¿Ironías macabras? por Oscar Collazos

El glamur y la atrocidad; el exitoso artificio de una vida acomodada a escasos escrúpulos morales, con ribetes de cinismo, y el final trágico de una mujer pobre y honrada.


En la última semana de abril, los medios de comunicación de todo el mundo conocieron el nombre y las sugestivas imágenes de una prostituta colombiana de 24 años llamada Dania Londoño. El escándalo que la volvió noticia no se produjo por ejercer su profesión, sino por haber tenido entre sus clientes a un miembro del equipo de seguridad del presidente Obama. Los lectores conocen el folletín.

Dania dejó de ser motivo de escándalo y de bromas picantes en las redes sociales e hizo su entrada triunfal en la industria del espectáculo. Ayer mismo, su abogado -tan dispuesto a denunciar por calumnia e injuria a periodistas como a sacar dividendos de su nueva clienta- anunció que la muchacha, investigada en su momento por los servicios secretos de Estados Unidos, había firmado contratos millonarios con una productora de televisión y una editorial para grabar y publicar episodios inspirados en su vida.

No le reprocho a Dania ni a su abogado la utilización comercial de un episodio que alborotó a los moralistas, revivió la hipocresía y dio pie para hablar de las relaciones fluidas entre prostitución y turismo. Están en su derecho. Incluso en el derecho de crear una fundación que, a lo mejor, se dedicará a asistir a las muchachitas que se prostituyen por necesidad en la calle y en turbias pensiones de Cartagena de Indias.
El 24 de mayo por la mañana conocimos los pormenores de un crimen: una humilde mujer de 35 años, violada brutalmente, sobrevivió unas pocas horas a la atrocidad, fue recogida tarde por una patrulla, llevada a un hospital y atendida 4 o 5 horas después, antes de morir con la dignidad de haberse aferrado, mientras pudo, a la vida.

Dania, madre soltera, había puesto juventud y belleza al servicio de su profesión. Cuerpo consentido y exhibido para ser vendido. Vivía discretamente y cobraba escandalosamente. Cuando pretendió convencernos de que se prostituía para darle un futuro a su hija fueron muchas las mujeres que, ofendidas, se resistieron a aceptar su explicación.

Rosa Elvira Cely, de 35 años, también tenía una hija y trabajaba para darle un futuro. Ganaba 25.000 pesos diarios, una ridiculez comparada con los 800 dólares que Dania cobraba por sesión. Rosa vendía dulces y minutos de celular, vivía en una pieza, estudiada por las noches en un colegio, donde cursaba el décimo grado. Un modesto y digno proyecto de vida.

El glamur y la atrocidad; el exitoso artificio de una vida acomodada a escasos escrúpulos morales, con ribetes de cinismo, y el final trágico de una mujer pobre y honrada, víctima de uno de los crímenes más frecuentes de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. En el caso de Rosa Elvira, una violencia ejercida con el ensañamiento demencial de un criminal que reincidía.

El de Dania es uno más entre los muchos episodios que hacen del escándalo sexual la materia prima del entretenimiento, que tiene eficientes mediadores: agentes artísticos, bufetes de abogados, escritores fantasma. El libreto está hecho: la prostituta, protagonista de un seriado, será redimida por el arrepentimiento público.

En el otro extremo, Rosa Elvira. Entiendo a quienes sienten que, ante casos como este, hay pocos motivos para sentirse optimista con la condición humana. Queda un pequeño motivo de optimismo: por la víctima marcharon y protestaron “con la rabia en el corazón” miles de mujeres y hombres. Y este no es sino el más macabro entre los repetidos casos de violaciones de mujeres que deberían ser conocidos, pero nadie -ni abogado ni productores de televisión- querrán recoger en imágenes la atrocidad de este expediente.