Impactos y respuestas de las sociedades frente a los procesos de búsqueda y exhumación de víctimas de desaparición forzada
Cuando trato de señalar uno de los rasgos –quizás el más característico- de la reacción de nuestra sociedad frente a los fenómenos de violencia que nos afectan, no puedo olvidar la conversación que tuve con un periodista suizo, reportero profesional de guerra, quien vino a Colombia en 1989 con la intención de transmitirle al mundo el desarrollo de una “guerra contra narcotráfico”, decla-rada por el gobierno colombiano en ese momento marcado por varios magnicidios.
Por:P.Javier Giraldo
Tras varias semanas de permanencia en Colombia, confesaba que no había podido descubrir ningún episodio de dicha guerra aunque sí había detectado una impresionante crisis humanitaria, producto de la violación masiva de los derechos humanos, pero me decía que lo que más lo había impactado era la rapidez con que los crímenes más horrendos eran olvidados por los colombianos. A su juicio, era difícil encontrar otro país en el mundo donde el impacto social de un crimen fuera tan efímero.
No se refería él al entorno familiar y social de las víctimas sino a ese imaginario social construido por los medios masivos que se presenta como “opinión pública” y usurpa el papel de la conciencia social, identificándola con los intereses mercantiles y políticos de la “información”.
Esto nos obliga a marcar una diferencia entre los impactos y respuestas que se dan frente al fenómeno de las desapariciones forzadas, de los hallazgos de fosas y de las exhumaciones, de un lado en el entorno familiar y social de las víctimas, y de otro lado en la superestructura social.
El tema que me han asignado se ubica más en el segundo aspecto, o sea, en las exploración de los impactos y respuestas de la llamada “opinión pública” frente a estas realidades. Sin embargo, antes de abordar la exploración de esos impactos y respuestas sociales, quisiera referirme brevemente al sentido de la muerte que subyace, al menos parcialmente, a ambas reacciones.
Una mirada cruda y pragmática lee la muerte como el final de una existencia en sus diversas dimensiones: biológica, económica, social, política, ideológica, simbólica. Los mismos ritos funerarios refuerzan la idea de entregar al pasado, al ámbito de lo que ya no existe ni volverá ya más, lo que ya terminó el ciclo, completo o amputado, de vida histórica. Incluso en el caso de grandes personalidades que han ejercido un impacto de largo alcance en la sociedad, su muerte es leída como un corte que congela para siempre sus pensamientos y sus escritos y los entrega al control estricto de intérpretes autorizados que los manejan como algo que ya no evolucionan porque ha perdido su hálito vital y entra en el mundo de las ortodoxias o heterodoxias, como nuevas fuerzas en conflicto dirimido por la muerte en cuanto final de una existencia que se clausura ritual y socialmente.
Los mismos cementerios y los museos tienen la misión cultural de reforzar, a través de su arquitectura y de sus símbolos y ambientes, el carácter inerte de lo que fue y ya no es, reconciliándonos de alguna manera con su no incidencia en el presente.
La fe cristiana – a mi juicio, de una manera más radical que otras tradiciones religiosas,- quiebra esa lectura de la muerte. Para la primera generación de discípulos de Jesús, su muerte (consumada por medios horrendos y escalofriantes como es la crucifixión) tenía dimensiones que a todas luces trascendían el nivel biológico: buscaba sepultar, exterminar y entregar definitivamente al pasado, un movimiento y una visión que subvertían los parámetros de estratificación social y sus arraigos en visiones metafísicas que comprometían la misma ima-gen e identidad de Dios. De allí que la fe en la resurrección constituyó una subversión de esa concepción de la muerte. Un Jesús viviente, más allá de la crucifixión, “gracias al poder de Dios”, deslegitimaba todos los poderes que lo llevaron a la cruz y su nueva presencia viva se encarnó en una espiritualidad histórica como energía suficiente para combatir las mil formas de muerte ligadas a estructuras de dominación.
Sin embargo, la cooptación del Cristianismo por los poderes históricos hizo re-leer la resurrección como un prodigio de reanimación física de un cadáver que regresaba momentáneamente a la historia para anunciar un cielo de recompensas a quienes fuesen sumisos a la ley de un Dios diseñado sobre la imagen de los señores terrenales.
