Garzón, ¿un héroe antifascista?
Son muchos los amigos latinoamericanos que, comprometidos con la causa de la
memoria de las víctimas de las dictaduras en sus países, muestran su
extrañeza por los avatares que ha acabado por asumir el ‘caso Garzón’. No
faltan entre esos amigos, por añadidura, los que se sorprenden ante los
recelos que muchos -más de los que pudiera parecer- hemos mostrado a la hora
de apoyar al juez que tanta tinta ha hecho correr en las últimas semanas.
Vaya por delante que no se me escapa que lo que ocurre en estas horas con
Garzón tiene una dimensión que de forma inequívoca debe preocupar a quienes,
entre nosotros, han tomado cartas en el asunto de recordar a la ciudadanía
algo de singular relieve: la Transición política, treinta años atrás,
canceló cualquier posibilidad de enjuiciamiento crítico público de lo que el
franquismo supuso y, con ello, cerró las puertas que conducían a un deseable
resarcimiento material y moral para las víctimas de la dictadura.
Tampoco quiero olvidar que en la trifulca que en estos días tiene al juez
Garzón como centro se hacen valer muchas de las miserias del juego
partidario que nos acosa, y ello de la mano de una regla que no parece tener
excepciones: si los partidos apoyan a los jueces cuando las decisiones de
éstos les benefician, bien que se encargan de denostarlos cuando aquéllas
les perjudican.
Mucho me temo, sin embargo, y vuelvo al principio, que la honrosa tarea que
debía conducir a rectificar lo que tres decenios atrás se hizo
manifiestamente mal aparece hoy lastrada de la mano del mentado ‘caso
Garzón’. Ello es así por dos razones que, en virtud de caminos distintos,
rodean a la figura del juez. La primera de esas razones bebe de la condición
del propio Garzón. Qué excelsa paradoja es que en estas horas se nos
presente como abanderado de una reconsideración crítica de muchas de las
miserias que rodearon a la Transición española un personaje que por muchos
conceptos ha estado inmerso de lleno en esas miserias.
Y es que haríamos mal en olvidar que la misma persona que tuvo el coraje de
encausar a Pinochet se nos ofrece a muchos con un rostro que no es el del
héroe popular sometido al acoso de las fuerzas más oscuras.
Estamos hablando -no se olvide- del responsable de muchos de los desafueros
legales que han marcado indeleblemente una lucha contra el terrorismo de la
que han sido víctimas tantas gentes inocentes; no es casual que en el País
Vasco el nombre de Garzón se identifique a menudo con prácticas judiciales y
policiales nada edificantes, comúnmente ocultadas tras un universal y
cómplice silencio. Hablamos también de quien, en un momento de singular
podredumbre de la vida política española, no dudó en acudir al llamado de
Felipe González para secundar a éste en una polémica, y luego fallida,
operación electoral. Cerremos nuestro recorrido con el recordatorio de los
nombres, no precisamente heterodoxos, de las personas -desde el propio
González hasta José Bono, pasando por Rosa Díez- que Garzón tuvo a bien
invitar, unos años atrás, a sus cursos de Nueva York. Parece que los tres
hitos que acabamos de rescatar bastan para concluir que nuestro juez se ha
movido con singular soltura en algunos de los teatros más deplorables que la
Transición española ha acabado por forjar. La imagen de luchador
antifascista que tantos han alimentado ingenuamente en América Latina y que
hoy vemos refrendada, mal que bien, entre nosotros no es sino un mito
interesado que el propio Garzón ha puesto todo el empeño en promover.
Mayor relieve tiene, con todo, la segunda de las razones que antes invocaba.
Aunque los protagonistas bienintencionados de la solidaridad con Garzón
parezcan ignorarlo, es muy grave que el debate sobre la memoria histórica
haya quedado engullido por una discusión relativa a si un juez prevaricó o
no. Lo diré de otra forma: ya no se discute, hablando en propiedad, sobre la
memoria y sí sobre Garzón. Aunque las explicaciones conspiratorias me han
gustado siempre poco, no me resisto a sugerir que algo hay, en la
trastienda, de inteligentísima y ocultatoria operación. Y es que, al cabo,
el Partido Socialista, que nada hizo durante tres décadas para restaurar una
memoria pisoteada, y que en los últimos años ha promovido una timorata y
corta ley que nada resuelve al respecto, ha conseguido que la mayoría de
quienes se sintieron defraudados por esta última hayan olvidado hacia dónde
deben lanzar muchos de sus tiros y rodeen hoy arrobados a un juez de
equívoca trayectoria y ego desmesurado. Nadie sale mejor parado de esta
trifulca que ese Partido Socialista, responsable evidente de las miserias
que han rodeado -que rodean- a la ley de memoria histórica.
Qué triste es contemplar, en fin, cómo algunos de los segmentos de la
izquierda que resiste han preferido cruzar en estos días una frontera
delicada: la que lleva a adentrarse en un mundo que obliga por igual a
aceptar las reglas que otros imponen y a defender a quienes, al cabo, no lo
merecen.
Carlos Taibo es profesor de ciencia política