Jorge Eliecer Gaitán Ayala
Memoria y Justicia
Hoy hace 61 años, un viernes 9 de abril de 1948, a eso de la 1:05 p.m. en la Avenida Jiménez con Carrera 7ma de Bogotá a la salida de su oficina, JORGE ELIECER GAITAN AYALA fue atacado por un sicario, quién disparó en tres ocasiones, logrando llegar con vida al Hospital Central en donde murió.
El día anterior, el dirigente político y abogado, JORGE ELIÉCER GAITÁN ganó el caso del Teniente José María Cortés acusado de ser responsable del crimen de un periodista del partido Conservador, Eudoro Garza. Ese mismo día, a su hija Gloria Gaitán en el colegio Mary Mount de Bogotá una compañera de estudio le gritó: “Ojalá maten a su padre”.
Según testimonios, ese 9 de abril, dos hombres que habían estado merodeando desde el medio día el lugar, se ubicaron uno cerca de la puerta y el otro a pocos metros de distancia de éste. Al ver salir a JORGE ELIECER del edificio, uno de los hombres le hizo una señal al que apretaría el gatillo, quien posteriormente fue identificado como Juan Roa Sierra, actor material del magnicidio.
Juan Roa, se acercó a JORGE ELIECER por la espalda y le disparó en varias ocasiones. Tres balas se alojaron en su humanidad, una de ellas en la cabeza, dos en el tórax. Era tal la resistencia de JORGE ELIECER, su arraigo a la vida y a lo que en ella aún tenía por hacer, que se mantuvo vivo hasta llegar a la Clínica Central ubicada en la calle 12 con carrera 4ª, donde falleció en momentos en que le realizaban una transfusión de sangre.
Conocido el deceso del líder liberal se inició una revuelta popular en Bogotá y en diversas ciudades con la pretensión de derrocar el gobierno conservador a quién se responsabilizó del Crimen, de quien iba a ser sin lugar a dudas, el presidente de Colombia. Con su crimen se disparó la violencia represiva del Estado y la sublevación como expresión popular ante el establecimiento.
Cientos de muertos y heridos, el centro de la capital destrozado y el inició de una época de violencia política, que 60 años después no termina.
La vida de Gaitán se construyó al lado de las aspiraciones de dignidad de amplios sectores populares colombianos. Sus ideas dentro del partido Liberal fueron trastocando los cimientos de poder de los dirigentes de su partido y los del conservador, el temor del establecimiento a la posibilidad de una conquista del poder generó diversas reacciones en contra.
Esta actitud se expresó a través de la prensa, de la jerarquía de la iglesia política, de las instituciones educativas, las expresiones despectivas, la intolerancia al pensamiento plural fueron ambientando en 1946, el desarrollo de estrategias paramilitares, llamadas “los chulavitas”, y “pájaros” instigadas e inspiradas en el Gobierno del Partido Conservador de Mariano Ospina Pérez. A los pueblos liberales llegaban miembros del Partido Conservador apoyados por la policía, luego de gritar: “viva el partido conservador” iniciaban la persecución a los liberales. Estas mismas estructuras llegaban a los pueblos conservadores haciéndose pasar como liberales, realizando las mismas actuaciones.
Al lado de la estrategia represiva se iba desarrollando una estrategia política y de control social de división en las bases populares. La combinación de ambos mecanismos generó el enfrentamiento popular mientras la clase dirigente conservaba el poder.
Gaitán expresó la necesidad de constituir una democracia directa a cambio de una democracia representativa, evidenció el abismo de la clase dirigente con el pueblo, el uso del engaño para disgregar las posibilidades de acceso al poder de los intereses contrarios a las oligarquías.
Eduardo Umaña Mendoza antes de su crimen reabrió el proceso judicial con una denuncia en la que se develaba la participación de la clase dirigente en el crimen, responsabilidad que siempre se ocultan bajo el sicariato, formas mercenarias o las fuerza pública y paramilitar, la participación de la Central de Inteligencia Americana, CIA… ya son 60 años de impunidad, que se han enfrentado no solo al aparato judicial, si no al genocidio del movimiento gaitanista, al olvido propiciado por la historia oficial.
Pasa el tiempo, sigue el tiempo, con él también la memoria en la que se dignifica al llamado “panelo” o “el jefe”, en el que cimientan en medio de la institucionalización del espejismo, del terror y del “progreso” las utopías de una nueva democracia. Con el crimen de Gaitán se mostró la capacidad criminal del establecimiento, la pretensión de borrar de un tajo la memoria, y negar a los excluidos la posibilidad de la democracia política y la democracia económica.