La resurrección, en su más primitiva y profunda experiencia de fe, fue inseparable de una negación rotunda a aceptar las múltiples dimensiones culturales de la muerte, leída desde cosmovisiones antiguas de dominación que gozan de permanentes reediciones en la historia.
Todo esto se proyecta en el entorno cercano de las víctimas y en el entorno so-cial más amplio de la ideología dominante.
Quiero referirme muy de paso al primer entorno: a la familia de la víctima y a su círculo más cercano de dolientes:
Tanto los anteriores encuentros de este mismo género, que han buscado elaborar pautas de acompañamiento psicosocial en procesos de exhumación y des-aparición forzada, el último de los cuales se desarrolló en Guatemala en 2007, como diversos estudios antropológicos, psicológicos y sociológicos que se enfocan sobre el impacto de la desaparición forzada o la ejecución extrajudicial, revelan actitudes muy diversas de familiares y deudos, ligadas a sus tradiciones culturales y étnicas, al desarrollo de su pensamiento, ideología y experiencia política y a sus cosmovisiones religiosas. Sin embargo, hay algo en común que atraviesa todas estas posiciones, desde la más generalizada en nuestros pueblos originarios o indígenas, para los cuales el difunto sufre físicamente mientras sus restos no descansen en una sepultura digna, en armonía con la madre tierra, con su condición de hijos de la tierra y con los rituales que enlazan su pasado con su presente y con su futuro, en cuanto eslabones de una cadena biológica, histórica y espiritual que trasciende lo visible, hasta las posiciones más ideológicas de los movimientos de madres y familiares que rechazan rotundamente las exhumaciones, aduciendo que las víctimas eran seres vivos, activos y rebeldes, a quienes jamás hay que dejar convertir en un puñado de huesos inactivos e impotentes, lo que llevaría a aceptar o tolerar el exterminio de energías históricas que trascienden con mucho lo físico y lo biológico.
En todas estas posiciones, la muerte no se concibe como algo que corta y extingue de una vez por todas una existencia histórica, entregándola al reino de lo que ya no vive ni actúa ni incide más en la historia. La muerte, en todas estas visiones, no toca dimensiones trascendentes de la vida individual y social; por el contrario, la muerte activa otras formas de presencia, de acción y de incidencia histórica que son ineludibles y que quizás pasaron inadvertidas o insospechadas para los victimarios.
Un texto que me impactó desde su primera lectura fue la reflexión hecha por tres hijos de una mujer desaparecida en Argentina, Lidia Massironi, cuyos res-tos fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense y que figura en la contraportada del libro “Tumbas Anónimas” de Mauricio Cohen Salama. Escrito por sus hijos Andrea, Julián y Diego, ese texto expresa lo siguiente: “¿Por qué borrar las marcas de la historia dejando al cuerpo sin nombre y al nombre sin cuerpo? ¿Qué es la muerte sino algo que oye sin responder, guardando siempre un secreto mudo, vacío? Hilvanar muerte, huesos y un nombre en una sepultu-ra, luego de quince años, luego de haber sido amputado el culto y el llanto, hace que la carne, ya ausente, se encarne en una historia silenciada tanto como profanada. ¿Puede alguien detenerse y dejar que sus muertos sean un puro desecho al abono de la tierra? ¿Qué es la sepultura sino preservar del olvido a un cuerpo por ser aquél que perteneció a un padre, a una madre, a un hijo? ¿Es lícito privar al muerto y a quien lo llora de esta única relación conservable? Para Sade, aquel marqués erigido como paradigma de la perversión, matar a un muerto era el crimen absoluto. Al cuerpo lo trasciende la memo-ria de los vivos, y el lacrado de ella son los símbolos con que se lo honra. El culto mutilado en la figura del desaparecido consuma este crimen, entre otros. Y borradas las marcas del duelo, tampoco hay crimen ni castigo; muerte completa no sólo del cuerpo sino también de su historia. Cadáver reducido a carroña, el cuerpo que fue de alguien, priva-do de tumba, de conmemoración y de nombre” ( …) Hoy hay quienes, trabajando en la identificación de sus cuerpos que se encuentran anónimos en fosas comunes, los extraen de la tierra que finalmente los hubiese fundido con la nada, para devolverlos a la cultura. Quizás escribiendo su nombre sea posible humanizarlos en las encrucijadas de la historia”.
