‘Gracias por no doblegarte, papá’
Estos 15 años de injusticia e indignación no podrían ser subtitulados de muerte porque la vida de mi padre ha brotado en muchas partes, formas y personas. Mi abuelo, Eduardo Umaña Luna, nos llamaría una y otra vez más a tocar campanas de júbilo porque su hijo ha pasado a la historia. Estos años no han sido de despedida sino de memoria viva.
Hace 15 años mataron a mi papá, José Eduardo Umaña Mendoza. El mediodía de ese sábado oscureció mi horizonte, lo cambió todo. Llegábamos con mi mamá a recogerlo. El zigzagueo de las balas apenas se dispersaba en el ambiente. Un humo ciego y pálido de metralla se sumaba al anterior de cigarrillo, rumores y jadeos. Ese aire denso se hizo sólido en mis pulmones y aplastó mis hombros con la noticia. “Mataron a tu papá”, me dijo mi mamá. Me vi en el piso.
En un instante sordo y detenido recordé tantos días jugados en ese suelo de cabellos rizados. La alfombra estaba marcada por las huellas de los asesinos. Esas huellas de muerte que avanzaban desde el corredor hacia la oficina, que se desviaban en el cuarto que fue el mío. Allí habían atado a la secretaria con cinta de enmascarar. Alguno de los tres sicarios dejó sus huellas de muerte en esa banda pegajosa que apenas se acababa de desatar. Las huellas seguían, trepaban, si se hacía silencio murmuraban, casi que clamaban cómo había sido todo; selladas en el arco de la puerta, anunciadas como periodistas a la entrada, seguidas redoblantes al despacho, discutidas en el aire.
Querían llevarlo, me explicaron. Él los retó, vertical, fuerte y valiente. Sus huellas se afirmaron en el suelo. “Si vienen por mí, resistiré, no me doblegaré”, había dicho meses antes. Dispararon, hurtaron lo que pudieron y salieron. Afuera, un taxi los esperaba. El golpe de las puertas estrelladas en el marco del vehículo abrió paso a un silencio, y nuevos pasos entrarían por ese mismo piso que me tragaba como un banco de arena movediza. Amigos y curiosos hicieron su arribo.
Los ecos de ruido se comprimían en un grito sordo de familiares de desaparecidos, de torturados, de sacrificados, de encarcelados por protestar, de tantas y tantas personas cuya única esperanza era que mi padre les ayudara a sacar su caso adelante. Una vez, una persona en un acto de homenaje me dijo que mi papá era como el defensor del Pueblo, sin que exista algo así en el país. A la casa llegaba gente por hordas pidiendo ayuda porque habían padecido alguna atrocidad, buscando consejo, clamando una alternativa, desesperando una solución.
En esos años de intenso ejercicio del derecho, mi padre entendió que la defensa de los derechos humanos no era sólo legal sino jurídica, no sólo jurídica sino política, no sólo política sino social, no sólo social sino íntima, de movilización de conciencias. Mi padre entendió que la soledad ronda a quienes luchan por la justicia, pero que el amor por lo que se hace es un valor que acompaña.
Los “investigadores judiciales” también desembarcaron, silenciando con urdida costumbre los resuellos de evidencia con su eco de nuevas huellas. Cuidadosamente tomaron una cinta sobre otra e hicieron un detallista inventario de lo que había en la oficina, con un objetivo eminentemente criminalístico, por supuesto; sin ningún resultado probatorio, por supuesto. “Yo le puedo sintetizar todo esto con una frase un poco jurídica, pero que contiene el significado preciso de los procesos: es una especie de telaraña jurídica con una tenaza política”, decía mi papá de su ejercicio profesional, casi premonitoriamente de su propio asesinato.
Mi abuela Chely todavía recuerda quemantes las vergonzosas palabras del fiscal general de la época, Alfonso Gómez Méndez, quien le diría que el caso de mi padre era un crimen de Estado y que en el mismo no había nada que hacer. Esas mismas palabras se oficializaron en el juicio que se siguió por el homicidio. Pese a que el mismo fiscal había aseverado a la Human Rights Watch que en el homicidio estaba implicada la Brigada XX del Ejército, y que la actividad probatoria del proceso destilaba lumbre sobre agentes de inteligencia militar, un testimonio dado desde una cárcel cambió la dirección de la investigación.