En los discursos de Gaitán se supera la impunidad del aparato de justicia, fortín en que el crimen conserva sus privilegios fundados en la sangre, en la corrupción y la infamia. En su memoria, en su dinamismo presente, como una conjuración contra el olvido, su palabra, expresión de una esperanza que se mantiene:
“Discurso de 1946 de Jorge Eliécer Gaitán
Casi todos los movimientos sociales y políticos que han transformado a un país o alterado la historia del mundo han aparecido en forma sorpresiva. Pero estaría equivocado quien obtuviera de tal hecho, la índole de su naturaleza, porque siempre, al profundizar en la investigación histórica, se ha encontrado en cada uno de los grandes actos humanos colectivos una serie de antecedentes metódicos, que pueden seguirse desde su iniciación embrionaria hasta su culminación en la forma definitiva de su fuerza y contenido.
Al contacto de las realidades vividas; de los anhelos destrozados; de las ansiedades legítimas incumplidas; de los clamores de justicia no escuchados; de las afirmaciones de la verdad desconocida o negada; del bien o del amor ultrajados, van formándose, metódica y silenciosamente pero de manera inexorable, nuevas formas de anhelo, distintas concepciones de equilibrio, diversas inquietudes de la voluntad hacia un sistema más adecuado y justo de la vida. Y cuando estos elementos irrumpen en un momento dado, el calor de un pretexto de apariencia exigua pero profundo y demoledor como una chispa sobre materias inflamables, quienes habían creído dotar a su poder; a su dominio, a su sistema, de unas características de apariencia indestructible, son los primeros poseídos por una sensación de sorpresa y desconcierto.
Tal fue lo que experimentaron los poderes que mantenían la hegemonía del mundo ante la presencia de la nueva concepción de vida que aportaba el cristianismo. Y una incredulidad desorientada recibió los primeros indicios de turbión anónimo, desheredado y proscrito que se lanzaba a transformar la política y la filosofía universales en el crisol de la Revolución Francesa.
No ha operado jamás de otra manera el proceso histórico. Nunca en la sucesión de los acontecimientos se han presentado actos milagrosos. En la trayectoria que han seguido todas las civilizaciones y en las tormentas donde se han cumplido transformaciones esenciales, han actuado en dramática y fecunda contraposición, dos fuerzas que culminan en dos estados psicológicos. De un lado aquellos a quienes el poder, como siempre, adormece y estanca; a quienes la embriaguez del dominio recorta y amengua en su ambición creadora; a quienes el ejercicio del mando destruye el impulso de la inconformidad; a quienes por actuar en ambientes de beneficiados se les hace sordo el oído para escuchar el clamor subterráneo que se incuba y vibra como un presagio de tempestad. De otro lado aquellos que producen este mismo clamor; los que fuera, en la escuela, en el rancho desolado del campesino, en el taller sonoro del artesano, en el alma de la madre y en el seno de la juventud; en la mente del industrial y del comerciante, van gestando un nuevo destino de vivir; una nueva ansiedad en la forma y en la organización de la sociedad.
Y como la vida verdadera es dinámica, anhelo de superación, voluntad de progreso, presencia de mejores concepciones, un día, cualquier día, el distanciamiento de esas fuerzas encontradas, la una visible y radiante, la otra culta y adiva, llegan a la saturación y se presentan altivas y batalladoras. Y en medio del silencio narcisista o contra la represión violenta; por encima de la propaganda engañosa que intenta falsear la realidad, de los socavones de la conciencia colectiva van brotando nuevos filones, van poniéndose en circulación nuevas ideas. Sobreviene el choque. Y de él quedan un nuevo sistema y un método nuevo, fundados en la marcha inexorable del progreso humano.
Tal hecho evidente constituye una explicación, siquiera sea muy fugaz, de vuestra presencia en este recinto para expresar el respaldo a un movimiento, que en el presente caso yo encabezo, en la más vasta e imponente de las manifestaciones políticas de que haya noticia en los anales ciudadanos de Colombia.
El destino providencial del hombre
Yo no creo en el destino mesiánico o providencial de los hombres. No creo que por grandes que sean las cualidades individuales, haya nadie capaz de lograr que sus pasiones, sus pensamientos o sus determinaciones sean la pasión, la determinación y el pensamiento del alma colectiva. No creo que exista ni en el pretérito ni en el presente un hombre capaz de actuar sobre las masas como el cincel del artista que confiere caracteres de perennidad a la materia inerte. El dirigente de los grandes movimientos populares es aquel que posee una sensibilidad, una capacidad plástica para captar y resumir en un momento dado el impulso que labora en el agitado subfondo del alma colectiva; aquel que se convierte en antena hasta donde ascienden a buscar expresión, para luego volver metodizadas al seno de donde han salido, las demandas de lo moral, de lo justo, de lo bello, en el legítimo empeño humano de avanzar hacia mejores destinos.
