Javier Giraldo
La vida de este jesuita se resume en una lucha dolorosa pero inquebrantable contra la impunidad, por la justicia.
Yo me pregunto a esta hora de la vida del padre Javier Giraldo, cuando ha dado tantas batallas —ninguna éticamente perdida—, qué lo ha llevado a ser el más valiente acusador de altos oficiales del Ejército Nacional que en nombre del orden han cometido por acción o por omisión horrendos crímenes que el derecho internacional califica como de lesa humanidad. Enfrentarse casi solo con la impunidad que ha rodeado a tantos batallones parecería ser un simple acto demencial. ¿Qué impulsa a este sacerdote jesuita a desafiar tanto poder? ¿Por qué cuando se piensa en el general ( r) Rito Alejo del Río, el ‘pacificador de Urabá’, o del difunto general Yanine Díaz, el ‘pacificador del Magdalena Medio’, salta la figura modesta pero triste de Javier Giraldo? Por la simple razón de que al contrario de los generales que se atrincheran tras sus uniformes, el cura no se ha defendido nunca con la sotana. Más aun, siempre ha usado los argumentos que la Constitución pone en la mano de cualquier ciudadano para denunciar las violaciones de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario y señalar a los responsables. Pocas veces ha salido victorioso de los litigios que incoa, pero con ello ha demostrado no sólo la debilidad de los funcionarios encargados de fallar sino los vicios del sistema judicial.
En nuestra historia la cruz y la espada han sido socios en el atropello de los débiles. El padre ha sacado la cara por una Iglesia sometida al poder político y de refilón ha limpiado el nombre de muchos soldados, víctimas asimismo del poder militar, tan caro y necesario al establecimiento. Javier es en el sentido esencial de la palabra un Justo. Y, por tanto, también un juez severo de los crímenes de la guerrilla. Su misión ha sido dolorosa, terriblemente dolorosa; lo expresa un cierto rictus que lo acompaña a todas partes: de San José de Apartadó a Trujillo, del Casanare a Urabá. Ha vivido entre la gente del pueblo, conoce su tragedia, la comparte, la vive y la pelea. Sólo quien vive con la gente puede conocerla. Razón por la cual los uniformados y los togados, los gentiles y los profesores son aislados en guetos y por esa misma razón sólo conocen su propia causa. A Javier lo he visto en el río Salaquí —aguas que han arrastrado tantos cadáveres— compartiendo cansancio e ilusiones con los desplazados y aterrorizados campesinos; lo he visto en San José de Apartadó parársele a paramilitares sin agacharse. Y sobre todo lo he leído. He leído y releído uno de los documentos más brillantes salidos de su mano: su carta de objeción de conciencia, un retrato en blanco sobre negro de la justicia e impunidad en el país. La conclusión no puede ser más dramática: Giraldo ha apelado a las normas —y las ha defendido, para verse traicionado en su aplicación—. Siempre que denuncia a un criminal, los testigos son asesinados. Su conciencia moral nunca ha estado en juego y por eso no va adonde sus juzgadores lo quieren llevar: a la complicidad con los victimarios.