Un grupo de personas sería imputado y juzgado por supuestamente haber estado implicado en el asesinato de mi padre. Como era de esperarse, uno a uno los acusados fueron absueltos sin mucha controversia. Luego de eso no ha habido nada o, mejor, como la Fiscalía Segunda Especializada de Derechos Humanos me corregía en la respuesta a un derecho de petición de impulso del proceso: “No es que la Fiscalía haya estado inactiva como lo asegura usted en su escrito, sino que desgraciadamente la labor investigativa desplegada en torno al caso ha sido infructuosa”. Sin frutos, marchita como la muerte, en coma como la ausencia.
Como decía mi padre, “el sistema sabe cómo y dónde ubica la represión. Hay muchas personas presionadas en el anonimato, que son algunos dirigentes, sobre todo de sectores campesinos y urbanos, que los matan, o los desplazan, o los desaparecen, y la gente ni siquiera se informa de eso. Incluso sabe que hay hechos que no se pueden ocultar, noticias que no pueden ocultar, que terminan trascendiendo. Ahí, el Estado es tan inteligente que asume e institucionaliza esos casos, los procesa y tabula el mismo Estado (…). Entonces: el Estado investiga la muerte, administra justicia para los probables autores de la muerte, absuelve, y continúa de nuevo cometiendo todo. Es decir, tiene en su poder todas las etapas del control social en el proceso criminal”.
Estos 15 años de injusticia e indignación no podrían ser subtitulados de muerte porque la vida de mi padre ha brotado en muchas partes, formas y personas. Mi abuelo, Eduardo Umaña Luna, nos llamaría una y otra vez más a tocar campanas de júbilo porque su hijo ha pasado a la historia. Estos años no han sido de despedida sino de memoria viva. Jaime Garzón me diría en el funeral de mi padre que él hacía lo que hacía inspirado en Eduardo Umaña. Esa inspiración está ahí en tantos corazones y mentes, de activistas que luchan por la libertad, que escudriñan la verdad, que saltan y sortean el acoso que sufren quienes luchan por la justicia.
Estos años son de aprendizaje y de nuevas fuerzas. Estos son años de una profunda trascendencia que se siente en el colegio Eduardo Umaña Mendoza, en grupos de debate, universidades, activistas, defensores de derechos humanos y sindicatos. En estos 15 años bien vale hacer una acción de gracias. Con los pies firmes, agradecer a Eduardo Umaña Mendoza por no doblegarse, por insistir, por su ternura y solidaridad con los desaparecidos, con los muertos y torturados, con los puestos injustamente en prisión y con los que buscan otro futuro para su país. Quince años de “más vale morir por algo que vivir por nada”.
Umaña, un crimen sin resolver
Eduardo Umaña Mendoza fue un reconocido litigante y defensor de derechos humanos. Su homicidio, el 18 de abril de 1998, se ejecutó dos meses después del de Jesús María Valle en Medellín y casi un año más tarde del de Elsa Alvarado y Mario Calderón, investigadores del Cinep que murieron en Bogotá. Todos fueron asesinados en circunstancias muy similares: hombres armados entraron a sus casas o residencias, se hicieron pasar por alguien más para ingresar a los edificios (en el caso de Calderón y Alvarado se identificaron como miembros del CTI; en el de Umaña, como periodistas) y hasta la fecha, poco o nada se ha esclarecido de estos crímenes. En todos los casos se ha hablado de una posible complicidad de agentes del Estado, pero esta hipótesis tampoco ha sido comprobada. El padre del abogado, Eduardo Umaña Luna, fue uno de los fundadores de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y fuerte promotor del estudio de la violencia en Colombia.
“Más vale morir por algo”
Una de las frases por las que se recuerda a Eduardo Umaña Mendoza es que “más vale morir por algo que vivir por nada”. Durante su vida, este abogado y defensor de los derechos humanos se dedicó a defender a las víctimas del genocidio de la Unión Patriótica y del Partido Comunista. También defendió los intereses de las víctimas de la toma y retoma del Palacio de Justicia, acaecida en 1985, y a sindicalistas de Telecom, la ETB y la USO. Por su labor fue reconocido nacional e internacionalmente. Sin embargo, por esta misma labor fue amenazado por los violentos que acabarían con su vida.
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