¿Falsos positivos encubiertos?
os 70 fueron años turbulentos: el movimiento estudiantil paralizó las universidades públicas y arrastró las privadas; los campesinos invadieron miles de haciendas y el Gobierno, para resolver el conflicto, liquidó la reforma agraria; la industria se cayó, el desempleo creció.
El 14 de septiembre de 1977 las centrales obreras llamaron a un paro nacional; Bogotá vivió un segundo 9 de abril. Los militares pusieron el grito en el cielo. López Michelsen, astuto como siempre –“las noches son del gato”–, pasó de agache, pero su sucesor, el coronel honorífico del Ejército Turbay Ayala, les soltó las manos para restablecer el orden social y sacó del cubilete el Estatuto de Seguridad. Los allanamientos, torturas, juicios sumarios fueron el pan de cada día. Según El Tiempo, el Estatuto fue “la aplicación en Colombia de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, según la cual las Fuerzas Armadas debían combatir al enemigo interno”. Para El Espectador, el “Estatuto de Seguridad dividió el país y, tras la confrontación entre el Estado y la insurgencia, quedó encubierta una guerra sucia”. En la siguiente década, las guerrillas se fortalecieron. A las Farc llegaron Alfonso Cano, Raúl Reyes, Timochenko. El Eln salió de la crisis con Manuel Pérez. Aparecieron nuevos grupos armados. El M-19 se alzó con 5.000 fusiles del Cantón Norte. El pacto entre hacendados, narcotraficantes, gamonales y manzanas podridas –muchas, muchas– echó a andar para defender la patria.
Las medidas represivas suelen tener efectos colaterales a largo plazo y, casi sin excepción, terminan actuando a favor del problema que buscaban resolver. Los gobiernos buscan controlar el orden público sólo para dejarles a sus herederos el chicharrón más toteado. Y así. La clave está en que el príncipe de turno viola sus propias leyes y legitima de rebote las que violan sus enemigos. El Estatuto de Seguridad autorizó pasarse por la faja el debido proceso, y las consecuencias se pagaron muy caras. El país de hoy no está para otra aventura de esas. No es posible que en aras de conseguir un acuerdo con el Eln, el presidente, más con miras más a calmar a Uribe que a parar la escalada de bombas en Bogotá, suelte el siguiente trino: “Capturadas 11 personas del Eln responsables de petardos en Bogotá. Felicitaciones a @PoliciaColombia y @FiscaliaCol. ¡Pagarán por atentados!
Por ahí no es la cosa, como diría López Pumarejo. Pese al bombardeo mediático al que ha sido sometida la opinión pública, queda aún un cierto olfato que duda del triunfalismo amarillista que explota en los batallones y en las estaciones de Policía cuando los mandos quieren mostrar resultados de contragolpe. Casos como el de Jubiz Hazbún –miserablemente condenado a cuatro años de cárcel por el caso de Galán– no sirvieron al intrépido general Palomino para evitar una arbitrariedad similar a la cometida por los generales Peláez y Maza Márquez en 1989. La juez tuvo que soltar a dos de los 15 detenidos; dos de los estudiantes de la Pedagógica, según la rectoría de la universidad, no estaban en Bogotá el día de los bombazos; el llamado ‘Cucho’ es investigador de la Fundación Paz y Reconciliación, no es profesor de la Nacional; la pistola de la Policía apuntando por la espalda al corazón de uno de los detenidos no fue vista precisamente como un acto heroico del Plan Corazón Verde: “Estrategias estructurales, tácticas y de impacto, diseñadas para enfrentar los crímenes que más preocupan a los colombianos, comenzando por aquellos que atentan contra la vida y la integridad de los ciudadanos”. Los Medios tomaron la información oficial del arresto con cautela y hasta con escepticismo. Las redes sociales están a reventar de protestas. Doce de los 15 detenidos, y condenados sin apelación ante la opinión pública por terrorismo, pertenecen al Congreso de los Pueblos, que firma con otras 45 organizaciones dedicadas a la defensa de los Derechos Humanos un manifiesto exigiendo la “libertad de los detenidos, como garantía de un debido proceso y reconocimiento de la legitimidad y la legalidad de sus actuaciones”. Es errónea y peligrosa la manera de calmar a Uribe y de darle contentillo a la extrema derecha.
Alfredo Molano Bravo | Elespectador.com