campo de la investigación y de la invención. Tallamos hachas de piedra para hacer más fácil el trabajo, pero también para luchar contra las bestias y contra los otros humanos; procesamos medicinas, pero también venenos; inventamos sogas y cadenas que sirven para infinitas tareas benéficas, pero que igual pueden servir para ahorcar a los demás o para esclavizarlos.
En principio la discusión no sería sobre la idea de progreso sino sobre los eternos peligros de la condición humana, pero es importante advertir que a medida que se hace mayor la capacidad técnica de hacer cosas positivas y benéficas también crece la capacidad de hacer cosas peligrosas y destructivas.
Este simple razonamiento debería hacer comprender a los entusiastas del progreso que a medida que crecen las potencias creadoras corremos el riesgo de que crezcan también las potencias destructivas, y basta mirar el mundo moderno para advertir que no sólo abundan los inventos ingeniosos, útiles y prodigiosos, sino que también han crecido los peligros. Arsenales nucleares, contaminación de la atmósfera y de los mares, proliferación de basuras, armamentismo, adicciones que degradan y destruyen.
Sería necio negar la utilidad de la comunicación telefónica, pero no sobra señalar que la proliferación de teléfonos celulares no comporta sólo un avance: cada vez es menos importante la persona que tenemos al frente y siempre queremos atender con prioridad al que llama de lejos. Antes sólo teníamos la evidencia de las tragedias que ocurrían en nuestro entorno, ahora, gracias a la revolución de las comunicaciones, asistimos, conmovidos y casi siempre impotentes, a la avalancha de las tragedias planetarias: las pateras donde naufragan los africanos que huyen hacia Europa, las ochenta ballenas que se varan en las playas australianas, el hombre que aterroriza una escuela de los Estados Unidos, el muchacho noruego que dispara sobre decenas de jóvenes, el marido que mata a su mujer en España, los tiroteos en las favelas de Río de Janeiro, el tsunami de Japón, las masacres de Colombia, los peces radiactivos que arrojan las mareas en las playas de Alaska.
Asumamos que es una ventaja poder saber lo que pasa en todo el mundo; asumamos también que la proliferación de leches antiácidas en nuestra época revela que han aumentado los niveles de estrés, como parte del legado deslumbrante de la civilización. También abundan en nuestro tiempo los antidepresivos y los somníferos. A menudo la época inventa remedios para los males que ella misma produce: puede resultar incluso un gran negocio ante la contaminación de las aguas vender agua pura embotellada y ante la destrucción de la capa de ozono vender protectores solares.
Cada edad tiene sus bendiciones y sus peligros: uno de esos peligros consiste en pensar que la nuestra sólo tiene bendiciones, que la ciencia, la técnica y la industria se desvelan únicamente en la creación de cosas que nos salven de la enfermedad, de la opresión y de la violencia. La medicina avanza en el control de muchas enfermedades, pero desde hace dos mil quinientos años la tortuga siempre va adelante de Aquiles por una fracción de milímetro: la muerte sigue siendo el desenlace de toda vida.
Así como nosotros nos defendemos de las bacterias, las bacterias se hacen resistentes a los antibióticos; las especies que utilizamos lejos de su sitio de origen para controlar plagas pueden convertirse en plagas aún más destructivas, como los gatos de Australia o los caracoles africanos.
Hay triunfos indudables: los antibióticos, los analgésicos, las anestesias, han sido bendiciones frente al antiguo tormento del dolor físico, y sólo son impotentes ante la antigua tentación humana de causar dolor. En vano le diremos a un torturado en una guerra que existe la anestesia: él está ante otra evidencia de la condición humana. Esto no niega el progreso, pero permite matizar el entusiasmo, saber que el mal existe desde siempre, y que los triunfos de la generosidad, de la abnegación y del ingenio no deberían cegarnos frente a las amenazas del egoísmo, de la brutalidad y de la locura.
Bien dijo Paul Virilio que todo invento trae su propio accidente. Que cuando fueron inventados el bote y el barco surgió la posibilidad del naufragio, que la invención del automóvil traía aparejada la posibilidad del crash, y que sólo la invención del avión hizo posible el siniestro aéreo.
Virilio añadió que sólo con la globalización del planeta se ha hecho posible por primera vez por causa humana el accidente global.

*William Ospina

William Ospina | Elespectador.com
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