Si tenemos en cuenta las circunstancias en que este movimiento ha podido lograr tan caudaloso impulso, podemos comprobar cuál es su armonía, con el querer de la realidad nacional. No se ha logrado al amparo de una mecánica política que viola acomodaticiamente y en acuerdo con sus intereses los estutos del partido, al cual pertenecen estas masas entusiasmadas; ni halagando en cada municipio y en cada aldea la aspiración personal de los caciques que se constituyen en comités o en directorios; ni falsificando registros electorales; ni gozando del apoyo financiero de especuladores que llegan a la política sin la sagrada ambición de salvar principios, sino con la codicia de realizar inversiones provechosas; ni al amparo de convenciones y directivas que falsean la opinión popular; ni con el patrocinio de la prensa opulenta sino más bien luchando contra su engaño o contra su silencio; ni con las influencias oficiales que directa o indirectamente coaccionan el espíritu de los ciudadanos en municipios y departamentos.
No ha contado este movimiento con nada de este artificio que constituye y sostiene el país político. Lejos de ello, marcha contra la existencia y el aprovechamiento de esos recursos para adulterar la verdad democrática y buscar restaurar los principios y los fundamentos de esa verdad, sometidos a la alquimia de la simulación.
En frente de este movimiento cuya realización representa el clímax de un largo proceso, algunos podrán preguntarse cuál es la causa que lo ha producido y cómo se ha verificado el hecho insólito de que los poseedores de todas las preeminencias y de todos los privilegios se encuentren solitarios, en tanto que aquellos a quienes se suponía solitarios se hallen en tan poderosa campaña. Y no podrán, ni ellos ni quienes traten de encontrar una explicación eventual, hallar otra distinta a la de que él interpreta el angustioso anhelo de mirar hacia el porvenir, con el pensamiento y la acción que agitan a la mayoría absoluta de los hombres que hemos tenido la fortuna de nacer en esta patria grande, noble e ideal.
Restauración moral de la República
Nos ha bastado proclamar que aspiramos a la restauración moral y democrática de la República. Y esa fórmula diáfana y sencilla ha sido entendida por las gentes de Colombia con toda la fuerza real y trascendente que encierra su contenido. Solo los que integran y especulan con el país político no encuentran en ella mérito ni sustancia, unos por dañada intención y otros por culpable ceguera. Con fundamento sólido los pensadores y exégetas del mundo presente, cuya misión consiste en organizar los elementos dispersos de que se compone la verdad social de un país, nos recuerdan con énfasis que el primordial de los problemas que confronta la actualidad es el problema moral. Y cuando dicen problema moral no enuncian una frase vana de significación teórica, ni una simple norma de carácter doméstico para la convivencia entre los miembros de la familia, ni aun la simple pulcritud en el manejo de los bienes públicos. Ellos saben, y nosotros lo sabemos también, que la moral, socialmente entendida, es todo eso y algo más que todo eso. Cuando decimos moral, definimos la fuerza específica de la sociedad.
Las leyes de la vida exigen para su conservación que los organismos mantengan el régimen de equilibrio que les es propio entre sus elementos componentes. Y si a la sociedad se la ha considerado como un organismo es porque en ella actúan diferentes elementos, a veces contrapuestos, que en su equilibrio le dan unidad, sostienen su existencia y permiten su progreso. La moral es la más evidente, real y concreta de todas las realidades sociales. Porque es un derivado, una culminación de experiencias, de rectificaciones y de ensayos, de angustias rechazadas y de alegrías conseguidas, que en la intensidad de un largo proceso llegan a constituir la norma de la conducta, el método de hombres que viven en común, sobre la base de limitar sus designios, conservar sus derechos, impedir los abusos, santificar la verdad y desarrollar el trabajo en una escala ascendente de compensaciones merecidas. Cuando estas normas se quebrantan o se amenguan, se produce como consecuencia inexorable la anarquía. La moral, unidad de conducta en el tiempo y en el espacio hacia un fin determinado de civilización y de cultura, se extiende a todas las relaciones entre los hombres, desde las materiales hasta las que se desarrollan en el más alto plano de la espiritualidad.
