Feudo inexpugnable
LA LEY 200 DEL 36, TAN NOMBRADA, vilipendiada y alabada, tuvo un doble efecto que a la larga resultó contradictorio y, como dicen ahora los economistas, perverso.
La función social de la propiedad, esencia de esa norma, se tradujo en atropellados actos de posesión para acceder a los títulos de propiedad. Para los campesinos, colonos, agregados, arrendatarios significó la oportunidad siempre negada de hacerse a un pedazo de tierra propia, bien tumbando selva, bien invadiendo predios. Para los terratenientes, la ley era una amenaza porque sus grandes fundos podían ser invadidos —y en efecto, muchos lo fueron— o constituir un resorte para tumbar montaña y sembrar pasto. En general, la frontera agrícola se amplió y con ello millones de hectáreas de selva virgen fueron taladas. Gran parte de las mejoras hechas por campesinos fue adquirida por los hacendados bajo diferentes modalidades: compra a bajos precios, endeudamiento crónico o simplemente armando propios para sacar ocupantes.
La Violencia —esa primera guerra civil irregular— fue en el fondo un simple proceso de despojo. Muchos sobrevivieron a estos efectos y salvaron su tierra. De otro lado, los latifundistas que poco a poco lograron domesticar la Ley 200 y acomodarla a sus intereses con la Ley 100 del 44 y más adelante con el Pacto de Chicoral, aprovecharon la función social para mantener ociosas sus propiedades con actos superficiales de posesión y se volvieron ganaderos, grandes ganaderos, resueltos ganaderos. La tierra se volvió un bien especulativo. El negocio era redondo: un gran predio, unas pocas vacas y un par de vaqueros. Negocio al que se añadió otro, el más jugoso: la renta de la tierra. Las haciendas cogían precio sin hacerles nada, sin invertirles un centavo. Se valorizaban solas siempre y cuando se defendieran de cualquier intento de invasión, reclamación o recurso, y para eso estaban las autoridades: el gamonal, el juez, el alcalde, el policía, y los “propios”. Como se dice: todas las formas de lucha. La coerción extralegal, la fuerza o, más claro, la violencia, han jugado un papel principal. La concentración de tierras en el país no ha sido ajena a la violencia y en muchas regiones ha sido su arma privilegiada.
Así, la gran ganadería, que concentra hoy por lo menos 28 millones de hectáreas donde pastan 28 millones de vacas y emplea medio millón de jornaleros, no es históricamente una actividad santa ni respetable. No hablo, por supuesto, del campesino que defiende su finca con trabajo y tiene un par de vacas de leche. Sino del gran ganadero que tiene cientos de cabezas, arma peones, monta alcaldes, va al Congreso y se reclama así un verdadero patriota. Entre 1998 y 2008 han sido desterrados 3,5 millones de campesinos y apropiados cinco millones de hectáreas, según cifras acreditadas por la misma Corte Constitucional al hacer un balance del cumplimiento de lo ordenado por la sentencia T 025, o estado no constitucional del desplazamiento, y recordadas por los senadores Cristo y Robledo y los académicos Ana María Ibáñez y Darío Fajardo en el Foro: Tierra, Violencia y Reconciliación realizado esta semana a instancias del ex presidente Samper.
Los grandes ganaderos haciendo cuentas —reelecciones previstas— esperan que para el año 2019 haya 48 millones de vacas: una res por colombiano. ¿Cuánta sangre costará ese proyecto? Poner en claro la historia de la violencia en la formación del latifundio es un deber de la academia; establecer las responsabilidades judiciales del latifundio ganadero en el fomento, la financiación y la defensa del paramilitarismo, un deber del Estado. Hay luces. Hay esperanza. Por algo se comienza y si es por la cabeza, como diría Uribe, mejor.
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Lo mismo que los hijos del Presidente están haciendo en sus negocios hoy, lo hizo uno de ellos en la Universidad de los Andes hace un par de años cuando fue citado por copialina a un tribunal de la institución. El joven se presentó con un pool de abogados y todo quedó tapado, como quedarán todos los torcidos legales que andan haciendo.
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Alfredo Molano Bravo