Hay, pues, una línea que une la dignificación de la estructura física de las víc-timas con la reivindicación de su historia y de sus sueños. Por eso la Plaza de Mayo de Buenos Aires, Argentina, unifica en el ritual de los jueves todas las posiciones, y un humanismo cada vez más universal unifica a las víctimas en una rebeldía radical y común frente a las múltiples dimensiones de la muerte confeccionadas por las culturas de dominación.
Pero ahora entremos a analizar el impacto y las respuestas de nuestra sociedad frente a la desaparición forzada, la existencia de fosas y la búsqueda de los cuerpos mediante las exhumaciones. Aquí nos encontramos cara a cara con un fenómeno ideológico de profundo arraigo social y que utiliza numerosas más-caras para presentarse en público: es el fenómeno de la [[“Tanatodicea” Vocablo griego compuesto de: Thanatos = Muerte, y Dikaióo = Justificar – Justificación de la Muerte.]] o justifi-cación de la muerte.
Detrás de ese carácter efímero del impacto social de los crímenes, que impre-sionó tan profundamente al periodista suizo, familiarizado con tantas zonas del mundo donde tienen lugar guerras saturadas de crímenes horrendos, se revelan hábitos justificatorios de la muerte que se enmascaran en la fugacidad y su-perficialidad de su impacto social.
Y este fenómeno tiene muchas capas o estratos que van de lo superficial a lo profundo, estratos todos protegidos con diversidad de máscaras ideológicas.
Comienzo por el estrato quizás más profundo, y es el que hace de cada uno de nosotros un potencial justificador de la destrucción violenta de vidas humanas. Cuando en el psiquismo humano se da un desarrollo desequilibrado entre el instinto del ego, que busca seguridad, y el instinto libidinoso, que busca integrar a cada vez más seres humanos a la búsqueda de la propia felicidad, des-equilibrio que se va fijando en el predominio del instinto del ego, las personas se verán más inclinadas a aferrarse a todo lo que les proporcione seguridad individual, a costa del desprecio de los demás seres humanos, sin importarles los sufrimientos y la supervivencia de éstos. Allí hay, pues, una raíz profunda, de la Tanatodicea.
Tal tendencia a la seguridad individual, que corre paralela con el desprecio ín-timo de las demás vidas, puede ser reforzada por orientaciones culturales muy globales y profundas, arraigadas en lo inconsciente social. Algunos filósofos de la Escuela de Frankfurt que analizaron a fondo las raíces culturales del Fascismo, llegaron a la conclusión de que uno de los rasgos de la cultura moderna capitalista es el predominio de la racionalidad subjetiva o formal o instrumental, que concentra el ejercicio de la razón en los medios y no en los fines y ter-mina por anular la búsqueda de otros mundos posibles y por someter a los humanos al servicio incondicional de la realidad ya existente. Así, el único fin que va quedando como válido para la existencia humana, es la auto-conservación, la cual implica un sometimiento radical a la realidad que ya existe. Pero como el sólo sobrevivir no es atractivo, el desarrollo del psiquismo va retrocediendo, por frustración, hacia etapas más primitivas marcadas por el instinto de imitación o “impulso mimético”, correspondiente a las fases de aprendizaje y de configuración de los comportamientos colectivos, étnicos y lingüísticos. Pero cuando ese “impulso mimético” va dominando a las personas en forma regresiva y deformada, aparece el fenómeno de identificación de las masas con sus dominadores y opresores, convirtiéndose incluso, las masas, en instrumentos de represión al servicio de sus propios [[dominadores Ver HORKHEIMER, Max, “Crítica de la Razón Instrumental”, Trotta, Madrid, 2002, especialmente capítu-lo 3, pag. 115/142]] . Esto no sólo nos ex-plica en profundidad las raíces del Fascismo sino que nos explica las raíces de los caudillismos modernos que van anulando la solidaridad de la especie y la preocupación por las vidas y los sufrimientos ajenos. Sobre estas bases, los fascismos contemporáneos reivindican “Estados de Opinión” para arrasar incluso con los Estados de Derecho que habían salvaguardado al menos un respeto mínimo por la vida y la dignidad humana.