No es de esperar que los hombres que tienen de la política una concepción simplemente mecánica; que gozan de la sensualidad del mando por el mando mismo; del poder por el poder mismo y de la ganancia por la ganancia en sí, puedan sentirse impresionados por la consideración o el respeto de estos principios, porque su buen éxito depende de la inexistencia de estas normas.
Basta recordar la época crepuscular de los diversos ciclos de la civilización humana para descubrir que esos ocasos han sido señalados por el quebrantamiento de las normas de la moral; lo mismo en la agonía de la civilización egipcia que en las postrimerías del Imperio Romano; en la decadencia del Renacimiento lo mismo que en la desaparición de las monarquías absolutas.
Período de transformación de la civilización humana
A los hombres de las actuales generaciones nos ha correspondido el doloroso privilegio de asistir a la transformación de uno de los períodos de la civilización humana. Es doloroso, porque la crueldad y la violencia, que son propias de estas transformaciones, martirizan y desangran a la humanidad que las padece; pero es privilegio porque con fe actuante en un destino mejor, nos es dable convertimos en el eslabón que vincule las buenas cosas ganadas en el pasado, a costa de luchas cruentas, con las ventajas que el futuro debe traer a la humanidad.
Las democracias acaban de librar victoriosamente, en sangrientos campos de batalla, con denuedo y sacrificio increíbles, la más dramática y heroica contienda de la historia contra el más estruendoso sistema de descomposición moral de nuestro tiempo sintetizado en el nazismo y el fascismo. La abominable ostentación de estas cristalizaciones del mal no radicaba propiamente en su estructura material, en su organización, en sus nombres, en sus grandes equipos militares, en la acumulación de elementos destructores.
Todo ese poderío no era sino el instrumento para lograr la victoria de la violencia contra las normas morales de la civilización cristiana. El hombre, según esos principios bárbaros, no representa un valor por sus atributos intelectuales sino por su impersonal aceptación del dominio y el sentimiento de los detentadores del poder. La honradez no es una cualidad indispensable en el mismo grado que la habilidad y la sumisión al servicio del sectarismo. La ciencia no representa una luz en el descubrimiento de la verdad, sino un elemento utilizable para las perversas intenciones de la política predominante. A su servicio, la prensa ignora maliciosamente la realidad del mundo o desfigura los hechos con el solo criterio de la utilidad que tal conducta representa para las fuerzas imperantes.
La piedad humana se convierte en una sensiblería, indicio de debilidad. Lo importante no es la doctrina sino la táctica. La mecánica política del estado significa más que los principios éticos, los cuales se convierten en un bagaje irrisorio. La sinceridad es un impedimento y la hipocresía un invencible instrumento de lucha. La doctrina es un pretexto y la obra una simulación. Todo se convierte para aquellas fuerzas del mal en un medio para conspirar contra la clemencia, para destruir la igualdad de las razas, para desconocer el derecho de los débiles, para encadenar la libertad de los espíritus, para demoler la lealtad familiar, para tergiversar la verdad científica, para adulterar la expresión sincera del arte. Todo se utiliza con los principios morales, o sea contra las normas de conducta, conquistadas por la humanidad al cabo de profundos afanes y varoniles luchas para transitar decorosamente por el camino de la vida.
Dicha dramática situación ha sido el natural epílogo de la utilización impiadosa que las fuerzas minoritarias hicieron de las grandes conquistas logradas por la ciencia y por la técnica en el iluminado siglo XIX. Los extraordinarios valores que la civilización aportó; la obra persistente y prodigiosa de la química, la mecánica, la electricidad; de los descubrimientos biológicos, de las comunicaciones, fueron usufructuados sin obedecimiento a consideraciones de moral social ninguna y con el único objetivo de dar mayor ventaja a los grupos preponderantes. De ahí que descubrimientos y conquistas que han debido aligerar la carga de desventuras que soporta la humanidad, se trocaran en fuentes de mayor sufrimiento, mayor explotación y mayor miseria.
Cuando la codicia sin nombre necesitó provocar guerras, la sangre de los hombres tuvo que pagar su tributo. Si los fabricantes de la muerte en un país tenían que unirse con los fabricantes adversarios, así lo hacian. Si las lujuriosas fuerzas del oro en Inglaterra encontraban ventajoso el aceitar con su dinero la homicida maquinaria germana, no había vacilación para proceder.
