Juega la bolita

El caso de Riopaila ha puesto sobre la mesa los entresijos de una práctica usada desde siempre por los latifundistas: comprar mejoras hechas por los colonos campesinos a fuerza, juntarlas y hacer una gran propiedad, cuyo nombre podría ser en este caso Hacienda Luxemburgo.


Se suelen bautizar con nombres de países los grandes predios: La Holanda, Germania, La Francia, y la pretensión no es vana. Son estas, sí, repúblicas independientes de toda norma laboral, hechas a la fuerza, es decir, torciéndoles el cuello a las leyes. Es una vieja historia, vieja como la panela. El ser una truculencia armada por una conocida empresa azucarera y una firma de abogados prestigiosa no cambia para nada el formato. Lo nuevo es que el registro de la propiedad –40.000 hectáreas– haya sido firmado en Luxemburgo por otra empresa, Asturias Holding, que les hace el testaferrato. No falta ninguna pieza. Ni siquiera el antecedente: el paso de los paramilitares –los Carranceros, los Buitragueños, los Martín Llanos, los Cuchillos– por la región asesinando sospechosos de colaborar, haber colaborado o estar dispuestos a colaborar –a la buena o a la mala– con las guerrillas. Se ha contado la sangre que han costado estas acciones intrépidas, cuyo objetivo deliberado ha sido sacar a los viejos llaneros de sus fundos y poner la tierra a precio de huevo, para rematar la vuelta con la entrada de las fuerzas de consolidación de la causa a refundar la patria y para que los nuevos inversores se llenen los bolsillos cultivando caña, palma africana, sorgo, acacia magnum. ¡Todo tan legal! Tan legal como se hicieron los ingenios en el Valle del Cauca durante la Violencia de los 50; como se hicieron las grandes haciendas bautizadas desde entonces Ranchos, al estilo tejano, en Puerto Boyacá, La Dorada y Puerto Berrío, o las “propiedades” adquiridas por Jorge 40 en Sabanas de Santo Ángel, Plato Pivijay. Un método patentado de hacer latifundios, de limpiar platas, de hacer política. Yo quisiera conocer a un solo hacendado en todo el país que de colono –a fuerza de trabajo– se haya convertido en gran propietario. Ese salto requiere platas de otros lados, buenos o malos, pero de afuera. Lo que no está mal. Sería lo correcto. Es lo que no ha pasado en el país en los últimos 25 años: las platas de afuera vienen en dólares y las garantías de inversión son los fusiles del paramilitarismo.
El modelo de acumulación de tierras en baldíos es conocido de marras. La Ley 160 del 94 fue hecha para atravesársele e impedir que lo que quedaba por repartir cayera en manos de los latifundistas. Es el espíritu y la letra que crea la figura de las Zonas de Reserva Campesina y por estar destinada a esa función, la de impedir en determinas zonas la concentración de tierras, han sido calificadas con deliberada perversidad como “repúblicas independientes” por generales, ganaderos y ministros. La Ley 160 creó la figura de Unidad Agrícola Familiar (UAF) –que no es otra cosa que lo que siempre se ha llamado finca campesina, estancia, fundo– y determinó que los baldíos que aún quedaban por la época fueran asignados a campesinos. Se trataba de que el problema agrario no continuara echándole leña a la hoguera. En el fondo era la misma filosofía de la Ley 200 del 36: Defender una manera de vivir, una forma de ganarse su propio salario, de abastecer mercados de alimentos, de levantar una talanquera legal contra el despojo, de no depender del patrón. En fin, de defender la propiedad privada. Sobre la mesa están pues dos modelos: el de las Zonas de Reserva Campesina y el de Riopaila, Luis Carlos Sarmiento Angulo, Pachito Santos, Manuelita, los nuevos llaneros. En el oriente del país, desde el piedemonte hasta el Orinoco, se están enfrentando dos medios de apropiación de los pocos baldíos que quedan y en el fondo de dos formas de usar la tierra, la campesina y la empresarial. El Gobierno tiene que tomar cartas en el asunto y cumplir la Sentencia C-255/12, que declara exequible el artículo 72 de la Ley 160: “No se podrán efectuar titulaciones de terrenos baldíos en favor de personas naturales o jurídicas que sean propietarias o poseedoras, a cualquier título, de otros predios rurales en el territorio nacional”. Del respeto o no que el Gobierno tenga frente a esta sentencia dependerá la suerte de la letra menuda del acuerdo cocinado en La Habana sobre tierras.

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