Pero además ese modelo de sociedad predominante en el mundo cultural que nos envuelve, es el de una sociedad que tiene dos grandes ejes estructurales: el dinero y el poder, y los considera valores supremos. Quienes manejen las técnicas de concentración de dinero y poder son los únicos que tienen títulos legítimos para participar en las decisiones y en la orientación cultural de nuestras sociedades. La gran concentración de propiedad y control de los medios masivos de información y comunicación, es el estadio más avanzado de este modelo de sociedad, pues es el instrumento clave de una sociedad de pensamiento único. Como lúcidamente lo ha analizado Erich Fromm en muchas de sus obras, ya no es necesario llevar a las hogueras o a las sillas eléctricas a los disidentes ide-ológicos, pues basta reforzar el miedo al ostracismo; a sentirse diferente de lo que las masas piensan y hacen. Las disidencias son estigmatizadas con impre-sionante facilidad en nuestras sociedades mediáticas, y la estigmatización tiene un sesgo inconfundible: todo lo que cuestione o deslegitime el poder del dinero concentrado constituye un crimen contra la libertad, libertad de minorías que usurpó el nombre de las libertades civiles. Esta ideología dominante incorpora una justificación de la muerte, una “Tanatodicea” muy sutil e hipócrita. Si el desaparecido o el ejecutado no compartía el pensamiento único legítimo, hay que echar mano de todos los formalismos jurídicos y de todos los lenguajes diplomáticos para deplorar su eliminación, pero en el fondo todo debe llevar a la convicción no verbal, implícita y reservada en lo más íntimo de la conciencia, de que su exterminio se justificaba para bien de la sociedad, de la paz, de la seguridad y de la preservación de los sobrevivientes.
El registro jurídico de esta Tanatodicea tiene sólo una versión posible: la metamorfosis de la víctima, para transformarla de inconforme en insurgente. Una vez introducida la víctima en el imaginario social de la insurgencia, su muerte o su desaparición quedan “ipso facto” justificadas judicial y mediáticamente y neutralizada toda reacción significativa de la sociedad. Este ha sido el núcleo metodológico de lo que aquí se ha llamado el “falso positivo”.
Pero también puede ser burlada la justificación jurídica y omitida incluso la calificación de la víctima como insurgente. El Estado colombiano ha contado con un mecanismo eficaz de exterminio sistemático de vidas, remitiendo la responsabilidad de los crímenes a estructuras cuyos vínculos con el Estado no son re-conocidos: las estructuras paramilitares. Estas sólo pueden subsistir y actuar en un modelo de Estado esquizofrénico, como el colombiano, en el que parte del YO estatal es presentado como un NO YO, modelo que a la vez permite convivir e interactuar en una misma estructura a dos dinámicas contradictorias: un Estado de Derecho, legitimado en la Constitución y las leyes, y un aparato de violencia que impone exclusiones y elimina disidencias mediante el crimen organizado. La convivencia articulada de estas dos dinámicas es asegurada a través del sistema judicial que ha incorporado multitud de mecanismos de impunidad funcional combinados con otros muchos de arbitrariedad judicial. Este es quizás el instrumento más eficaz de la Tanatodicea estatal. Pero si hoy son abundantes las confesiones de comandantes paramilitares que muestran cómo esto ha funcionado así durante décadas, los mecanismos de impunidad y las estrategias mediáticas para manejar las desmovilizaciones, se encargan de evitar que toda esta evidencia se traduzca en deslegitimación del paramilitarismo o de sus crímenes, permitiendo que se confeccionen nuevas formas de paramilitarismo legalizado e institucionalizado que apuntan a consolidar la sociedad de pensamiento único.
Todo lo expuesto hasta aquí muestra que no soy optimista frente a las posibilidades de transformar las formas de impacto y de reacción de la llamada “opinión pública” frente a las víctimas.