No existiendo sino la perspectiva del usufructo de las pequeñas minorías oligárquicas, sin obedecimiento a una conducta interior presidida por los principios inmanentes de bien, de derecho y de verdad, las fuerzas dominadoras se limitaron en un principio a negar la legitimidad de los reclamos de la necesidad humana, guardando silencio sobre los problemas sociales. No sirviendo de valla este silencio, impotente como todos los silencios contra la voz de las gentes que reclaman justicia, vino la represión violenta; insuficiente ésta para apagar el fuego interno de las conciencias ofendidas, se empleó la simulación. Y así el mundo presenció el espectáculo de un fascismo y un nazismo sostenidos, estimulados y mantenidos por el apoyo de los más afanosos ganadores de bienes con el menor esfuerzo, que hacían alarde de principios socialistas, no porque tal fuera el propósito, sino porque el disfraz servía para el mejor aprovechamiento de las fuerzas renovadoras por la lujuria de su empeño.
Todo ese proceso culminó con el poderío material sin precedentes que produjo el cataclismo guerrero y la empresa de destrucción más grande que la historia haya contemplado. El instrumento material fue destruido, pero queda la tarea, quizás más ardua, de empeñarse contra las causas de desajuste social que lo engendraron.
Y como se trata de un proceso de carácter histórico; y, como el pueblo colombiano vive dentro de la historia, aun cuando hasta nuestro suelo no hubieran llegado las fortalezas móviles de acero, los síntomas de la universal descomposición que va más allá de los hombres y de la estructura externa de los partidos se han hecho sentir en la conciencia nacional. Por todo ello podemos afirmar que nuestro programa no encuentra su sola base en las: simples afirmaciones circunstanciales para fines del momento. Nuestro objetivo interpreta esa expresión de fuerzas defensivas que cada país moviliza cuando siente en peligro sus virtudes esenciales, con el mismo tesón con que el organismo individual, sin casuística ni vanas alegaciones, apresta sus defensas y organiza sus ejércitos contra los elementos que tratan de perderlo en esa gran contienda silenciosa que a cada hora y a cada instante se libra entre la vida y la muerte.
También así queda explicado por qué nunca hemos entendido que el tremendo desajuste que de tiempo atrás registra la vida colombiana pueda ser circúnscrito a causas simplemente transitorias, anecdóticas o efímeras, sino que es el resultado de una abominable realidad histórica que no puede ser corregida con ardides estratégicos, con jugadas circunstanciales, con habilidades curialescas, con simples enmiendas burocráticas, sino abocándola en conjunto, con un cambio de frente, con la creación de un clima distinto.
No pueden tener carácter circunstancial, anecdótico o personal los síntomas del ambiente que contemplamos y cuyas más visibles demostraciones son la impresionante inversión de las jerarquías intelectuales y morales en la dirección o la gerencia de la cosa pública, y el desplazamiento de todos los valores por el repugnante héroe electoral. Ni el químico, ni el agricultor, ni el ingeniero, ni el mecánico, ni el electricista, ni el agrónomo, ni el médico, ni el industrial, ni el técnico, pueden ocupar por sí mismos sitio en la dirección pública del país a pesar de ser las verdaderas fuentes creadoras. El ganador de elecciones impera sobre los fueros de la capacidad y se ha convertido en la verdadera fuente de influencias ante las más altas dignidades. Una atmósfera desoladora de miserias cotidianas ha ido desbastando en el ánimo de las juventudes el ímpetu de la ambición creadora, el goce de la seria investigación científica, la paciencia en la preparación que exige una victoria merecida. El Estado en sus aspectos varios es mirado como botín de guerra hasta por el más modesto empleado, quien ve en el cargo una remuneración a su transeúnte tarea eleccionaria, pero no un sitio de servicio.
De todo ello proviene la opacidad de las fuerzas del ideal que todos advierten y que constituyen el venero insustituible de toda realización, sin que haya necesidad de ponderarlas pues todos saben en qué consisten aunque no puedan definirlas, como no es posible definir ninguna de las entidades fundamentales de la especie, ni el amor, ni la vida, ni la muerte. Impera un maridaje inadmisible entre política y negocios, el cual contradice el sentido que los colombianos tenemos de aquélla, pues bien sabemos que cuando las altas dignidades se otorgan solamente como premio al esfuerzo y a la virtud, resultan compensación mucho más seductora que la misma del dinero. La corrupción interna de los partidos se ha elevado a niveles que causan desconcierto. El proceso de selección de los escogidos a través de asambleas, convenciones y comités está convertido en bolsa negra de todas las concupiscencias, retrayendo de la política, o sea del servicio público a quienes por tener profesiones y oficios no quieren arriesgarse en ajetreos para los cuales se sienten cohibidos por la dignidad de su vida.
La corrupción electorera
Una propaganda aviesa ha reemplazado el convencimiento y convertido en capitanes de revolución a satisfechos gozadores de la cosa pública y en agentes reaccionarios a los hombres de avanzada. El respeto a la Constitución y a la ley está suplantado por la habilidad para los pretextos tendientes a justificar su violación. De este caos surgen militares que olvidan nuestra incancelable devoción por las normas de la vida civil y pretenden hacernos retroceder a tiempos primitivos con mengua de nuestras costumbres cívicas, y quienes aplican sanciones con desprecio de normas constitucionales y legales de universal acatamiento en el mundo civilizado. La obra y la realización son sustituidas por el fatigante método de las promesas. La mayoría ciudadana está ausente del deber de intervenir en las elecciones, mientras en algunos lugares los políticos intentan la corrupción por medio de la compra del voto, y en otros establecen el imperio de los mismos vicios de fraude de ayer y anteayer.
Se habla espectacularmente de la defensa de los hogares obreros y de la clase media, al mismo tiempo que las entidades públicas desarrollan la más escandalosa labor de propaganda alcohólica y de estímulo al juego. Los funcionarios se ufanan de su creciente triunfo en el comercio de tósigos embriagantes que la raza paga al precio de su degeneración. En fin, es innecesario continuar enumerando lo que todos sabemos y todos confesamos, con la diferencia de que unos lo decimos en público y otros practican la táctica de callarlo, pues juzgan más importante la conservación de sus privilegios, que reposan sobre la santidad de la mecánica política.
Un movimiento afirmativo
De aquí la diferencia que para cualquier observador resulta patente entre el objetivo de la literatura política de hoy y la que inspiraba la de los grandes varones de la nacionalidad. El encomio, estímulo y defensa de las virtudes primordiales del hombre, que eran esencia en las admoniciones políticas de un Santiago Pérez, de un Miguel Antonio Caro, o de un Rafael Uribe Uribe, tendría hoy el valor de una ingenua y cándida impertinencia. Y, sin embargo, ¿qué vale en un país de incipiente formación como el nuestro, hablar de reformas en la mecánica administrativa, de cambio en la conformación de la estructura del Estado, de logro de posiciones para uno u otro partido, si el gran valor de donde arranca y en donde confluye todo el empeño de la actividad pública, o sea el hombre, se mueve en un ambiente que no sólo es propicio sino que antes perjudica las bondades fundamentales de donde lo demás proviene? Si el clima no es estimulante y apto para formar la voluntad tenaz e indomable; para acrecentar la noción de las obligaciones contraídas con la comunidad, no hablemos de obra fundamental ninguna, pues sólo el hombre concebido en la plenitud de sus atributos físicos, morales e intelectuales, es capaz de realizar el ideal de un pueblo disciplinado, justiciero y fuerte.
Por eso a quienes nos inculpan de que hacemos una obra negativa de censura, les decimos que como este es un movimiento que arranca de los orígenes de un gran problema nacional y de un delicado momento histórico, incapaz de satisfacerse con el solo tratamiento localizado de hechos que son efecto y no causa, la forma al parecer negativa, representa un valor afirmativo de muy definidos perfiles. Quien sólo tiene como perspectiva de acción la objetividad limitada, puede emplear la sola forma positiva. Pero cuando la concepción es orgánica, cuando se aspira a interpretar la modalidad funcional de un estado social entonces el método de expresión tiene que ser otro, por la vastedad de lo contemplado. De ahí que el derecho emplee un modo al parecer negativo cuando establece que todo lo que no está prohibido por la ley es permitido. De ahí que el decálogo cristiano, resumen esencial de una civilización, se exprese en forma aparentemente negativa al decir: no matarás, no robarás. Cuando nosotros censuramos hechos, procedimientos y actitudes, pretendemos afirmar que debemos hacer todo lo contrario y que tenemos la sensación de poderlo realizar.
Un movimiento en marcha
Se me podría observar que en medio de ese desorden se han hecho cosas buenas y con gusto lo reconozco. Pero afirmo que en la concepción de la lucha por el Estado no puede prevalecer la psicología del avaro que se regodea con las riquezas obtenidas, sino la del navegante que deja atrás el camino recorrido y sólo se preocupa por vencer el escollo que obstaculiza su ruta, poniendo todos los medios para salvar las dificultades futuras, con el ansia permanente de llegar al puerto perseguido.