En Colombia, a partir de la publicitada y engañosa “desmovilización” de los paramilitares desde 2005, la Fiscalía afirmó recientemente haber exhumado 2828 cadáveres de 2316 fosas, habiendo sido identificados y entregados a sus familiares 721 restos óseos. Recientemente se ha denunciado en el municipio de La Macarena (Meta) una sola fosa con más de 2000 cadáveres sepultados clan-destina e ilegalmente por el Ejército. No se puede afirmar, sin embargo, que la sociedad colombiana esté conmocionada por estas evidencias. El espacio asignado a estas informaciones en los medios masivos es enormemente inferior al de las noticias deportivas y de farándula, así como a las pautas comerciales, de propaganda política y a la delincuencia común. Pero esto no es una novedad. Desde hace muchos años los medios masivos dedican muchas horas a la semana a los secuestrados por la guerrilla cuyo número se calcula hoy, oficialmente, en 76 casos [[Ver Revista SEMANA, edición del 20 de abril de 2009: Según FONDELIBERTAD serían 125 casos, de las cuales 66 estarían en poder de las FARC, 10 en manos del ELN y las demás en el de bandas criminales. Las FARC reconocen 9 casos fuera de los de fuerza pública que son 23; PAÍS LIBRE habla de 600 casos]]. , mientras no se dedica ningún espacio a las familias de los desaparecidos ni de los masacrados ni de los privados injusta y arbitrariamente de su libertad. Entre tanto la Fiscalía afirma haber abierto 50.000 expedientes por des-apariciones desde finales de los años 80 [[ Cifra dada por la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía basada en el cruce de varias bases de datos oficiales, afirmando que de los 49.902 casos, hay 10.584 que se repiten en todas las bases de datos. Cfr. diario El Nuevo Siglo, edición del 25 de abril de 2009, pag. C 1.]], la mayoría inactivos, y las ONG reseñan varios miles de montajes judiciales por año.
Las solas confesiones de los pocos paramilitares que han dado versiones libres se refieren a 30.000 crímenes de ejecución extrajudicial, pero la Fiscalía afirma que la exploración en 400 municipios bajo influjo paramilitar arroja 300.000 denuncias referidas a 150.000 ejecuciones extrajudiciales [[Ver diario El Tiempo, edición del 17 de enero de 2010, pg. 1-7]] ; igualmente ha afirmado que los casos de “falsos positivos” bajo investigación involucran a más de 2000 víctimas. Son crímenes que no tienen ninguna resonancia ni seguimiento en los medios masivos de información.
La población asimila estas noticias marginales desde terrenos ideológicos abonados con múltiples germicidas, tales como campañas apabullantes de seguridad, que a la vez que identifican la seguridad de los poderosos con la seguridad de todos, estigmatizan a quien constituya un riesgo potencial para esa seguridad como eventual víctima de una muerte o desaparición que no habría que deplorar; campañas religiosas que identifican la impunidad con el perdón y la reconciliación cristiana, presionando al olvido del pasado; sutiles campañas de desprestigio de movimientos y organizaciones de base que alimentaron el compromiso y la pasión de las víctimas; incentivaciones al consumismo que llevan a idolatrar el modelo de sociedad de consumo como ideal de progreso y a desactivar los sueños en mundos alternativos de justicia social. Todos estos germicidas ahogan el impacto social de crímenes horrendos perpetrados a gran escala durante décadas, sólo censurados mediante lenguajes formales y fríos y manifestaciones efímeras que en nada contrarrestan la Tanatodicea imperante.
Los países de nuestro entorno geográfico que han logrado iniciar procesos de cambio social mediante gobiernos alternativos, han encontrado como uno de sus grandes escollos la oposición de los medios masivos de información que reivindican como “libertad de prensa” la libertad de manipulación informativa al servicio de los grandes capitales multinacionales. El impacto y la respuesta social frente a crímenes tan horrendos como la desaparición forzada, no cambiarán mientras no se encuentre un modelo de democratización de la información y la comunicación social.
Entre tanto creo que la incidencia social de las víctimas ha avanzado y ha toca-do limitados espacios sociales desde la profundidad de sus fundamentos éticos.
Y así debe seguir haciéndolo, hilvanando la dignificación de los restos con la reivindicación de la historia y de los sueños de las víctimas, a través de monumentos, publicaciones, conmemoraciones y expresiones multifacéticas de la memoria. Erich Fromm, quien señalaba con crudeza el mecanismo más eficaz de alienación humana en las sociedades modernas, que es el miedo al ostracismo, al ser diferentes del rebaño, a pensar a contracorriente del pensamiento legitimado mediáticamente, señaló al mismo tiempo la raíz de lo que puede su-perar ese mecanismo de alienación: el miedo a separarse de los rasgos más va-liosos de la especie humana: su sentido de humanidad y su solidaridad de especie. Ese sentido de humanidad y esa solidaridad de especie es lo que alimenta nuestra lucha de contracorriente y es lo que explica, creo, la presencia de todos ustedes en este evento.