Y como siempre se ha dicho que la mejor manera de probar el movimiento es la de moverse, puedo afirmar que nuestra lucha ha tenido la fortuna de poner en función su programa, casi apenas iniciada. ¿No estamos acaso dando el ejemplo de que sí hay medios capaces para luchar contra el grave mal de la indolencia ciudadana respecto de los grandes problemas públicos? ¿No estamos demostrando a la juventud, con la más práctica y por eso más fecunda de las lecciones, que en política la sinceridad y la verdad no conducen al fracaso? ¿Que se puede ser leal consigo mismo, que el triunfo en la vida no hay que esperarlo del caprichoso patrocinio de nadie, sino de la propia energía acumuladora, cuando la conciencia arde como una llama en permanente holocausto a la verdad? ¿Que ante la conciencia pública el prestigio de los hombres depende del historial de su propia existencia y no del alzamiento o el vituperio dispensados sin acato a una valorización de méritos intrínsecos? ¿Y no es por sí misma una saludable revolución de las viciadas costumbres políticas ésta de que estamos dando ejemplo ahora, según la cual la designación de los mandatarios de un pueblo dejó de ser patrimonio exclusivo de reducidas asociaciones que laboran en el camino de la maniobra, lejos de la voluntad popular que apenas simulan respetar?
La verdadera democracia
Porque la otra sencilla enunciación que hemos hecho es la del sentido democrático auténtico de la República. Restaurar la democracia hemos dicho. En lo político, la democracia se expresa por la libertad que exista para hacer oposición a las fuerzas que tienen la personería del Estado.
En un régimen democrático la existencia de la oposición no se explica ni por generosidad, ni por benevolencia de la fuerza gobernante. Es apenas expresión del funcionamiento de la democracia, que así limita, contiene y estimula al que manda, sustrayéndolo a la posibilidad de cualquier abuso. Ello quiere decir que la oposición no puede estar condicionada a las necesidades del gobierno, sino que en presencia de los actos de éste determina las fuerzas de contrapeso que en su entender sean justas; que lo serán si los actos del gobierno dan base a su éxito, o sufrirán el descrédito por inocuas cuando resulten infundadas o pérfidas.
Y en el funcionamiento del Estado esas fuerzas de equilibrio están representadas por la autonomía de las funciones que son propias a cada una de las ramas del poder público, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, en orden a la armonía de un Estado de derecho. Cuando sus determinaciones se hallan influidas por quienes llevan la personería del ejecutivo, la fuerza equilibrante, esencial a la democracia, sufre rudo quebranto y los males en la práctica pasan a ser ilimitados. Nadie en Colombia puede negar de buena fe que no es urgente dar efectividad a dicha norma. Por su parte el órgano legislativo necesita recuperar su dignidad y la autonomía que le es propia. Congresos que aparezcan como simples emisarios de la voluntad del ejecutivo según casos que todos conocemos, atentan contra la sustancia de la democracia. No puede haber pretexto, razón, ni causa para que existan parlamentos que no se inspiren en su propia conciencia sino en el halago o el temor para subordinarse a las decisiones del órgano ejecutivo. El país sabe que esa autonomía funcional del Parlamento no actúa y que debe se restaurada.
También hemos invitado a las gentes a la defensa de la democracia como realidad actuante y no como simulación verbal, porque los colombianos saben que la vida del municipio, base de todo desarrollo armónico, se halla bajo el imperio de gamonalatos de cuyo dañado albedrío dependen los bienes municipales, sin otro propósito que el de obtener ventajas en el orden burocrático o en el orden económico para el grupo predominante de turno, o para los suyos, o para quienes les proporcionan la ayuda electoral. De ahí que los repugnantes gamonalatos, a pesar del desprecio unánime que por ellos se siente, sean tratados por el país político con todos los miramientos, en forma que de su voluntad ignara depende el nombramiento y la estabilidad de nuestros empleados y funcionarios y hasta la propia orientación de las obras públicas. Naturalmente que todo esto y mucho más, parte del presupuesto de que haya la energía suficiente y la decisión inquebrantable de hacer coincidir la obra con las intenciones enunciadas. Porque en el solo plano de los propósitos y de los programas, entendidos como una enumeración catalogada, nadie en Colombia tiene derecho a quejarse. Esa queja logra fundamento cuando se pide que las intenciones se concreten en realidades y los programas en hechos. Mucho hemos hablado del problema de la tierra, pero las buenas intenciones no corresponden a la realidad operante, pues al contrario, nadie ignora que las normas legales expedidas sólo lograron colocar en peor situación a trabajadores y propietarios.
Mucho se ha hablado del órgano judicial, pero lo cierto es que después de tanto esfuerzo verbal sigue vigente la existencia de un cuerpo dependiente de la intriga personal o política, con la sola variante del sitio en donde ésta debe hacerse. La justicia sigue confinada en sucios recintos, que le roban todo respeto a la grandeza de su cometido y sus servidores carecen de instrumentos de trabajo y de seguridad en el porvenir.
Con no menor énfasis se ha hablado de la necesidad de una carrera diplomática y por ahí existen unas leyes inoperantes por sobre las cuáles actúan el capricho, el regalo amistoso o la necesidad de satisfacer con este ramo, olvidos, supresiones e incompetencias. Todo en mengua del prestigio internacional del país, que no puede fundarse ni sostenerse con la imprevisión y el azar característicos de nuestra diplomacia. Y esto sucede a la hora en que la mayor parte de las naciones suramericanas lograron ya organizar sus cancillerías con la tendencia de fijar una política internacional coherente y de prestar apreciables servicios en lo interno por la eficacia de sus departamentos técnicos. Tampoco ha sido escasa la literatura sobre una carrera administrativa, pero lo cierto es que las normas logradas no cambiaron en mucho la esencia del problema y que continúa sometida al mismo criterio de la recomendación y el capricho.
Los ciudadanos quieren y necesitan una administración fácil, rápida, eficaz no entrabada por el papeleo inútil ni por el molondrismo enmarañado que convierte en problema heroico la resolución de sus pedimentos o demandas. Y esto no puede lograrse con teóricas normas llamadas a enriquecer los polvorientos archivos, sino con una dinámica humana, con el ejemplo real de los jefes, con el ascenso para el que trabaja y es capaz, con la exclusión de los ineptos. Muy abundosos en la expresión verbal hemos sido en relación con el problema de la inmigración extranjera. Otros países de nuestra América han derivado inmensos beneficios de ella y los han logrado por tener un sistema y poseer un objetivo. En cambio nosotros la hemos dejado en brazos del azar, sin método y condicionada también al mercado de las influencias.
Nosotros, lo mismo que los demás pueblos jóvenes, necesitamos el aporte de una inmigración que desarrolle actividades técnicas y creadoras; que ofrezca posibilidades de adaptación estable y de compenetración con nuestro medio. Pero en nada nos favorece la afluencia de elementos que permanezcan como extraños; que representen una simple especulación interna, diaria e improductiva; que desalojen a los connacionales de las actividades que desarrollaron con su propio esfuerzo, que utilicen medios de corrupción para su medro, o que lleguen con el solo ánimo de hacer rápida fortuna mediante la explotación de nuestros trabajadores humildes, a quienes tratan con insolencia que contrasta con el servilismo empleado ante quienes gozan de influencias y poder.
Nadie podrá olvidar lo mucho que se ha hablado sobre reforma penal y carcelaria, pero a pesar de las buenas medidas teóricamente concebidas y dictadas, continúa en pie una gran tarea de realizaciones que logren la solución de este problema, el que en la práctica es ejemplo de adefesios y símbolo de innoble barbarie. La consigna del mundo moderno en administración pública se resume en la eficiencia y ésta no puede existir sin la organización; y la organización es fruto de un empeño real, decisivo y humano, no producto de la simple enunciación. No son pocos los dineros que gastamos en educación, higiene y labores agrícolas, pero ello no da el rendimiento que podía esperarse, por falta de una adecuada armonía entre los órganos y entidades que los tienen a su cargo, con los fines que deben proponerse. Para impedir las saludables rectificaciones saltará siempre el mundillo de los caciques, de los intereses y los interesados del país político. Más importante que la obra, que para ellos sólo representa un halago electoral, les resulta el controlar la facultad de hacer nombramientos, de dispensar contratos, que son la base esencial de su indigno poder.
No puedo acompañar a quienes piensan que la capacidad ejecutiva del mandatario; la energía que utiliza para vencer obstáculos y saltar sobre los prejuicios; la decisión de no esquivar el cuerpo a los problemas, constituye un serio indicio de temperamento dictatorial. Esa ha sido la concepción y la propaganda de las dictaduras modernas contra la democracia.
Pero el pueblo no puede seguirla. Ella es fórmula decadente, inepta para las realizaciones, fácil para el desgreño, ausente de seriedad, rica de verbalismo. Yo tengo el concepto de que la democracia, repudiando la escoria de los ineptos que a su sombra pretenden alimentar su pereza, es un sistema que puede ser más eficiente que la dictadura”.
Bogotá D.C., 9 de abril de 2009
Comisión Intereclesial de Justicia y Paz